Cuando era pequeña me maravillaba cómo mi madre, a base de paciencia y repetición, conseguía dejar los envoltorios de los caramelos o los bombones perfectamente lisos, brillantes de nuevo, casi para estrenar. Papeles de bonitos colores llamativos: rojos, azules, verdes, plateados, dorados. Desenvolvía un bombón y, mientras lo paladeaba, estiraba el envoltorio, y cuando se había asegurado de que las esquinas no estuvieran dobladas, sólo entonces, comenzaba a pasar el dedo meñique por el papel de arriba a abajo, de arriba a abajo, en un movimiento que al principio parecía no tener efecto alguno sobre las arrugas, pero que con paciencia y tiempo iba poco a poco convirtiendo toda doblez en una superficie lisa, brillante, apetecible. Mis hermanos y yo nos peleábamos por esos papeles: en ellos había una promesa de novedad, de estreno, algo casi mágico. No hubiera podido expresarlo entonces, pero esos retales de celofán vueltos a su estado primigenio nos transmitían la sensación de que todo podía volver a ser nuevo, a disfrutarse una y otra vez.
El papel que el jueves por la noche metí en mi diario es verde brillante con dos tonalidades diferentes. Una más amarilla en el centro y otra más tirando a verde botella en los extremos del rectángulo. Sobre ese verde hay dibujadas sesenta margaritas con brillantes botones amarillos en su centro y estilizados pétalos blancos con sombras azules en las más grandes. En los laterales están emparejadas y alineadas, mientras que en el medio rodean un círculo desigual en cuyo centro se puede leer algo así como uykepkn en blanco; y debajo, en letra más grande y color azul, Pomawka. Justo debajo de las tres últimas letras parece que pone Poweh.
Es precioso.
Dentro había un bombón alargado de un chocolate con leche muy suave y algo en su interior ligeramente picante, con ese picor de los polvos pica-pica que provoca en la lengua curiosidad, diversión. Este bombón venía dentro de una bolsa de papel blanco llena de caramelos ucranianos que Anastasia, una jovencísima periodista ucraniana, repartió entre los asistentes a la academia de podcasts que esta semana organizaba, en Milán, el proyecto europeo que coordino. El jueves, después de cuatro días de intensa convivencia entre todos los estudiantes, cincuenta, y con los profesores y organizadores, teníamos una fiesta para relajarnos, divertirnos, charlar. Anastasia se acercó a la mesa en la que yo estaba, me ofreció esa pequeña bolsa llena de chucherías y me recomendó sus favoritos: entre ellos estaba el de las margaritas.
Anastasia es joven, muy joven. Rubia y, sé que esto va a sonar cursi pero es que es así, con el pelo del color de un campo de trigo en septiembre. Lo lleva en una media melena suelta con raya al medio que se recoge de vez en cuando en una coleta baja. La noche del jueves llevaba el pelo recogido así, un pañuelo de intensos colores rojos azules y negros anudado con elegante descuido a su larguísimo cuello y un par de camisetas de tirantes negras sobre una piel blanca, impoluta, casi a estrenar. Mientras hablaba con ella me fijé en esos detalles porque todo lo que me estaba contando me estaba conmoviendo tantísimo que no quería que se me olvidara nada. Como estábamos al lado del grupo musical que amenizaba la velada le pedí que se cambiara de sitio y, entonces, se acomodó a mi lado en una banqueta alta y empezó a contarme que ella quería hacer un podcast sobre los combatientes internacionales que han llegado a Ucrania para ayudarles. Se enamoró de esta idea, supo que quería hacerlo, que lo haría, cuando a los pocos días del inicio de la guerra y mientras trabajaba como intérprete para un periodista británico en la frontera de Ucrania con Polonia se encontraron con «dos hombres británicos muy muy jóvenes» que lo habían dejado todo y se habían cruzado Europa para llegar allí. Mientras todo el mundo quería salir de Ucrania, ellos querían entrar porque sentían que tenían que ayudar. «Me conmovió sentir que desde tan lejos querían ayudarnos», me dijo. Ha conocido a muchos así y quiere hacer ese podcast, siente que tiene que contar esas historias. Hablamos de muchas cosas, de lo que había supuesto para ella la oportunidad de venir a esta academia, de cómo había escuchado Pack One Bag (un podcast que he recomendado mil quinientas veces y cuyo autor había venido el día anterior a dar una charla) en un tren desde su localidad natal a Kiev, de camino a Milán, y le había dado optimismo y esperanza porque se había dado cuenta de que todas las guerras acaban y se dejan atrás. A veces, sus ojos azules se llenaban de lágrimas mientras yo contenía las mías porque sentía que si empezaba a llorar no podría pararlo. Me sentí conmovida, muy conmovida, pero, sobre todo, sentí vergüenza, envidia, admiración, muchísima admiración.
