“Had it been punishment for a capital offence, it would still have been a cruel one”. Me reí al leer estas palabras de Carl Linnaeus a la vuelta del único viaje de expedición que hizo en toda su vida. El padre del método para clasificar todas las especies del mundo natural viajó una sola vez a Laponia y al volver decidió que no estaba hecho para la vida de aventurero (De ese viaje volvió con un traje completo de lapón y se presentó con él a pedir la mano de la chica que le gustaba). Leer «Si hubiera sido un castigo por un delito capital, seguiría siendo cruel» mientras volvía de Bruselas embutida en el asiento central de un avión que me dejaría en Madrid a las doce de la noche después de un día eterno me hizo sentirme un poco menos agotada1. Estaba en ese momento justo del viaje en el que dices: ¿Por qué?
Ha sido una semana rarísima, como si alguien hubiera jugado a mover los días de lugar. El lunes fue miércoles, el martes fue jueves, el miércoles fue viernes al despertar y después se transformó en lunes para por la noche sentirse viernes otra vez y el jueves era viernes mientras que el viernes fue el sábado de la semana pasada. Este caos temporal ha descompuesto la alineación de mis pensamientos y he sido incapaz de centrarme en una sola idea sobre la que escribir esta semana. Mi cabeza ha andado dispersa aunque ofuscada en extremo por una novela horrorosa, terrible, que he leído esta semana y de la que no puedo libraros. Moriría si lo intento y mi aprecio por la buena literatura y por el buen uso de vuestro tiempo no está por encima de mi vida y menos ahora que, según Tuseguridadsocial.com, solo me quedan 14 años, 4 meses y 3 días para jubilarme. Ya casi está ahí.
Bruselas en octubre parece Sevilla en marzo. Sol, calor, hordas de gente hablando por la calle y las terrazas llenas de parroquianos cenando en manga corta y bebiendo cerveza. Bruselas parece también la irreductible aldea gala. En el centro turístico los locales se suceden en una cadencia curiosa: una tienda de chocolates, una tienda vintage, una tienda de discos; chocolates, vintage, discos. De vez en cuando, salpicando esa sucesión aparece una tienda Magritte. Para que no te aburras con esta monotonía pasear por Bruselas es un poco como volver a 1990: Google Maps no funciona. Cuando lo usas, la flechita azul en la palma de tu mano se vuelve loca: no sabe ubicarse, desaparece, vuelve a aparecer en una posición que te hace sospechar si tendrás el poder de la bilocación y da igual el tiempo que camines en una dirección: siempre estás a 21 minutos de tu destino. A mí este desastre de geolocalización me encantó. Odio con toda mi alma Google Maps por varias razones. La primera de ellas es que para los que somos impuntuales pero vivimos con la ilusión de llegar a tiempo a nuestras citas que la puñetera máquina te diga: vas a tardar 14 minutos y vas a llegar a tu destino a las 20:12 es un mazazo de realidad muy desagradable. Yo siempre pienso: «eso lo dices tú, Google Maps, pero voy a correr y llegaré antes». Ni confirmo ni desmiento que, a veces, he llegado sudorosa y agotada solo por poder espetarle a la máquina: «Ja, son las 20:10». En segundo lugar, no me gusta Google Maps porque le quita emoción a la vida. No voy a decir esa cursilada de «me gusta perderme» porque no es verdad, pero encuentro que ir caminando mirando la palma de tu mano, siguiendo una ruta como un robot, avanzando como como si no pudieras fiarte de tu propio criterio, «dice que es por ahí», es terrorífico. (Yo estuve, una vez, a punto de matarme en La Palma por seguir uno de esos «dice que es por ahí»). Si yo fuera un malvado nivel extremo desconfiguraría por completo Google Maps. El mundo entero desorientado, perplejo, levantando la vista de la palma de su mano o del salpicadero del coche y dándose cuenta de que puedes orientarte con tan solo mirar un mapa y mirar alrededor. Lo emocionante que sería descubrir que has encontrado el camino más corto para ir a donde sea, solo a base de probar distintos itinerarios ¡Qué locura!
