Baumgartner, el protagonista de la última novela de Paul Auster, hace una pausa en la escritura del libro que está terminando y baja a la cocina a por un zumo. Estando allí se da cuenta de que hace un día precioso de finales de septiembre y sale al jardín a sentarse y dejar que sus pensamientos pululen. Llevo tres días en Cicely haciendo eso: dejar que mi mente divague, pulule y salte de idea en idea para ver si se concretaba en algo. Me ha pasado como a Baumgartner, que mi cabeza ha picoteado ideas, recuerdos, preocupaciones y bobadas sin concretar nada. Me he encontrado pensando: ¿Y qué hago con esto? ¿Por qué le estoy dando vueltas a esta idea o volviendo a este recuerdo? No he sacado nada en claro, nada coherente, con sustancia, peso ni consistencia pero sí un montón de principios, o de finales, esbozos, esquemas, notas que, a lo mejor, en un futuro posible pero ni cercano ni lejano, tienen la posibilidad de crecer con un sentido o con un propósito. No esperes orden, ni concierto, ni sentido, ni chispazos de genialidad. A veces hay que desatascar el desagüe para que vuelva a fluir.
En este planeta hay sitio para más población, más coches, más idiotas con ínfulas y, si me apuras, más plástico. Pero no cabe ni una sola receta de calabacín más.
Es facilísimo perder un calcetín y dificilísimo llegar al final de la vida útil de una pareja de calcetines completa. Si no se han separado durante el trayecto cuesta la vida llegar conscientemente al momento: estos calcetines a tirar. Siempre estás en un ciclo infinito con ellos, se empiezan a desgastar y cuando se rompen nunca te acuerdas de tirarlos; los echas a lavar, vuelven al cajón y cuando te los pones y te das cuenta de que están rotos es, casi siempre, cuando tienes más prisa y dices «bah, no importa». Yo tengo unos calcetines de Garfield que me regaló un ligue hace veinticinco años. Fue, además, el primer ligue que me acercó al mundo del acoso porque un buen día, en Los Molinos, al ir a coger mi coche al salir de un bar me encontré una cajetilla de Marlboro prendida en el limpiaparabrisas. La única persona que conocía que fumaba Marlboro era él. Cuando le llamé a preguntar me dijo: «fui hasta Los Molinos a ver qué hacías». Quizás debería tirar esos calcetines pero ya digo que no es fácil.
Dejar las cosas a medias es un talento. No digo olvidarlas, digo estar a la mitad de algo y decir: hasta aquí, no merece la pena, me aburro, no quiero esforzarme más. Si tienes ese talento, cultívalo.
No nieva, pero a cambio en la noche sin nubes se ven las estrellas con una nitidez que casi hace daño.
Cada mañana al ir a ducharme me agarro a la barra de la ducha. Me da miedo caerme. ¿ A qué edad empiezas a pensar que puedes caerte, tropezar en cualquier momento? Es curioso cómo eres mucho más consciente del peligro de las caídas físicas pero sabes que no caerás en muchas de las trampas emocionales. No te librarás de todas, claro... pero sí de muchas, porque las verás venir y saltarás alegremente sobre ellas o las esquivarás con un elegante arabesco lateral o un «que te den por culo». A mi me compensa lo de tener que agarrarme a la barra de la ducha.
El yogur de oveja es absurdamente caro. Y riquísimo.
Cuando alguien está cocinando, te está cocinando algo, no hay que acercarse a mirar fijamente para luego decir: ¿Lo vas a cortar así? ¿No vas a bajar el fuego? ¿No crees que hay que echarle más aceite? Eso no se hace. Es muy desagradable. Piensa: ¿Si estuviera fregando el baño también irías a corregir arriesgándote a que te dijera «toma, limpia tú»? No, ¿verdad? Pues eso. Si te cocinan, te sientas y haces compañía y te comes lo que te den, pero no corriges.
