El mes de octubre comenzó con un fin de semana de cumpleaños en una casa en los Montes de Toledo. Fue un fin de semana luminoso, de inesperados pantalones cortos en octubre, de vino, risas, pies en la piscina y muchísima comida. Fue un fin de semana en el que en algunos ratos parecíamos Los amigos de Peter, en otra una partida de colonos británicos en la sabana africana con nuestras mesas de picnic y nuestras copas de cava y, en otros, una discoteca de los noventa con coreografías imposibles y bocatas de calamares para matar el hambre que la diversión da.
A la terraza de esa casa, inmensa y con vistas a los tejados del pueblo y al campo, asociaré para siempre la lectura de La luz difícil, de Tomás González. Me levantaba pronto y subía a la terraza a leer mientras disfrutaba de mi desayuno. Más pronto de lo que a mí me hubiera gustado los demás habitantes de la casa iban apareciendo, con lo que la lectura se hacía imposible; pero el hecho de estar desayunando con un libro entre las manos provocó miradas de curiosidad y preguntas. «¿Qué lees?» «¿De qué va?» «¿Qué tal está?» No me gusta nunca contar de qué va un libro porque me parece siempre una responsabilidad inmensa. En esas dos o tres frases te juegas el que la otra persona decida leerlo o, por lo menos, apuntárselo en el chat de whatsapp que tiene consigo mismo o que diga: «bah, a mí ese tema no me interesa». Si pienso en cualquiera de mis libros favoritos e intento responder a la pregunta «¿de qué va?» la respuesta que podría dar es tan pobre que creo que ni yo misma me animaría a leerlos. «Va de dos amigos que eran muy amigos y se enfadaron por una cuestión y se reencuentran cuando ya son ancianos». «Pues trata de un pueblo de California donde viven una serie de personajes desarrapados cada uno con sus peculiaridades, y en realidad no pasa nada». «Va de dos matrimonios neoyorkinos y cómo crecen según se van haciendo mayores con sus glorias y sus mierdas». «Va del último habitante de un pueblo pequeño del Pirineo aragonés». Yo nunca pregunto de qué va un libro, ni siquiera leo la contraportada. Llego a ellos por recomendaciones o preguntando a la persona a la que veo leyéndolo «¿por qué estás leyendo ese libro?»
Dicho esto, La luz difícil llegó a mis manos porque me lo enviaron desde la editorial Sexto Piso. Contra lo que alguien pudiera creer a mí no me mandan muchos libros, casi ninguno de hecho, porque siempre advierto a las editoriales que si no me gusta lo diré. Entiendo que es un riesgo que no quieran correr y, además, yo prefiero comprarme lo que me apetece sin tener compromisos lectores. No sabía nada de Tomás González ni de su libro y lo primero que descubrí es que es una reedición: se publicó por primera vez en 2011.
Me gustó muchísimo. Es un libro tristísimo, casi al nivel del que «va del último habitante de un pueblo pequeño del Pirineo aragonés». Los dos temas principales son el amor y la muerte pero, sobre todo, el amor: a una pareja, a los amigos, a los hijos; pero, sobre todo, al hecho de estar vivo. Tiene una intimidad casi táctil. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que cuando lo estás leyendo estás en la casa en la que transcurren unas horas agónicas que marcan la vida del protagonista, David. Hueles la comida que preparan, el jabón que usan para lavarse las manos, los cojines y las mantas del sofá donde se reúnen a charlar, los olores de una casa que los que viven en ella no detectan. Sientes el tacto de los muebles que han acumulado capas de vida familiar y ves cambiar la luz que entra por las ventanas que dan a un pequeño cementerio en Manhattan. La acción transcurre en dos lugares alejados entre sí: el presente del protagonista, David, que es un anciano viviendo en Colombia en una casa en el campo y en donde también sientes el verde de la vegetación, el eco de su vida solitaria, los sonidos de la lluvia tropical... y Nueva York, a donde nos lleva con lo que está escribiendo para recordar o, mejor dicho, para no olvidar. La luz difícil se lee con todos los sentidos alerta, esperando un momento que sabe que va a llegar pero que no sabes cuándo será. Sientes la misma anticipación agónica de los personajes. Quieres que pase cuanto antes para dejar de sufrir la espera y al mismo tiempo quieres que la espera no termine nunca.
No quiero contar nada más sobre lo que ocurre porque creo que es un libro al que hay que entrar como se entra a casa de unos amigos queridos: abrir la puerta y encontrarte con ellos. Me ha gustado muchísimo pero cuando he vuelto a él a ver cuantas esquinas había doblado, he descubierto que ninguna y me ha parecido bien. No es un libro con frases relumbrantes que resuman en tres líneas una verdad vital. Su mayor logro, el mayor acierto de González es que leyendo La luz difícil se tiene la sensación de estar conociendo una vida que se está viviendo, paladeando, encajando y disfrutando y sufriendo a partes iguales, pero con la consciencia de lo increíble que es estar vivo.
