Washington road trip: The end
El último día de viaje estaba marcado por el deadline de las 12 de la mañana para devolver la caravana en Everett, al norte de Seattle. María y Juan, que son mentes obsesivas y parejas, hicieron un retrotiming y decidieron que teníamos que levantarnos a las 8 de la mañana para que nos diera tiempo a cumplir con todo. A esa hora les desperté y nos pusimos a desayunar. Juan enseguida se puso nervioso pidiendo que llamara a Clara, que había dormido con sus amigas, porque no se fiaba de que llegara a tiempo. Me negué porque yo sí confiaba en ella y Juan se ofuscó. Su paciencia encantadora con los extraños nunca la aplica conmigo. Clara llegó con Santi a tiempo pero salimos tarde de Puyallup por culpa de Juan. ¡Ja! Fui buenísima y no se lo eché en cara, que no se diga que soy rencorosa con él. El camino hacia Everett fue aburridísimo, una carretera sin encanto, mucho tráfico y mucho ruido. A medio camino teníamos que entrar en Seattle para dejar a las niñas y todas las maletas (4 maletas de cabina, 4 maletas grandes, 4 mochilas) en el hotel porque sino el Uber de vuelta iba a tener que ser un camión. A duras penas conseguimos llegar a Everett a las 12: 05 (los retrotimings de los cabezas cuadradas no funcionan nunca pero esto no se les puede decir porque no llevan bien que pongas en duda su manera de pensar) pero tuvimos suerte, y la amable señorita del estrabismo (ver tercera entrada de este diario) nos perdonó los 25$ de multa. Doce días antes habíamos recogido la caravana con 100.389 millas y la devolvimos con 102.000, es decir, hicimos 1611 millas, unos 2500 km, los más bonitos de mi vida. «¿Venís ya? Nos aburrimos» Las brujas nos echaban de menos así que le metimos prisa al conductor del Uber para volver al hotel a recogerlas y salir a patearnos la zona del Space Needle de Seattle donde íbamos a pasar el resto del día.
Lo primero que hicimos fue sacar la entradas para la Space Needle que, para el que no lo sepa, es una torre observatorio parecida al Faro de Moncloa que se construyó para la exposición universal que se celebró en la ciudad en 1962. Queríamos subir al anochecer, de despedida del viaje. De ahí nos fuimos al Museo del Pop que, para el que no lo sepa, es un edificio construido por Frank Ghery y que se parece sospechosamente al Guggenheim de Bilbao. Que conste que yo estoy a favor de trabajar lo menos posible y si una vez has hecho algo que gusta y te dejan repetirlo mil veces y te pagan por ello hay que aprovechar. Ole por ti Frank.
El Museo del Pop es super entretenido. Como su propio nombre indica engloba todo lo que tú quieras meter dentro de Pop. Nosotros visitamos una exposición temporal sobre la historia del hip-hop que nos encantó porque estaba muy bien pensada y enseñaba muchísimo sobre la historia de ese movimiento cultural. ¿Salí gustándome el hip-hop? No, pero salí conociendo dónde había surgido, porqué y su historia. Además, la colección de fotografías era espectacular de buena. De ahí pasamos a otra sobre Jimmy Hendrix (que era de Seattle) y en la que todos los conocimientos sobre el guitarrista que adquirí con dieciséis años aguantando a mis amigos que eran unos flipados de su música, me sirvieron para demostrar a mis hijas que algo de música sé. Estuvimos en otra de Nirvana que me interesó regular y otra sobre Pearl Jam que me gustó mucho más porque si sale Eddie Vedder a mí me vale. ¿Todo lo que vimos era sobre música? Para nada. También visitamos una exhibición temporal de una diseñadora de vestuario afroamericana responsable del vestuario de muchísimas películas muy conocidas: El Príncipe de Zamunda, la nueva versión de la serie Raíces, Amistad de Spielberg, Malcom X y Black Panther entre otras. En el museo había también un laboratorio de sonido en el que probamos a tocar la guitarra, a cantar, a mezclar música… cuando digo probamos es un plural mayestático porque yo no hice nada. Soy negada para la música. Además de todo esto había una exposición sobre pelis de miedo y otra sobre películas de ciencia ficción, ninguna de las dos cosas nos interesó demasiado y las recorrimos simplemente para poder hacer check. Con todo, lo mejor del museo es un hall inmenso en el que tiene una pantalla gigante en la que proyectan continuamente actuaciones que han tenido lugar en ese hall. Nunca en mi vida había visto una pantalla que se viera mejor y había escuchado un sonido mejor. Una chulada.
