Cuando era pequeña, cuando tenía ocho o nueve años, me daban mucha envidia mis amigos que cuando se ponían enfermos, se ponían enfermos muy bien. Se les coloreaban las mejillas, les subía la fiebre a cuarenta, les daban helado para las anginas y les dejaban estar en casa muchos días metidos en la cama, en pijama, y viendo la tele. A los que más envidiaba era a unos que en su cuarto, justo encima de sus camas, tenían pintado un mural de Tom y Jerry. Me parecía lo más, el sitio perfecto para estar malo. Yo nunca he sabido ponerme mala, para empezar es rarísimo que tenga fiebre y sin esas décimas, sin esa frase categórica con la que anuncias que tienes 39 y que certifica que efectivamente estas enfermo de verdad, mi malestar parece siempre una excusa, un escaqueo de la vida real.
Llevo cuatro días mala de verdad, enferma con mayúsculas, a lo bestia, con luces led, un cuerpo de baile de virus danzando con una coreografía sincopada1, rótulos luminosos y estertores de la muerte. No sé dónde ni cómo he pillado un gripazo monumental, la madre de todas las gripes. Me duele la cabeza, se me caen los mocos, tengo una tos que me destroza las costillas cada vez que me arranco a toser, no puedo respirar, mi garganta es una especie de plató de duelos de esgrima, con espadas y puñales que me rascan cada vez que trago saliva, cada vez que respiro por la boca porque la nariz la tengo taponada. Otras veces los mocos desaparecen como por arte de magia y entonces me entra demasiado aire y descubro un dolor nuevo dentro de las narinas. Me duelen los riñones, las escápulas, las plantas de los pies y las manos. No tengo olfato ni oído ni gusto. Me he convertido en una especie de ser gelatinoso sin fuerza, al que sus horas y horas de rutinas con Heather no le han servido de nada. No tengo fuerzas ni para abrocharme el pijama. Cada vez que, en la cama, consigo girarme me quedo varada como una ballena, respirando despacio y esperando a que todos los relámpagos de dolor se apaguen. Escucho podcasts en la cama, toda la noche, en un duermevela de dolor, lamento y sueño que interrumpo solo para levantarme y tomarme una couldina o un ibuprofeno, algo que alivie un poco el duelo de espadachines de mi garganta.
El viernes, en el sofá, estando sola en casa me puse a llorar. Me encontraba tan mal que decidí dejarme ir por la autocompasión aprovechando ese momento de soledad. Recordé entonces que fue justo hace 10 años, en enero de 2015, en lo más oscuro de mi depresión, cuando estuve tan mala como ahora. En aquel entonces me agarré una sinusitis que me hizo desear arrancarme la cara. Esto no es tan doloroso pero es muy incapacitante: tenía grandes planes para escribir, por ejemplo, sobre lo que me ha inspirado un artículo que he leído acerca de la historia de las ordenadoras de casas. Para mí, esta profesión no existía hasta que la descubrí en Instagram, y reconozco que me obnubila porque me parece el retorcimiento absoluto del capitalismo. «Tienes muchas cosas, tu casa está llena de ruido visual, lo que tienes que hacer es tener menos cosas pero para eso necesitas comprar las bolsas de tela X, las cajas de almacenaje P, los organizadores de cajones S, las perchas Z y las cajas para cables B, además de pagarme a mí para que te ordene tus cosas, te organice los armarios o te cambie la ropa de temporada dos veces al año». Que en todo este razonamiento hay algo perverso creo que no se le escapa a nadie, y que en ese tipo de contenido hay un componente hipnótico muy peligroso y adictivo lo sabemos todos.
Pues leyendo este artículo he descubierto que las primeras organizadoras de casas surgieron en los años 70 en Estados Unidos y que su mayor problema, por aquel entonces, era explicar a qué se dedicaban, cuál era su trabajo. Cuando decían que querían dedicarse a ordenar cocinas, a organizar armarios les decían, «Ah, quieres ser ama de casa» y ellas contestaban «No, no… Ordeno armarios y luego me voy a mi casa». Otra, que en 1975 puso un anuncio de siete palabras en un periódico, sólo recibía llamadas de hombres creyendo que ofrecía servicios sexuales. Uno de ellos, cuando ella le dió su tarifa le dijo: «Si eso es lo que cobras evidentemente no haces lo que yo creía». No tengo ni idea de lo que cobra ahora alguien que organiza casas, pero me juego las dos manos a que no es barato. Me parece bien, han encontrado un nicho de mercado muy específico, un nicho de mercado de gente con dinero que puede comprar cosas y además pagar para que se las ordenen y sus tarifas deben ser acordes con ese trabajo para ricos.