Enrostrar. Editando un podcast argentino he aprendido un montón de expresiones que me han encantado, pero mi favorita, sin duda, es «enrostrar». Nada de echar en cara: enrostrar. Me encanta. Estoy deseando poder enrostrar algo a alguien. En mi despacho tengo una figura de Obélix con un bocadillo de texto (en el original venía una frase en francés) en el que yo he puesto: «Yo tenía razón». Es un Obélix de enrostrar.
Las tiendas de bolsos, abanicos, gorras, carteras o cinturones de corcho son centros de blanqueo de capitales. Lo sabemos todos, ¿no? Igual que las tiendas con barriles gigantes, decoradas como barcos piratas, que venden chuches gigantes cero apetitosas.
“She died on the cutting-room floor”. Aprendo esta expresión también en la novela de Auster. Es una expresión que se utiliza para explicar la desaparición de un personaje que, en una peli, grabó sus escenas pero luego no aparece en el montaje final de la película. También pasa en la vida real. ¿Cuánta gente que en tu vida tuvo un papel importante no aparece ya nunca en ninguno de tus pensamientos? ¿Cuánta de esa gente, si algún día alguien escribe la historia de tu vida, habrá desaparecido en el cuarto de montaje?
«Me gano la vida viendo pelis. Es un poco más complicado pero es a lo que me dedico». Le he dicho a mi hija que esta era la frase que tenía en mi perfil en una app para ligar. He tenido que contárselo porque me ha preguntado si tenía puesto «Me gusta vivir la vida intensamente» y no podía permitirme que pensara que soy una cursi.
“Porque no hay una forma adecuada de planificar la vida ni tampoco de vivirla: sólo un montón de formas inadecuadas” (Francamente Frank, Richard Ford)
No sé si pedirle a los reyes este artilugio. No me da miedo que no me guste, me da miedo que me guste demasiado y entonces dejar de escribir con pluma y tinta de colores. ¿Y si lo uso solo para trabajar?
Estoy en Cicely con mi madre y con mi hija, con la que hacía seis años que no venía por aquí. Mi madre compró esta casa cuando tenía más o menos mi edad actual. Dentro de esos mismos años habré cumplido 76. ¿Tendré ya mi propia casa? ¿Seremos aún los dueños de ésta? Se ha apagado la chimenea. No queda leña menuda así que tengo que salir a buscar alrededor del pueblo. Fantaseo con venirme aquí un mes, yo sola. Pienso que me levantaría y, antes de ponerme a trabajar (es una fantasía asequible de un mes de teletrabajo, no una fantasía loca de ganar la lotería y retirarme), salir a dar un paseo y admirar el paisaje. Volvería a salir al terminar, solo a recorrer el pueblo (que apenas tiene dos calles) antes de volver a encerrarme y disfrutar del silencio. Estoy pensando que, a lo mejor, si hiciera eso, viviría en un estado de paz tan absoluta y tan fuera del mundo que no se me ocurriría nada para escribir. Nada de lo que pueda pasar en el futuro me desasosiega como lo hubiera hecho hace cinco, diez o quince años. Vuelvo continuamente a una frase que escuché en un podcast hace unos meses: “Life is really a series of random events. So, that's it. There's no point in worrying about it”.
No hay más por hoy. El desagüe ha quedado limpio, espero que vuelva a correr la inspiración.
Hola, otro gran texto. A mí me ronda la cabeza cuántas personas piensan en mí y cuántas han dejado de hacerlo, cuestión de ego, supongo. Una vez siendo pequeña me dijeron que los amigos, conocidos, etc son como los personajes de un libro, van entrando y saliendo por capítulos. Habrá muchos pero pocos serán los que empiecen en el capítulo uno y terminen el libro. Todos aportarán algo.
Has tenido otra semana estupenda. Un saludo,
Ana
Ese artilugio que quieres pedir a los reyes seguro que es de lo más práctico, pero solo de escuchar a mi jefe las mil maravillas del suyo le tengo manía. He vivido el antes, el durante y ahora el después de su compra y ahora el artilugio en sí me genera hostilidad (qué culpa tendrá el pobre artilugio, si el plasta es mi jefe). Me gustan tus reflexiones/desatascos.