Tras dos horas en el museo salimos reventados. Estábamos hambrientos y agotados del paso museo que, como todo el mundo sabe, agota más que una excursión a buen paso. Bicheamos un poco por las tiendas de regalos y acabamos comprando un kebab sin gluten que compartimos tirados en una pradera debajo del Space Needle. El hombre del mazo nos golpeó con fuerza cuando nos tumbamos. Para el que no lo sepa, el hombre del mazo es una expresión que usa Perico Delgado, el ciclista, cuando comenta el ciclismo y algún corredor se queda desfondado «le ha llegado el hombre del mazo». Juan la usa siempre para justificar su necesidad de echarse la siesta siempre después de comer y cuando el cansancio le golpea súbitamente. Esa tarde, el hombre del mazo nos atacó a todos con fuerza, fue como si todo el cansancio de los quince días de viaje nos hubiera caído encima de golpe. Estuvimos dos horas tirados en la pradera, moviéndonos cuando nos alcanzaba la sombra porque en Seattle el verano es perfecto: dura poco y es tan amable que apetece estar al sol, a la sombra pasas fresco. Juan se durmió (a él el hombre del mazo lo descuartiza), María estuvo con el movil, Clara se puso a leer el libro de Ethan Hawke y yo me refugié en mis podcasts. Además de pasar el bajón esperábamos a Santi que venía para cenar con nosotros y despedirse. Cuando finalmente llegó no pudimos ir a cenar a Five Points, un restaurante muy típico de Seattle, porque ¡oh, sorpresa de nuevo! no podían entrar los menores de 21. Acabamos cenando en un bar muy peculiar con un encargado muy pelirrojo con una barba imposible. Había grandes pantallas retransmitiendo deportes. En unas ponían fútbol femenino y María estaba feliz y en otras baseball que permitió a Juan y Santi tener una conversación aburridísima sobre ese deporte. Contra todo pronóstico esta cena fue barata.
A las 8:30 teníamos los tickets para subir a la Space Needle. Fue perfecto, casi como si el estado de Washigton se hubiera puesto sus mejores galas para despedirnos. Una tarde perfecta, despejada, con una puesta de sol increíble que iluminaba absolutamente todo lo que habíamos visto en nuestro road trip. Al oeste las cumbres nevadas de Mount Baker y Mount Shukan, al este la de Glacier Peek y la zona de Leavenworth, al noroeste el impresionante macizo de la Olympic Península tras el que se estaba ocultando el sol iluminando toda la bahía de Seattle. Al sur, justo detrás de los rascacielos del dowtown, refulgía Mount Rainier impresionante una vez más. A nuestros pies bajo el suelo transparente que estábamos pisando mientras giraba lentamente, se extendía todo Seattle, el lago Washigton y el mar entrando desde el estrecho de Juan de Fuca. Los rascacielos y los barrios ordenados con sus casas y sus grandes árboles, las mansiones de los ricos con los embarcaderos al mar. Y todo verde.
Pasamos un buen rato riéndonos, haciéndonos fotos, primero en el mirador superior al aire libre y luego en el inferior donde había más gente. Ahí, en un momento que me acerqué a uno de los ventanales para disfrutar de la vista, debía de tener tal cara de emoción que se me acercó una señora:
—¿Estás rezando, querida?
— No, para nada.Estoy admirando las vistas.
—Es precioso sí. ¿De dónde eres que tienes un curioso acento?
—De España.
—¡Ah! Yo tengo ganas de visitar Barcelona. Una vez estuve en Jamaica tres semanas con un hombre de Barcelona que se llamaba Tristán.
—Qué bien.. estupendo. Barcelona es muy bonita.
—Yo llevaba tanga y él quería afeitarme el culo así que le dejé hacerlo porque era maravilloso en la cama.
—¡Vaya! Me alegro muchísimo.
—Perdona, no quería escandalizarte pero así somos las mujeres de Seattle. Yo vivo en esa isla que hay ahí, la llaman Accidental Island porque el puente que la une con Seattle siempre está en obras y hay que dar mucha vuelta.
Por supuesto la conversación no me escandalizó. Lo que pensé fue: verás cuando lo cuente en el blog. Mis compañeros de viaje se troncharon y me dijeron «¿Qué pinta tienes para que la gente te cuente esas cosas?»
Al salir de la Space Needle sentimos que el viaje sí que sí, había llegado a su fin y nos fuimos paseando al hotel. Santi nos acompañó hasta allí y nos despedimos de él con pena pero con la alegría de volver a encontrarnos con él en un mes cuando viniera a España. Ya en la habitación nos metimos en la cama lo más rápido posible porque nos teníamos que levantar a las 5:15 de la mañana para llegar al aeropuerto a las seis, tres horas antes del vuelo de Clara y nueve horas antes de nuestro vuelo.
Cuando apagamos la luz y, poco después, escuché a mis tres compinches respirar placidamente pensé que había sido el viaje de nuestras vidas. Pensé en que tenía que escribir este diario, complementario al que había escrito a mano, y que, seguro, iba a sentir nostalgia de estos días durante el resto de mi vida. En este viaje muchísimas cosas podían haber salido mal. Muchas cosas podían haber sido decepcionantes o no haber funcionado bien. Podíamos haber discutido, sufrido por la convinvencia, el cansancio o cualquier otra cosa. Nada de eso sucedió. Estar juntos admirando la grandiosidad del paisaje y de la naturaleza, poner en perspectiva la pequeñez de las mierdas que nos preocupan y la limitación de nuestra propia visión de la vida, convivir con tranquilidad, charlando, discutiendo, riéndonos, peleandonos y queriéndonos mucho. Disfrutar de la desconexión absoluta y de la sensación de que somos enanos frente a la naturaleza. Hacer todo eso juntos convirtió este viaje en un lujo.
Un par de días después de volver, sumida en jet lag terrorífico, vi un episodio de This is us en el que decían que cuando te da mucha pena que algo se termine es porque lo has disfrutado mucho. Eso me pasa con este viaje, me dió muchísima pena terminarlo y me da pena terminar este diario que me ha permitido volver a él, volver a la calma que me dieron esos paisajes, volver a ser capaz de poner las cosas en perspectiva, volver a, como dije el otro día, poner distancia aunque haya sido solo mental.
Fin.