En pijama, un pijama de gatitos que no sé quien me regaló pero que me gusta porque tiene bolsillos en el pantalón, ojeo el New Yorker mientras pongo el agua a calentar para el té del desayuno. Es del 28 de octubre, siempre voy con un mes de retraso. Miro la portada, lo abro y en la primera página a la izquierda, sobre un fondo de un color ladrillo quemado por el sol hay un gran asterisco blanco, que parece dibujado con la intención de hacerlo parecer irregular, imperfecto, como hecho a mano. Siempre me fijo en los anuncios de esta revista porque siempre son de cosas carísimas, de rico demócrata americano y muy viejo que tiene mucho dinero para gastar en su jubilación hasta su muerte. «Late bloomer», pone en cuerpo 34 en la página derecha. ¿Qué anunciarán?
“If you feel like the AI boom has left you behind, Claude is here to help. Some might call Claude a ‘late bloomer’ because it wasn't the first AI chatbot release, but that was intentional. [...] Claude may be fashionably late to the party, but that's okay. It's designed with humanity in mind. We think that makes for a pretty sweet (and principled) conversation”.
Siento un escalofrío a pesar de que en Madrid hace una temperatura indignante para ser 30 de noviembre. No tengo frío, mi cuerpo ha reaccionado físicamente a la certeza de que a mi alrededor ocurren cosas que me resultan sorprendentes casi hasta la incomprensión y, de repente, pienso: ¿Me estaré quedando atrás? ¿Es así cómo se siente ser viejo?
Claude es una inteligencia artificial que se anuncia en una revista de ricos viejos y que me interpela a mí para decirme que no me asuste por la llegada de esta nueva inteligencia que hace casi magia, que parece solucionar algunos aspectos de la vida diaria que antes eran farragosos. El anuncio tiene ese tono tan de colega, tan de “yo te entiendo, sé cómo te sientes”, que imagino que funcionará con algunos lectores; algunos de ellos buscarán la web y probarán a Claude que, en sus cabezas, como en la mía, parece algo menos amenazador, menos cutre, más elegante y con más clase que, por ejemplo, ChatGPT. Con mi pijama de gatos, y mientras me preparo el té, pienso que no soy tan vieja, o tan mayor, porque sé que Claude es solo una buenísima pieza de marketing. Chapó por la agencia que ha hecho el anuncio.
El té. Hace un par de años que me pasé al té en el desayuno, pero el té lleva en mi vida desde que era muy pequeña. Algunas tardes, una a la semana seguro, cuando volvíamos del colegio mi madre decía «vamos a tomar el té» y entonces, en vez de desayunar leche con galletas, o bocadillo de chorizo o de queso con membrillo o de jamón de york y queso, poníamos la mesa de la cocina, sacábamos el juego de té inglés azul y blanco, cortábamos limón para la taza de mi hermana y de mi madre, colocábamos las galletas de vainilla en una platito, hacíamos tostadas y nos sentábamos a merendar el té.
El té sigue conmigo, pero yo no soy ya aquella niña, claro. Me sorprende siempre cuando alguien dice: «En mi interior me siento como cuando tenía 15, 28, 25 y luego me veo en el espejo y pienso ¿quién es esa vieja?» Lo he oído cientos de veces, en todas partes, a amigos, a familiares, a mi madre, a actrices, escritoras, actores, a todo el mundo. A mí no me pasa eso, en mi interior siento la edad que tengo y por eso ando muy sorprendida la mayor parte del tiempo.
Con Claude, tras el escalofrío he pensado: «madre mía, cómo de increíble es que haya anuncios de inteligencia artificial, ¿cómo ha pasado esto?» No he llegado al terrible pensamiento de «a dónde vamos a llegar», pero sí que me he parado en el «¿me estoy quedando atrás?»