Breves apuntes de Bruselas:
Me ha sorprendido que los belgas son más altos de lo que esperaba y, también, hablan mucho más alto de lo que me esperaba.
Cené sola en un restaurante muy conocido en el que los camareros eran encantadores y parecían de Portland (OR).
Un hombre me regaló un pequeño envoltorio con 3 bombones de un chocolate delicadísimo para agradecerme el que hubiera contestado a todas sus preguntas en una charla. No recuerdo la última vez que algo me sorprendió tanto.
Mis nuevos pantalones favoritos son los vaqueros he heredado de mi cuñado. Voy a ir a comprarme tres pares iguales. De hombre.
En el evento en el que participé era la persona de más edad.
He sufrido microinfartos cada pocos segundos. En la M11 a las 7 de la mañana casi infarto al pensar que me había dejado el DNI en casa y que perdería el vuelo; perdí las gafas de ver aproximadamente cada 4 minutos; el móvil 23 veces al día hasta que me di cuenta de que, en estos vaqueros heredados, los bolsillos son tan grandes que el móvil cabe ahí holgadamente.
Lo mejor que he leído esta semana es un artículo sobre la industria de las devoluciones de las compras online: es interesante, divertido y confirma algo que todos sabemos: somos idiotas. Descubro que, en Estados Unidos, la mayoría de las devoluciones de compresores se deben a que “casi todos los que utilizan estas máquinas son hombres y no leen las instrucciones, así que los ponen en marcha sin conectarlos a la toma de agua y queman el motor”; y que las aspiradoras se devuelven porque cuando se paran a la mayoría de sus dueños no se les ocurre que hay que vaciarlas. ¿Cómo no nos va a volver idiotas Google Maps?
El artículo también explica que ya nadie arregla nada. Hace un tiempo dejamos de hacerlo porque “total, vale lo mismo uno nuevo”; pero, ahora, no arreglamos porque ya no queda casi nadie que sepa como hacerlo. Yo, por ejemplo, no sé arreglar nada pero he vivido rodeada de gente con ese don: mi hermano, mi madre, mi suegro. Arreglar cosas no es solo una habilidad, es un empeño emocional, una estrategia vital. Los pocos que quedan con ese don están impelidos por una fuerza superior que los empuja a no rendirse, a intentarlo hasta conseguirlo, siempre con unas gafas de ver de cerca en la punta de la nariz.
¿Por qué ya no arreglamos nada?
Necesito más camisas negras pero hoy me he comprado un traje pantalón de cuadros azules.
Odio a Juanes.
¿Qué día es hoy?
Al llegar a Barajas el avión me dejó en la T2 y yo tenía el coche en la T4. Esto me sentó regular, claro... pero me lo tomé con bastante filosofía y descubrí la curiosa fauna que a las 12 de la noche coge el bus que lleva de terminal en terminal. Llegué a casa a la 1:20 y me encontré con seis policías en el portal. Ha sido una semana rarísima.
Hola, Ana:
A mí me encanta arreglar cosas, aprendido en casa, de la mano de mi padre. Hombre sin estudios académicos pero curioso donde los haya. Y trabajador, muy trabajador. En casa no ha puesto un pie un técnico, lo mismo se recorría los tejados, te arreglaba el calentador del agua, te construía un muro, que te pegaba una suela de un zapato. Se ha hecho mayor, me di cuenta esta semana cuando me dijo, “niña tienes que llamar a un fontanero que la llave de paso no cierra”. Voy a echar de menos ese “dáselo a tu padre” de mi madre.
Feliz semana, bendita rutina.
Me encanta como cuentas lo de la semana loca. Coincido plenamente con esas sensaciones. La semana que viene, será normal? Iremos viendo según transcurra.
Gracias y buen domingo😘😘