«Otro miércoles que creía que era jueves. Por lo demás sin novedad. Temiendo que voy a tener unas no vacaciones», escribí el año pasado por estas fechas. Escribir diarios no sirve para casi nada, por mucho que en miles de publicaciones, reels y charlas hablen de los beneficios de escribirlos. Cuando digo que no sirve para nada me refiero a que no te hacen pensar más claramente ni por escribirlos vas a descubrir que tienes un talento innato para nada. Además, tus diarios son algo que no le interesan a nadie en todo el planeta, y cuando digo a nadie es así: es raro que tú mismo los encuentres interesantes, que encuentres el momento siquiera para volver a ellos. Lo sé porque yo los escribo desde hace años. Casi cada noche, con una pereza máxima, justo después de acostarme escribo lo que he hecho en el día, que siempre es muy poco interesante. Cuando termino un cuaderno lo guardo en una caja negra dentro de un armario en mi cuarto de Los Molinos. No sé cuántos puedo tener: muchos. Diarios de vida, diarios de lecturas, diarios de viaje. ¿Cuándo los leo? Nunca. A mis hijas siempre les digo que es lo más valioso que van a recibir en herencia, mis cuadernos. Les servirán para conocerme más allá de ser su madre y para descubrir algunos secretos que no se esperan y que les darán muchísima vergüenza. Casi lamento perderme sus caras cuando los descubran. Eso si los descubren, porque a lo mejor al heredar queman la caja o ni tan siquiera: todos esos millones de palabras acaban en un contenedor de reciclaje. (Nota mental: poner en mi testamento que mis cuadernos y papeles los quemen en una hoguera, me apetece un poco de mística y misterios).
«Veo fotos de cuando María era pequeña y sonreía iluminando el mundo con los ojos brillantes por la curiosidad y me pregunto dónde está esa niña, si todavía existe y si volverá a aparecer. Cuándo se dará cuenta de lo que se está perdiendo». Esto lo escribí por estas fechas en 2020, durante un viaje a Ibiza. Nos fuimos allí de vacaciones, a casa de mi prima, justo cuando abrieron las restricciones para viajar, el 1 de julio. Con mascarilla, distancia y gel por todas partes. Era cuando no sabíamos si saldríamos de ésa, cuando no había vacunas ni planes claros de tenerlas y yo veía a María enganchada al móvil sin parar. No quería regañarla porque entonces se replegaría más y no quería enfadarme porque eso enfanga el ambiente de cualquier viaje. Últimamente me enfado menos, mucho menos, tan poco que casi estoy asustada. Tampoco tengo cambios de humor. No sé si alegrarme o empezar a preocuparme porque esa etapa de furor descontrolado mezclado con alegría histérica y llanto sin control que auguran con la menopausia me esté esperando a la vuelta de la esquina. María volvió a ser esa niña: sigue mirando el móvil, pero su curiosidad y sus ganas de hacer mil cosas han vuelto. Qué suerte tengo con mis hijas.
En julio de 2018 copié esta frase de una entrevista a Chimamanda Ngozi Adichie: “I don't like reading fiction that is very ideologically consistent and where everybody does the right thing all the time. Life isn't like that and fiction has to be about the real texture of life”. No puedo estar más de acuerdo. Además, tampoco me gusta leer autoficción del lamento y la queja.
«Durante muchos años mi hijo me ha estado pidiendo amor; yo estaba deprimido, descontento con mi vida, y lo rechacé pensando que un día me encontraría mejor. No sabía que esos años iban a ser tan cortos. Entre los siete y los doce años el niño es un ser maravilloso, amable, razonable y abierto. Vive lleno de alegría y tiene un juicio perfecto. Está lleno de amor, y se conforma con el amor que quieran darle. Y después todo se echa a perder. Irremediablemente, todo se echa a perder». Copié este fragmento de Las partículas elementales, de Houellebecq, en julio de 2019.
