Hace diez años fui a la presentación de un libro de Neil Gaiman y, entre otras muchas cosas que se me quedaron grabadas, contó que él cuando va en un taxi o caminando o se encuentra en un aeropuerto se fuerza a no mirar el móvil, a concentrarse o, mejor dicho, a simplemente descansar la mirada, la vista y el oído en lo que ocurre a su alrededor. «Así encuentro cosas que no me espero». Recuerdo muchísimo esas palabras y, por eso, aunque pocas veces voy por la calle sin auriculares escuchando un podcast, en ocasiones ocurre que me canso de aislarme, o me quedo sin batería, o estoy esperando en una cola o caminando por la calle con alguien y cazo frases a mi alrededor que me dejan pensando un buen rato.
«Mi abuela se quedó embarazada en Cuba y luego se vino a España. En aquella época no te hacían ni ecografías ni nada, así que cuando se puso de parto el 28 de diciembre y le dijeron que tenía gemelas, pensó que era una broma. Es nuestra mejor historia familiar». La chica que lo cuenta tendrá 25 años como mucho, así que su abuela tendrá ahora 70 más o menos. De esto hace tanto tiempo, o a mí no me lo parece, pero era una época en la que ocurrían cosas que ahora nos parecen imposibles. ¿No saber si tienes gemelos hasta el parto? Cuando nacieron mis hijas, hace 20 años, no quisimos saber si eran niño o niña y ya nos miraron como si estuviéramos locos, pero a nosotros nos parecía que era una manera de mantener algo de sorpresa y emoción en el nacimiento. Eso sí, nunca se me ocurrió no saber si eran o no gemelos, ni me lo planteé.
«Valeria, te he dicho millones de veces que no te acuestes con el pelo mojado que se pudre. Millones de veces. Ahora cuando llegue te seco y te echo lo del árbol de té». Me reconozco en ese «te he dicho millones de veces» cargado de cansancio y lleno de «te lo dije». Casi me dan ganas de abrazar a esa madre que en el metro, después de haberse tragado el «te lo dije», tiene que dedicarse a consolar a Valeria para que sepa que no se va a quedar calva. Claro que también me solidarizo con la niña, porque toda mi vida me he acostado con el pelo mojado. ¿Lo tendré podrido? ¿Cómo sabes que se te ha podrido el pelo? ¿Huele? ¿Se te cae?
Cada vez que entro en el autobús digo «buenos días / buenas tardes». Los conductores me miran casi sorprendidos. ¿Tan raro es saludar al entrar en el bus?
Hace años alguien me dijo: «Lo próximo es ser directora general»; y yo contesté: «Ni de coña, qué pereza». Lo vuelvo a pensar viendo The Morning Show, una serie en la que las protagonistas son increíblemente ambiciosas, siempre quieren más, más presencia en pantalla, un programa mejor, más dinero. No es solo la serie. Trabajé 20 años en televisión y sé que es así, que ese continuo «querer estar» está siempre ahí, no acaba nunca. No lo entiendo. Y en la serie menos, claro. Gente podrida de dinero de verdad (y no como el pelo de Valeria) que ya ha hecho todo y se empeña en seguir ahí en vez de dedicarse a disfrutar de la vida. No lo entiendo. ¿Propósito vital? Jubilarme.
Escucho a un tipo por la calle Preciados comentarle a su acompañante que «a las históricas siempre les doy una oportunidad». Hubo un tiempo en el que me encantaban las novelas históricas. Recuerdo una colección de estas novelas, con cubierta amarilla y que sacaron por entregas, que fueron, creo, los primeros libros que compré con mi dinero. Cada semana bajaba al kiosco tan feliz a por la nueva entrega hasta que me senté, eché cuentas, y me di cuenta del dineral que me iba a gastar. Bajé al kiosco a decir que ya no seguía y la kioskera, que siempre me había parecido muy amable, se enfadó muchísimo conmigo. Me sentí fatal pero me mantuve firme porque mis ingresos como profesora particular no me daban y no volví a ese kiosco, que seguramente ya no existe aunque no creo que sea porque yo dejé a medias aquella colección. No leí todos esos libros amarillos, pero sí he releeído varias veces los siete volúmenes de Los Reyes Malditos, de Maurice Druon. Ahora ya no leo novelas históricas y la última serie que me gustó creo que fue Wolf Hall.
“He's the person you trust enough to go into the strange world with”. Escucho a David Lynch describir con esta frase a Kyle MacLachlan y me paro a anotarla. Me parece una manera fabulosa de explicar la sensación de confianza, de seguridad, que ciertas personas proporcionan a otras. Me pongo a pensar a quién, de mi entorno, podría aplicarle este concepto. «Alguien en quien confías lo suficiente como para con ella enfrentarte a lo extraño, lo desconocido». Pienso en gente que me dió confianza en la pandemia. ¿Soy yo esa persona para alguien? Espero que no, carezco por completo del aplomo suficiente como para enfrentarme a lo nuevo, solo finjo tenerlo aunque no creo que engañe a nadie. Recuerdo también el día que estuve tomando vinos con Kyle y hablamos de vino, siestas y de San Sebastián. Fue encantador, pero no sé si en la distancia corta se ajusta a la definición de Lynch aunque, claro, yo vi su faceta profesional y Lynch le conoce en su faceta de amigo. Mi amigo J, cuando me vió por primera vez en un entorno profesional me dijo: «Es impresionante, pareces otra persona con un juego completo de habilidades sociales que nunca te había visto usar». Siempre que recuerdo esa frase me visualizo como una navaja suiza. Sé que no tiene sentido pero...