Sentí vergüenza porque, en un primer momento, mientras hablábamos, quise protegerla. Pensé que podría, que debería protegerla, antes de darme cuenta de que, si acaso, era ella la que podría protegerme a mí. De Anastasia, en un primer momento, a lo lejos, de un primer vistazo sin fijarte, puedes sacar la conclusión de que es frágil, alguien a quien hay que cuidar y proteger porque es tal su delicadeza que puede quebrarse en cualquier momento. Cuando te fijas, cuando la tienes cerca y la escuchas hablar con una voz dulce pero poderosa con la que articula un discurso en el que cada palabra está esculpida con todas sus letras, cada concepto tiene su peso y su significado, te das cuenta de que dentro de ella hay una fuerza y un peso al que tú, yo en este caso, no podemos ni siquiera acercarnos. Jamás tendré esa fortaleza, ese empuje, esa entereza. No lo he tenido nunca. Sentí vergüenza por tener ese pensamiento cutre, pobre, condescendiente. Sentí envidia por su decisión, por su empuje, por tener tan claro lo que quiere hacer en la vida, «ayudar a la gente» y «dar las gracias a los que nos están ayudando». Me sentí miserable y avergonzada y, después, sentí admiración por ella y un agradecimiento infinito al destino, y un poco también a los fondos de la Unión Europea, que me había permitido conocerla, charlar con ella, admirarla.
Llevo tres días pensando en Anastasia. En todo lo que me removió conocerla, en lo que hablamos, en cómo ayudarla y también en lo fácil que es mi vida. He recordado una tarde de marzo de 2022, poco después de empezar la guerra en Ucrania, en la que de vuelta a casa mientras escuchaba un episodio sobre esos primeros días de la invasión y pensaba en cómo mi vida podría cambiar, de un día para otro, como la de los ucranianos. Me pregunté si la gente que me cruzaba por la Gran Vía habría tenido ese pensamiento a lo largo del día, en si se habrían parado un momento a pensar en cómo sería sentir que su casa podría ser bombardeada, si no tuvieran un trabajo al que ir, un lugar seguro en el que vivir, comida, agua, calefacción. Sentí vértigo, miedo, ansiedad. ¿Cómo sería vivir así? ¿Sería capaz? La guerra sigue, mi vida también y se me ha olvidado ese miedo.
Tengo en mi mesa un puñado de caramelos de la bolsa de Anastasia. Los voy a dejar ahí. No quiero que se me olvide. Ni ella, ni la guerra, ni Ucrania, ni la sensación de vergüenza, envidia y admiración que sentí hablando con ella.
El papel verde de las margaritas voy a estirarlo, desdoblar sus esquinas y acariciarlo con mi meñique durante todo el tiempo que haga falta hasta que todas las arrugas desaparezcan, las dobleces sean imperceptibles y el papel brille como si estuviera nuevo. Entonces lo pegaré en mi diario deseando que ese poder mágico que sentía de niña, esa sensación de que todo puede estrenarse de nuevo, resurgir, le llegue a Anastasia.
Hay gente que te cambia la vida porque nunca la vas a olvidar.
*Buscando la foto he descubierto que donde parece que pone Pomawka en realidad se lee Romashka (está en cirílico, claro) y esto significa manzanilla en ucraniano, así que las flores no son margaritas, son flores de manzanilla.
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Antes de que dijeras que quien te dio ese caramelo era ucraniana lo he podido adivinar.
La primera persona que me dio un caramelo así fue A., una vecina del pueblo (el pueblo de mi marido, un pueblo de 800 habitantes en verano en la frontera con Cuenca). A. es ucraniana, su marido M. es lituano; entre ellos hablan en ruso. Viven de alquiler en el piso de arriba de una casita muy humilde. A. era maestra en Ucrania. M. es su segundo marido, y aquí trabajanban en el campo; se jubilaron y decidieron quedarse. A. tiene un hijo en el ejército, cerca de Kiev. Acaba de tener un nieto: están muy contentos porque eso significa que la familia tendrá futuro. Han ido a conocerlo y han vuelto felices. Cuando vuelven de Ucrania le dan siempre caramelos a mi hija, unos con margaritas, otros con una especie de bogavante. No salen mucho de casa, pasean por el patio interior que compartimos con un rosario en las manos.
S. era estudiante de dos de mis asignaturas. Era muy tímide, hablaba muy mal en español, y se definía nb. Su letra era muy complicada de entender. Una vez vino a mi despacho a una tutoría, y al salir me dejó un puñado de caramelos con margaritas y bogavantes.
M. es mi vecina, era profesora de matemáticas en Ucrania y emigró hace mucho; tiene dos años más que yo, un hijo y una hija un año menor que la mía. Nuestras hijas siempre están jugando en la calle; van juntas a natación; pasan de casa en casa como si fuera suya y les damos la merienda a la hora que toque. La nena dice que cuando sea mayor, irá a conocer Ucrania; ahora no puede porque hay guerra. Aún así, M. pasó el verano pasado en su pueblo, asistiendo a su madre durante las semanas en las que el cáncer se la llevó. Se lamenta de no haber podido salvarla. No le queda nadie en Ucrania. La vecina de su madre cuida lo que queda de la casa; a cambio M. le manda algo de dinero, o comida. A cambio su vecina le manda caramelos con margaritas y bogavantes, que algunas veces llegan a mi casa.
En aquellos día de marzo de 2022, yo era una de esas personas de las que hablas, que al ver la invasión de Ucrania, la creía muy lejana en el espacio. Me indignaba y me conmovía, como no podía ser de otro modo, pero estaba muy lejos. No mucho después, si no recuerdo mal, escribiste una newsletter que hablaba de lo que pasaría si un día, dd repente, nos pasara a nosotros. Ahí, en lo que contabas, me paré a pensar, que lo que alguna vez nos pareció lejano y ajeno, también puede sucedernos. Y hoy por hoy, parece estar mucho más cerca.
Preciosa tu carta, Ana. Me parece estar viéndoos alisar, con esmero, el envoltorio del caramelo, exactamente igual que lo alisaba mi abuela.