He terminado el año en un estado de placidez casi absoluto. Poco a poco he ido frenando el frenesí de los últimos meses hasta llegar casi a la inmovilidad. Los días han vuelto a tener 24 horas en las que puedo encajar todo lo que quiero hacer y no tengo prisa para nada. En este estado de paz y tranquilidad han encajado muy bien mis lecturas de diciembre. Ha sido un buen final de año lector.
Al lío:
En noviembre estuve en Milán trabajando. En el único momento de ocio que tuve paseé por la plaza del Duomo y por la Galleria Vittorio Emanuele II. Allí entré en la librería Rizzoli con la intención de ver que autores españoles tenían traducidos al italiano para poder recomendarlos a una de las personas con las que había ido a reunirme en Milán. No encontré nada interesante que recomendar (me niego a recomendar a Juan Gómez Jurado: tengo un prestigio que defender) pero, en la sección de libros en inglés, me di de bruces con la nueva novela de Paul Auster, Baumgartner. Con Paul he tenido una relación muy tumultuosa a lo largo de mi vida. Lo descubrí tarde, con treinta años, cuando mi amigo Fede me dijo: «¿No has leído a Paul Auster? Tienes que leer La música del azar». Lo compré y lo leí del tirón, me hipnotizó y hasta pasé miedo. De ahí, y como hacía en mis tiempos, me lancé a leer toda su producción. Me sumergí en la Trilogía de Nueva York, en Creía que mi padre era Dios, en Leviatán. Después llegaron La noche del oráculo, El libro de las ilusiones y Brooklyn Follies. Guardo un especial recuerdo para El Palacio de la Luna por la mejor descripción que he leído nunca sobre una buena conversación:
«Poco a poco me fui relajando y entrando en la conversación. Kitty tenía un talento natural para hacer hablar a la gente y resultaba fácil charlar con ella, sentirse cómodo en su presencia. Como me había dicho el tío Victor hacía mucho tiempo, una conversación es como tener un peloteo con alguien. Un buen compañero te tiraba la pelota directamente al guante de modo que es casi imposible que se te escape: cuando es él quien recibe, coge todo lo que lanzas, incluso los tiros más erráticos e incompetentes. Esto es lo que hacía Kitty».
Y luego llegó el desamor. Paul escribió Invisible y yo, después de leerla, tuve que escribirle una carta diciéndole que lo nuestro se había acabado. Decidí que si quería que lo nuestro quedara por lo menos como un buen recuerdo no iba a leerle más. Pero, pero, pero… Paul publicó después el maravilloso Diario de invierno y volvió a enamorarme. No volvió a ser como antes pero, por lo menos, nos seguíamos gustando en la distancia. Ese gustarnos a distancia fue lo que me llevó a comprar Baumgartner y ha sido un reencuentro maravilloso.
Baumgartner es el protagonista de la novela. Tiene unos 70 años, es profesor y escritor y vive solo desde que hace diez años se quedó viudo. En la novela no pasa nada más que el recuento de sus días llenos de nimiedades, pensamientos, deseos, recuerdos, ilusiones, pequeños problemas, indisposiciones físicas poco importantes pero molestas, recados y preocupaciones. Nada grave, nada especial pero todo importante porque esos pequeños detalles construyen quiénes somos, cómo somos y la vida que vivimos. La maestría de Auster está en saber contarlo y hacerlo interesante, casi apasionante. Justo ahora, mientras escribo esto, pienso que de alguna manera esta novela se parece a La luz difícil, que leí hace nada, por eso mismo, por la construcción de una vida a partir de detalles cotidianos. Las dos tienen ese peso casi táctil que hace que como lector veas las casas, sientas la luz que entra por la ventana o la temperatura del agua que sale del grifo de la cocina, escuches la tarima del suelo crujir. Los dos libros comparten también el tener como protagonista a hombres mayores con vidas llenas de ilusiones y proyectos que los mantienen pensando en el futuro, enfrentados a la idea generalizada que tenemos de la vejez los que aún no hemos llegado allí. Baumgartner está justo en ese momento, pero se da cuenta de que no es así: todo sigue importando.
“Does an event have to be true in order to be accepted as true, or does belief in the truth of an event already make it true, even if the thing that supposedly happened did not happen?”
Este año volveré a Auster.
Un amor cualquiera, de Jane Smiley, llegó a mi casa por un envío de Sexto Piso Editorial. Después de lo muchísimo que me gustó La edad del desconsuelo quería reconciliarme con ella después de que Heredarás la tierra me gustara regular.
Un amor cualquiera se encadena con Baumgartner en que aquí también nos encontramos con la narración de las menudencias del día a día, las pequeñas cosas que pasan en una vida y que para un observador externo no significan, pero que a cada uno, en su vida, le sirven para entender, entenderse y construir la convivencia con los demás. La protagonista de esta novela es Rachel, tiene 52 años y cinco hijos, dos de ellos gemelos. Hubo un tiempo en el que vivió alejada de ellos porque al confesarle a su marido una infidelidad él se los llevó a Inglaterra, lejos de ella. Los dos días que retrata la novela están llenos de las interpretaciones que Rachel hace de los gestos de sus hijos, de cómo ella sabe si están contentos, tristes, preocupados o a punto de saltar. Sabe lo que callan, o cree saberlo, y lo que calla ella por amor o para evitar un dolor o una discusión. Ese difícil equilibrio de comunicación entre madres e hijos, ese amor complejo, que oscila entre el infinito y el desprecio, ese saber y no poder decir, todo eso está muy bien descrito por Smiley. Y eso es lo que más me gusta de ella: que, en ninguna de sus novelas, se ahorra el asomarse a lo que más nos escondemos a nosotros mismos en nuestras relaciones con los que queremos: los momentos en los que no los queremos.
«Tengo 52 años, que es la edad en la que, al parecer, tus hijos y los amigos de tus hijos de pronto quieren usurpar toda la sabiduría y experiencia que, en su día, no creyeron que tuvieras y que ahora les resulta de gran utilidad».
Leed a Smiley pero, repito, empezad por La edad del desconsuelo y luego éste.
Terminé el mes y el año releyendo Winter, de Rick Bass, el libro que me hubiera gustado vivir y escribir. He vuelto al Valle del Yaak para encontrarme con el invierno que aquí no tenemos y que mi cuerpo pide a gritos. Las últimas tardes del año las pasé en ese valle, preparándome para el invierno y esperando la nieve.
«I´ll never get used to snow —how slowly it comes down, how the world seems to slow down, how the world seems to slow down, how time slows, how age and sin and everything is buried. I don´t mind the cold. The beauty is worth it»
Dicen las predicciones que el Día de Reyes nevará en Los Molinos, no quiero hacerme ilusiones.
Acabo de leer tu carta a invisible... El artículo muy bueno, pero esa carta es magistral. Me he partido. Me quedo con "Decidí terminar el libro para poder escribirte esta carta con conocimiento de causa. El final es para abofetearte hasta la muerte." Además, coincido, no entendí el libro. Se me hizo pesado y superfluo.
Hay escritor@s q me apasionan, hay escritor@s q me cabrean (es muy visceral lo q me provocan, no sé, Marías, Murakami) y hay otr@s q .. meh. O sea, bien, se leen, se subraya alguna cosita, y ya: no te lanzas a toda su bibliografía. Esto último me pasó con Auster, del q solo he leído las "Historias de NY". Sós vos o soy yo Paul? Prob yo... no sé si debería darle otra oportunidad, pero hay tanto por leer...
Besis
di