Salid ahora mismo a comprarlo o sacarlo de la biblioteca.
Ahora viene la parte difícil. ¿Cómo le dices a alguien que te cae fenomenal, que te parece adorable y brillante, que su nueva novela te ha parecido espantosa? ¿No se lo dices? ¿Mientes? Llevo un mes pensándolo pero es que yo no sirvo para mentir (en esto) y además creo que mi opinión va a ser una gotita de agua en un mar de halagos, cumplidos y loas de gente que ha encontrado la novela maravillosa. Quién sabe, a lo mejor soy yo la equivocada. Lo mejor es hacerlo por carta.
«Querido Manuel,
Sabes que te aprecio. Nos conocemos por amigos comunes y todas las veces que hemos coincidido ha sido un placer charlar contigo, intercambiar algunas risas y una vez te libré de presentar un libro horrible. Podría decirte, como hacen los cursis y los cobardes, que esto me duele más a mí que a ti, pero no es verdad. Sinceramente creo que a ti tampoco te va a doler porque estás teniendo un éxito impresionante del que me alegro sobremanera y no creo que mi opinión sincera vaya a perturbarlo. Espero, además, que agradezcas mi sinceridad o que, por lo menos, la próxima vez que nos veamos no me escupas.
Mirafiori no me ha gustado nada. Nada de nada. Me he enfadado muchísimo mientras la leía porque quería que me gustara, quería poner en Instagram que me había chiflado y recomendarla para que la gente corriera a comprarla, pero no ha habido manera. No me he creído nada, ni a él, ni a ella. Miento: el capítulo en el que él, loco de celos, entra en una espiral de espionaje en redes digna de Jason Bourne sí me lo creí. ¿Por qué? Porque todos hemos estado ahí, todos hemos hecho eso. Tú eres más joven, pero yo incluso hice algo así en un mundo pre redes sociales. Ese agujero negro de obsesión es uno de los lugares más terribles al que nos lleva el final de una relación y uno de los más vergonzosos. Que lo hayas dejado escrito en Mirafiori sabiendo que todo el mundo, o mucha gente, va a pensar que es algo en cierta manera autobiográfico es un mérito que te reconozco. ¿El resto? Para mí es terrible. No quiero ahondar en lo que menos me ha gustado (la escena en la catedral de Santiago, en fin) porque creo sinceramente que eres un tío con muchísimo talento. A lo mejor alguien me acusa de tener favoritismos, de no recrearme en esta crítica como me recreé en otras. Y tendrán razón, no me recreo porque te aprecio y porque esto es mi newsletter y despellejo lo que quiero. Enhorabuena por tu éxito, me alegro muchísimo. Siempre asociaré tu libro al aeropuerto de Barajas, sé que no es una asociación preciosa pero tiene su encanto.»
Con El violín de Lev, una aventura italiana, de Helena Atlee, terminé octubre. De esta historiadora inglesa leí hace unos años El país donde florece el limonero, un libro de viajes e historia por Italia para comprender el cultivo de cítricos, sus orígenes y su importancia histórica, social, económica y artística. En El violín de Lev Atlee nos lleva de nuevo al país transalpino pero esta vez vamos siguiendo la pista de un viejo violín. ¿Será un violín de los conocidos como «viejos italianos», fabricado en Cremona por Amati, Stradivari o Guarini del Gesú? Por supuesto yo no sabía absolutamente nada de violines, creo que ni siquiera soy capaz de distinguir un violín de un viola, y no había pensado que pudieras enamorarte del sonido de un violín, que no sonaran todos más o menos iguales (Ya he hablado alguna vez de mi completa ausencia de oído musical). Del libro de Atlee sales conociendo muchísimo de la historia de los violines, te lleva a los talleres, a los bosques en los que se talan los pinos con los que se fabrican, a conocer a los luthiers que los crean, los reparan y los miman; a los comerciantes que, en su día, los hicieron famosos fuera de Italia; a los expertos y hasta a los dendrocronólogos que los datan. Es una historia apasionante en la que al final te da igual si el violín de Lev es uno de esos viejos italianos o no, es la excusa para sumergirte con Atlee en un mundo desconocido lleno de pequeños detalles. ¿Lo recomiendo? Por supuesto que sí, es una delicia de viaje. Eso sí, creo que me gustó más el limonero.
Han llegado las noches tempranas, a ver si consigo aprovecharlas para encerrarme en casa, no ver a nadie y leer muchísimo. A ver si hay suerte.
Hola. Casualmente estoy leyendo "El país donde florece el limonero", me está encantando. Gracias por la newsletter.
Me has hecho reír con tu manera de contar las cosas. Eso es lo que más me ha gustado de leerte, además de disfrutar del contenido y de compartir los mismos puntos. Algunas personas creen que recibir una crítica honesta es lo mismo que insultarles. Creo que siempre se puede dar una opinión sincera desde el respeto y el cariño. Además como dijo en una ocasión Antón Chéjov: una mala crítica es mejor que nada ¿no te parece? Un abrazo.