Tenía planes para seguir ese hilo conductor y escribir algo sobre otra falsa necesidad creada por las redes pero siento que no soy capaz, que mi cabeza se embarulla y no es capaz de hilar nada con sentido. Mi cuerpo se niega a esforzarse y mi mente le sigue la corriente. Llevo unas semanas de trabajo horribles, con un deadline terrible acechando y con pesadillas todas las noches. Desde el miércoles esa preocupación ha entrado en pausa y lo que antes me parecía imposible hacer en 4 semanas ahora creo que podremos hacerlo en 3, o incluso en 2 y media, y si no es así ¿qué más da? Esta gripe brutal que me ha dejado KO pero que, con suerte, no me matará, ha puesto mi vida en pausa. Todo lo que tenía que hacer, todo lo que había planeado, cada una de las obligaciones y tareas pendientes que hasta el miércoles eran inamovibles, se han disuelto en este terrible malestar. Sé que este «lujo» de pasarme cuatro días, por ahora, entre el sofá y la cama se lo debo también a tener hijas mayores. Me da igual que coman, que no coman, si van a clase o no van, si tienen ropa limpia o no: no me necesitan para nada de eso, así que, además de pausar el trabajo, puedo pasar esa parte de la vida y «enfermar». Cuando eres niño lo que te gusta de ponerte enfermo es todo lo que te dejan hacer que tienes prohibido el resto del tiempo: ver la tele cuando quieres, estar todo el día en pijama, que tus padres estén pendientes de ti, poder elegir lo que comes y cuánto comes. Cuando eres adulto no te gusta estar enfermo, pero lo único que tiene de bueno es todo lo que puedes dejar de hacer: trabajar, ir a la compra, cocinar, limpiar, lavar, ducharte, preocuparte por lo que haga Trump, Musk o el presidente de tu comunidad de vecinos. De niño, cuando te ponías enfermo tu vida cogía un desvío que molaba mucho; de adulto, con suerte, consigues poner tu vida en pausa, darte un respiro (hablo de catarros, gripes, cosas de estas ¡eh! No de cosas graves). Por eso lloré el viernes por la tarde en el sofá. Estaba viendo The Pitt, una serie de médicos que se pasean de enfermo en enfermo siendo ellos casi más desgraciados que los pacientes, cuando me descubrí llorando bonito. Primero fueron lagrimones, luego hipidos que, al mezclarse con un ataque de tos, se convirtieron en sollozos y, después, poco a poco me fui calmando. Me puse a llorar para desahogarme, para dejarme ir, para poder decir «joder, me encuentro fatal, me duele todo». Y en esas estaba, llorando a moco tendido cuando llegó Clara de clase.
Entró, me vió llorando y me dijo: «No me acerco que me lo pegas».
A ver si por lo menos consigo que me haga un dibujo de Tom y Jerry y me prepare una sopa.
PS: gracias por leerme esta semana y llegar hasta aquí. Me ha costado la vida conseguir escribir algo. No soy capaz de poner esto en pausa.
Este es uno de mis videos más favoritos de internet. En 1972 Adriano Celentano se inventó una canción a la manera americana para demostrar que podía hacer un éxito como ellos. La letra es inventada, no es inglés, no es italiano, es una genialidad. La coreografía con él, la Carrá y un ejércido de bailarines es una cumbre de internet. De tanto en tanto el video entero está en Youtube pero luego lo capan y hay que ir buscándolo a trozos. La canción se llama Prisencolinensinainciusol
Creo que te gusta leer Cosas que (me) pasan. ¿Has pensando en suscribirte? Me encantaría que lo hicieras y te lo agradecería infinito. Tendrías acceso a este despelleje y a todos los demás, al club de escucha y al chat. La próxima sesión del club es el 9 de febrero y en el chat estoy compartiendo cosas de Orbela. Si, además, te haces miembro fundador, piénsalo ¿cuándo has sido fundador de algo?, hasta recibirás una carta manuscrita y varias tarjetas necesarias para tu vida con frases como “Me quiero ir a casa a leer” o “Desde tan abajo no explico”. ¿Cuándo fue la última vez que abriste el buzón y había una carta para ti?
Buen gripazo!! Ya te queda menos. Gracias por recordarnos aquellas fiebres de nuestra infancia y sobre todo gracias por el esfuerzo de mandarnos puntualmente la newsletter. Pero puedes ponerte en pausa de esto también ¿eh? Un fuerte Abrazo de cuidados!!
¡Cuídate mucho Ana! Y por nosotras no te preocupes, si hay que comerse la uñas por no tener newsletter, pues nos las comemos y listo!