«Leo esto en medio de lo que están siendo unas vacaciones terribles. En realidad, no sé si son terribles o si, una vez más, yo había puesto las expectativas demasiado altas. Esperaba tranquilidad, calma, risas, complicidad, diversión y lo que tengo con las niñas es indiferencia, silencio, apatía, aburrimiento y, a veces, hasta desprecio. Me preocupo y me enfado a partes iguales. No sé cuánto es por “su culpa”, por ser adolescentes, cuánto por la mía, por haberlo hecho mal desde el principio. No sé ser madre». Está claro que estaba en un momento dramático de apreciación de la realidad y que mis hijas estaban insoportables. Para esto sirven los diarios, para pensar en lo diferente que sería la vida si, por ejemplo, mientras escribía esas palabras antes de irme a la cama en Benidorm hubiera aparecido mi yo de ahora, el de 2024, y me hubiera dicho: «ni te preocupes, las niñas van a salir maravillosas y te lo vas a pasar con ellas en grande. Vais a ser las Gilmore». Nos hubiéramos ahorrado esa prosa dramática.
En 2014 andaba leyendo a Chirbes, no recuerdo dónde estaba; «A él la dureza no le da miedo, lo que lo asfixia es este agobio de hacer todo aquello en lo que no crees, y no hacer nada de lo que quisieras hacer, de lo que sabes que, si hicieras, acabarías siendo lo que tú eres, dando de ti lo que estás convencido de que, con el viento a favor, puedes dar». Hay veces en las que leo citas que apunté hace cinco, ocho, diez o dieciséis años y me doy cuenta de que me llamaron la atención en ese determinado momento por la circunstancia vital en la que andaba enredada por entonces. Otras veces son citas con las que, muchos años después, sigo resonando. Que hace diez años ya supiera esto, que lo peor es el agobio por no poder hacer lo que quieres, no me consuela. ¿Es imposible salir de ese bucle? No lo sé. Quizá haya gente por ahí que lo consiga, pero el tema es que nuestros anhelos van cambiando con la edad y el tiempo. ¿Se puede salir del «agobio de hacer todo aquello en lo que no crees» y llegar a «lo que quisieras hacer»? Tampoco lo sé. El «lo que quisieras hacer» no es siempre el mismo. No quiero repetirme, pero el mío, ahora mismo, es jubilarme… que es un «lo que quisieras hacer» que no tenía hace 10 años.
En 2011 todavía no me había divorciado pero la idea de hacerlo empezaba a flotar en mi cabeza o, mejor dicho, no la idea, pero la sensación, la inquietud, la certeza no deseada de que algo no funcionaba estaba ahí ya. Quizá por eso copié este fragmento de un libro del que no recuerdo casi nada pero al que he vuelto en mis cuadernos para descubrir, entre otras cosas, que hace trece años tenía una letra más bonita, mis cuadernos eran rayados y escribía más pequeño: «Seamos sinceros. No hemos pasado mucho tiempo juntos. Parece que tú y yo hemos aprendido un montón de cosas desde la guerra: un montón de cosas que yo no quiero saber. Hemos aprendido a arrastrarnos de un día al siguiente sin experimentar más emoción verdadera que la angustia. Hemos aprendido a hacer el amor sin pasión. Hasta hemos aprendido a no pelearnos, ¿no es cierto?». (El hombre del traje gris, Sloan Wilson)
Hace un par de años, tal día como hoy, se acababa el viaje de mi vida. Llegábamos al último camping antes de volver a España. Escribí esto: «La llegada al camping ha sido un poco rara porque la host nos ha recibido a gritos y al principio no ha reconocido nuestra reserva porque le hemos dicho que éramos Pérez y ella tenía apuntada Serrano. Lo de los dos apellidos para los americanos es como si les hablaras de escritura jeroglífica. Es una mujer grande, muy grande, colorada de piel y roja su camiseta, con gorra de baseball y un pañuelo al cuello. Juan la ha desarmado con su dulzura y su política de