Es sábado por la mañana y después de desayunar me he vuelto a la cama. He colocado el cojín grande a mi espalda y he estado brujuleando por internet con el ordenador sobre las rodillas. Me he despertado a las ocho gracias a la pastilla mágica que mi cuñada me dió ayer para la contractura muscular que tengo en el cuello. Al despertar me sentía fresca y descansada pero no me he levantado. No, no, no. He dado tres pasos hasta la ventana y he abierto las cortinas para ver el jardín. Estrictamente, desde la cama no veo el jardín: veo los pinos y los álamos y al fondo La Peñota y la ladera que corre hasta Montón de Trigo, aunque hoy la cumbre está oculta por un manto de nubes que no tiene pinta de ir a desaparecer en todo el día. Todo está en calma. Escucho pájaros y el rumor lejano de la caldera que, de vez en cuando, ruge echando bocanadas de humo blanco que yo, desde aquí, no veo porque está al otro lado de casa, debajo de las ventanas del dormitorio de mi madre. Antes de bajar a desayunar he terminado de leer Como bestias, de Violaine Bérot. He desayunado con mi madre y ha ido sorprendentemente bien. Ella con su café leyendo en su tablet y yo con mi té y mi New Yorker. Hemos sido capaces hasta de hablar de política sin discutir. Es lo que tiene Trump, que pone a casi todo el mundo medianamente inteligente de acuerdo. «Ya casi tienes el pelo tan largo como yo». Cada vez somos más Vivian Gornick y su madre. (Salvando las distancias, claro. Ojalá escribir yo como la Gornick). Como te decía, me he vuelto a la cama a echar un rato con el ordenador y he pensado que he estado mucho tiempo sin hacer esto. Me he preguntado por qué. Recuerdo mañanas y mañanas de repetir esta rutina. «Ahora no tengo tiempo», he pensado. Pero ¿cómo es posible? No lo entiendo. Mis hijas ahora son mayores, no tengo que ponerles el desayuno, ni vestirlas ni entretenerlas ni vigilarlas. Ahora, además, he perfeccionado mi técnica de decir que no a todos los planes posibles hasta el punto de tener todos los fines de semana a mi disposición sin obligaciones de ningún tipo. ¿Por qué no puedo disfrutar esto casi nunca? Algo estoy gestionando mal.
Esta mañana he decidido hacerlo bien. He vuelto a la cama, he repasado el correo, he publicado mi consejo de todos los sábados.
y he compartido, como hago cada primero de mes, portadas del New Yorker del mes correspondiente.
Mientras me dedicaba a todo esto, tenía un runrún en la parte de atrás de mi cabeza, en la zona que va desde la línea de las orejas hasta la nunca, que es el espacio que tengo dedicado a lo que escribo. El runrún venía sonando desde ayer por la tarde, cuando fui a cuidar a mis sobrinos y me llevé el ordenador pensando que en un ratito apañaría algo. Lo intenté, pero no se me ocurría nada. Toda la escena de Trump con Zelensky se me atragantó tanto que sentí ganas de llorar y gritar de rabia. «Ojalá tener el autocontrol de Zelensky», escribí. Una parte de mí me decía que me dejara llevar por ese impulso y escribiera algo rabioso, hostil, agresivo; pero otra parte de mí pensaba que para qué, que el mundo no necesita más rabia, más agresividad. ¿Y qué me importa a mí el mundo? Yo no escribo para el mundo, lo hago para mí y la verdad es que lo último que necesito es más rabia. Necesito un rinconcito de calma, un recoveco en el que refugiarme del caos exterior y sentirme a salvo. Un sitio bonito, acogedor, tranquilo, en el que apreciar los pequeños detalles que configuran mi vida real, lo que (me) pasa cada día. Como este cuarto que más pronto que tarde abandonaré por otro en el que ya me imagino durmiendo. ¿Cómo me sentiré allí?