Le pregunto a mi hija por qué no ha recogido la ropa tendida y me contesta: «Es que tenía que estudiar». Después de colgarme de la lámpara y hacer tres mortales para no aterrizar en su cara con una patada voladora, me pongo a pensar que la gestión del tiempo de los adolescentes y los jubilados se parece muchísimo. Por alguna razón que ahora mismo no sé, porque afortunadamente no soy adolescente y desgraciadamente no soy jubilada, resulta que esos dos grupos poblacionales, si tienen que hacer una sola cosa en el día, eso les imposibilita para hacer nada más. Mi hija tiene que estudiar y eso, por lo visto, le impide recoger la ropa tendida. No voy a entrar a valorar que ni de coña me creo que haya estado todo el tiempo que está despierta, que tampoco es mucho, estudiando, pero en fin. Funciona igual si le dices: «Baja a la farmacia mañana»; y te responde: «Es que tengo que ir a Correos». Lo mismo pasa con los jubilados. A mis amigos en esta situación les digo: «¿Quedamos la semana que viene?» Y me replican: «El martes tengo médico». Yo me quedo estupefacta: «¿Y? ¿Te va a prohibir comer? ¿Te vas a mudar a su casa? ¿Te va a dejar en coma?» Un jubilado llena sus días y sus semanas con una sola actividad que, por lo visto, les imposibilita acomodar ninguna otra. Supongo que es porque cuando no trabajas te tomas la vida con tantísima calma que para qué embutir los días con una locura como ir al médico el martes y comer el viernes. No seré yo quien se lo diga, pero estando a muy a favor de vivir despacio... NO TE QUEDAN TANTOS DÍAS, CARIÑO. Estoy convencida de que no hay que vivir en la rueda de hámster en la que vivo yo, pero reconozco que cuando mis hijas me contestan cosas del tipo «tengo que estudiar», como si yo viniera de pasarme el día viendo cómo me crecen las uñas, tengo muchísimas tentaciones de ceñirme únicamente a mi trabajo y no hacer absolutamente nada más de la casa. «Mamá, ¿la comida?» «No hay, tenía que trabajar». «Mamá, me das la paga?» «No, no puedo, tengo que trabajar».
«Una buena definición de un hipercoche es un vehículo que nadie necesita». Me gusta leer el periódico en papel o The New Yorker porque es la manera de encontrarme con información que buscando no hubiera encontrado. Es como ponerte a charlar con un desconocido que no tiene nada que ver contigo. Hasta hace un mes no sabía lo que era un hipercoche, no sabía ni que existían. En un artículo de The New Yorker descubrí que son coches que cuestan del orden de dos o tres millones de euros, corren muchísimo pero no los puedes usar casi nunca porque no hay sitios para que corran tanto ni se puede pagar su seguro más que unos pocos días al año. No me interesan ni los hipercoches ni los coches en general, pero el artículo me engancha porque es todo tan ridículo que hasta los propios especialistas lo reconocen. “They have little value or no engineering value, or aesthetic value, or, frankly, functional value. I just think it 's appealing to the very worst of us”. Para sorpresa de nadie ese “us” es exclusivamente tíos mega ricos idiotas. No creo que con ninguno de ellos alguien quisiera enfrentarse a lo desconocido o ir con ellos a comprar el pan. Yo no quiero ni verlos de lejos. Vivía mejor sin saber que existían.
«Yo me quedaría todos los abrigos que Abu tiene en sus armarios de guardar abrigos». El otro día jugamos a qué te quedarías de otro en herencia si se muriera. Estábamos mis hijas, mi madre y yo, y en el juego no entraban las casas. Clara tenía clarísimo que ella quería los abrigos. Una decisión sorprendente teniendo en cuenta que ella jamás tiene frío. María pidió un sofá mecedora y yo un montón de cacharros de porcelana a los que ya les he ido mentalmente poniendo mi nombre y la mesa de despacho de mi abuelo. «Mamá, yo de ti me pido el coche», dijo María. «De ti no se me ocurre nada porque, total, ya está todo en casa», dijo Clara sonando bastante decepcionada. Mis cuadernos, los que llevo escribiendo desde 2008 y que creo que son mi posesión más preciada, levantaron cero interés. Por lo menos harán una bonita hoguera, muy cinematográfica.
“The worst day of your life is also the day that you remember the best”. Así es.
El próximo domingo, día 24, es la segunda sesión del Club de Podcasts encadenados. Estás a tiempo de apuntarte. La primera sesión fue muy divertida.
La mejor frase que capté al azar fue en un supermercado comprando café: "Hasta tu mejor amiga te puede dar torrefacto". La he incorporado como un refrán habitual en mi día a día.
Qué cierto lo de las adolescentes. Vuelvo de vaciar el lavavajillas y cargarlo con todos los platos que esperaban su turno en el fregadero - como ayer estaban viendo una película esa era la única actividad. Hoy cuando me pidan la comida voy a decir, “no hay, hoy me pinto las uñas”. Yo también observo y escucho en lugar de mirar el móvil, siempre que puedo porque ahora voy mucho en coche, lamentablemente, y eso te deja en tu burbuja. Pero sí observo e imagino dónde va la gente y sus vidas. Era un juego que tenía con Sofía cuando era pequeña. Siempre preguntaba por todo y cuando íbamos por la calle, o esperábamos al autobús me preguntaba “mami, dónde va ese señor” o “por qué corre esa señora”. Yo me inventaba la vida de esas personas “ese señor va a comprar un ramo de flores a su mujer porque hoy es su cumpleaños”. “Esa señora corre porque llega tarde a su clase de pintura”… Luego cuando iba siendo más mayor y por fin entendía que yo n conocía a todo el mundo, las historias las inventaba ella.
Gracias por hacerme recordar estos momentos tan preciados.