sonreír a todos los extraños porque no puede soportar la idea de caer mal. Saber que éramos españoles la ha relajado y ha dejado de estar tan colorada. Nos ha contado que estuvo en el ejército en Manheim, Alemania, y que le encantó pero que luego la llamaron al desierto y allí le pegaron un tiro, pero bueno, “eso es otra historia”, nos ha dicho. Suavizada su hostilidad he temido que se viniera con cervezas y la pistola que seguro lleva a cenar con nosotros, pero se ha contentado con decirnos que le preguntáramos lo que necesitáramos. Recoge gatos callejeros, el año pasado tuvo 26 en su casa y nos ha dicho que nos acercáramos a su caravana a darles cariño. Ni de coña. Prefiero las cervezas y la pistola». También en ese viaje escribí: «Sé que volver aquí no va a pasar nunca más en mi vida. Esto es algo que estoy haciendo por primera y última vez en mi vida. Este lugar seguirá aquí cuando me muera y mi paso por aquí solo tiene trascendencia en la manera en la que yo lo vivo y lo estoy compartiendo con mis hijas para que lo recuerden. Para ellas la frase “nunca se sabe” abarca cualquier experiencia, en sus vidas todo es posible. En la mía ya no. Es una certeza extraña, es otra de esas cosas nuevas de llegar a los cincuenta».
«¿Sabe usted lo que es la galerna? Es como el amor, pero en meteorología». (Cabaret Biarritz, José C. Valdés). Al releer esta anotación de 2015 he pensado que llevo años diciendo que cuando tenga mi propia casa la llamaré Orbela, pero quizás La Galerna sea mejor nombre. Tengo tiempo para decidir, queda un trecho hasta que tenga mi propia casa con una puerta en la que poner un nombre.
El año pasado veo que también llegué a julio desfondada. «Otro día más sin pena ni gloria batallando con lo que mis compañeros llaman “lo de Europa”. Es como remar en chicle».
«Siempre tengo la sensación de que habría podido gustarme la música pero que se me escapó por un trágico error», escribía Natalia Ginzburg en Las tareas de la casa y otros ensayos, un libro que me gustó tantísimo que en 2016 escribí sobre él: «Me ha llevado una semana copiar todas las esquinas dobladas y me he dado cuenta de que hay capítulos que debería releer hasta aprendérmelos de memoria». Releyendo mis notas he pensado que sí, que debería volver a él y que comparto con Natalia su especial relación con la música. No es que no me guste, pero no es ni vital ni siquiera importante en mi vida, puedo pasar semanas sin acordarme de ella para luego, a lo mejor, entrar en un bucle musical de repetición eterna hasta cansarme. Aún así, a la música, a la distancia entre nosotras y a mi intento de reducirla, le debo el haber empezado a escuchar podcasts.
13 de julio de 2024: «Creo que tengo carcoma en el espejo de mi cuarto».
Empecé a escribir este texto con la idea de expresar mi sensación de que vivo en un bucle perfecto de repetición de sensaciones, quejas, problemas y dudas. Saqué los diarios pensando en que su lectura confirmaría esa sensación y resulta que termino de escribir este caótico texto pensando que ese bucle no existe. Cada año repito las rutinas, convivo con las mismas personas, mantengo mis gustos, me quejo de lo mismo, pero poco a poco voy cambiando. Escribir diarios no sirve para hacerte mejor persona pero sí sirve para acordarte de lo que has olvidado, para encontrar inspiración, para darte cuenta de que tu letra va empeorando con los años y hacer propósito de enmienda para intentar volver a la maravillosa caligrafía de niña aplicada.
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Tal día como hoy hace 50 años llegué al mundo!!! Y este post ha sido mi primer regalo de cumple. Esta tarde no estaré un el club que tengo cosas para celebrar. Nos vemos en septiembre, feliz verano
Hermoso ❤️❤️