Sobre la mesa que tengo debajo de la ventana están los planos de la reforma de Orbela. Los miro una y otra vez intentando imaginar cómo quedará, cómo será vivir en ella, cómo seré yo en ella. Tengo dudas, claro. Muchas. ¿Me cabrá el escobero? ¿Y la despensa? ¿Cómo organizaré la librería? ¿Tendré frío en mi estudio? ¿Qué suelo elijo? ¿Me gustará dormir, como los americanos, con la cama debajo de la ventana? ¿Será la escalera sin barandilla demasiado peligrosa? Y, sobre todo: ¿Quién seré yo en esa casa?
María tose en la habitación de al lado. Tiene asma. Adora a los perros, no puede separarse de ellos, pero le dan una alergia brutal que luego la deja baldada. No le importa. A mí sí, pero no me veo capaz de privarla de ese amor. Habíamos quedado en que me ayudaría hoy a cargar el coche de trastos de Orbela para llevar al punto limpio, pero no quiero despertarla aunque ya sean las 11 de la mañana. Iré yo sola, no me importa. Me gusta estar allí, sola, trajinando, como imagino que serán mis próximos años. Hoy, cuando acabe de escribir, me pondré la ropa de faena y subiré a Orbela, abriré la verja verde que siempre se atasca y meteré el coche en el jardín. Antes de entrar rodearé la casa, comprobaré las ramas del almendro que ya estaban florecidas la semana pasada y si el resto de los árboles han empezado a brotar. Después entraré, encenderé las luces y me pondré los guantes. La semana pasada rompimos un par de armarios viejos y muy destrozados que quedaban en los dormitorios del piso de abajo y dejamos sus restos en el salón. Hoy los acarrearé hasta el coche y cuando ya no quepa ni una madera más los llevaré al punto limpio. Con suerte me dará tiempo a hacer un par de viajes. Serían más si no me hubiera vuelto a la cama a mirar por la ventana, leer, escribir y pensar, pero ¿qué prisa tengo?
Dicen que esta tarde nieva.
Al final sí he conseguido un remanso de paz.
Nextdoor, la editorial en la que publiqué Los días iguales cierra a finales de este mes. Ayer conté toda la historia en unas stories de Instagram. Si te interesa el libro durante el mes de marzo habrá grandes descuentos. Ahora mismo lo puedes comprar al 50%, por 12,50 €. Está mal que yo lo diga pero es un libro precioso.
Como parece que te gusta leer Cosas que (me) pasan. ¿Has pensando en suscribirte? Si te suscribes hoy, tienes una semana gratis para probarlo todo y ver si te merece la pena. Me encantaría que lo hicieras y te lo agradecería infinito. Tendrías acceso, por ejemplo al despelleje de los Oscars y a todos los demás, al club de escucha y al chat. Si, además, te haces miembro fundador, piénsalo ¿cuándo has sido fundador de algo?, hasta recibirás una carta manuscrita y varias tarjetas necesarias para tu vida con frases como “Me quiero ir a casa a leer” o “Desde tan abajo no explico”. ¿Cuándo fue la última vez que abriste el buzón y había una carta para ti?
Mi reacción ante lo de Zelenski y Trump está a medio camino de la desolación y la furia infinita. Un puñetazo en la cara del paisano anaranjado no habría solucionado nada (posiblemente todo lo contrario), pero creo que me habría sentido muy a gusto durante un puñado de segundos (antes de que la culpa me inundase). Por suerte, no tuve que pasar ese trago :/.
PS: Me has recordado que hace varios años que no subo al Montón de Trigo (desde el otro lado de la Sierra le ponemos artículo). Posiblemente, sea la primera ruta de montaña de la primavera, que bien merecerá la pena.
Me ha gustado mucho este post, porque en la sencillez, en detalles personales es dónde veo un poco la persona detrás de las letras
Pd. Yo tengo también portadas del Nyorker guardadas, algunas las dibujo y todo ❤️❤️