Con la música me he quedado claramente atrás. No es que haya sido nunca una melómana empedernida, nunca he sentido la urgencia por conocer lo último o por empaparme la discografía de alguien hasta saberme los catarros que padeció el artista mientras escribía tal o cual álbum o aprenderme el nombre completo de la banda que lo acompaña (con Bruce sí, pero eso es otro tema). Hace tiempo que no reconozco casi nada de la música que suena a mi alrededor y soy muy feliz recurriendo a lo que ya sé que me gusta. No es que no haya ido sumando cosas nuevas a mi lista de canciones que me gustan de Spotify, añado temas que encuentro por ahí por sorpresa. De hecho, la semana pasada añadí Like a Woman, de una tal Lady Blackbird a la que fui a ver, también por sorpresa porque mi amigo P me regaló las entradas, a un concierto increíble que me dejó con la boca abierta, pero no tengo inquietud por saber qué es lo último que está sonando o que es lo más nuevo. Me da igual. No me importa. Cuando era joven, adolescente, mis amigos eran unos frikis musicales nivel turra mítica y yo, por esa afán adolescente de fingir intereses que no tienes, intentaba seguirles el ritmo, hacerles creer que Johny Winter me parecía un genio y que The Doors no me aburrían muchísimo. Pero a lo mejor ahora soy más como mi padre que, cuando me regalaron mi primer disco, Hombres G, lo despreció y dijo que eran terribles y yo, en un arrebato del que todavía me arrepiento, dije «eso dijeron de los Beatles». No me siento para nada como aquella niña de 15 años, pero tampoco quiero ser una vieja que desprecia la música que no entiende, así que me mantengo al margen, como si no fuera conmigo, que es lo que ocurre en realidad porque a la música de ahora mismo yo le soy indiferente. Sigo con mi lista de canciones que me gustan, que siempre he imaginado como un recorte de periódico que llevo en el bolsillo y que manoseo de vez en cuando. Me la sé de memoria, tiene las esquinas ya despeluchadas, se está poniendo amarilla y en los dobleces casi no se leen los nombres de las canciones, pero no importa porque su sola presencia me reconforta.
Con la tetera llena me siento a desayunar y leo las cartas al director en el New Yorker, todas referentes a un artículo de un número anterior dedicado a los suicidios adolescentes en Estados Unidos y su relación o no con las redes sociales. Esas cartas enganchan con el libro que terminé ayer, Los suicidas del fin del mundo, de Leila Guerriero, que trata de una «epidemia» de suicidios de jóvenes en Las Heras, una remota localidad patagónica, a finales de los años 90. Nadie supo cómo explicar aquellos suicidios, el fin de aquellas vidas jóvenes que quedaron sin explicación, sin motivo. Dijeron entonces, le dijeron a Leila, que había una secta, una lista macabra que la primera de las suicidas había dejado escrita. No hubo explicación, no sé si la hay ahora. No sé si las redes sociales provocan más suicidios, más depresiones o que lo que ahora ocurre es que todo se sabe, todo se cuenta. No lo sé y no quiero pensarlo mucho porque yo ya dediqué tiempo a pensar en el suicidio hace muchos años y, aunque no tiene ni pies ni cabeza, creo que podría sobrevivir a mi propio suicidio pero no al de mis hijas: ése sí es un pensamiento aterrador, el más. No puedo pensar en nada peor.
Me dan miedo bastantes cosas. ¿Es así como hay que sentirse con 51 años? ¿Solo me pasa a mí? A lo mejor a los que por dentro se sienten como si tuvieran 23 no les asusta nada. Aunque no quiero, no puedo evitar sentirme muy nostálgica de cómo era la vida antes, cuando todo lo nuevo era un reto y no una sospecha, aun sabiendo que la vida de antes no era necesariamente mejor, aun sabiendo que es ahora cuando estoy más feliz, más contenta, más tranquila.
¿Es la nostalgia el sentimiento por excelencia de los 50 igual que el de los 23 son las ganas de explorar o de hacer cosas? La nostalgia es confortable; creo que si la mantengo controlada sin recrearme en ella demasiado, sin hacerle demasiado espacio en mi interior, podré manejarla y usarla como la manta del sofá en las siestas del fin de semana, para sentirme a salvo.
Pero debo tener cuidado. Si la nostalgia se descontrola acabas siendo esa persona que desde la atalaya de su edad, y su supuesta experiencia de la vida, se dedica a criticar todo lo que ocurre a su alrededor y no comprende. Una persona aterrorizada que se defiende del miedo que siente ante lo desconocido diciendo majaderías.
Y no quiero ser esa persona. Aunque mientras desayune vistiendo un pijama de gatitos con bolsillos creo que estoy a salvo.
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Que texto más acogedor y circular. Yo si soy de las que se siente más joven y se sorprende de lo que ve en el espejo/fotos. Es más esa sensación de no estar preparada, de seguir teniendo las inseguridades y falta de conocimiento que achacabas a tu juventud y que esperabas dejar atrás al madurar pero siguen ahí. Eso sí, cada vez valoro más la tranquilidad, signo inequívoco de que me hago mayor.
Esto es una frivolidad, pero a mí me parece q en los 80 todos teníamos la cara más redonda. Me parece una cosa rarísima pq no solo lo noto viendo las fotos familiares, sino tb en famosos... no sé, maribel verdú, julia roberts....no hay q más q mirar esos memes de "antes y ahora"... Ahora todos con caras más angulosas (tb los jóvenes), no sé.
Te escribo tomando un té con nubecita de leche como se toma en la isla (hay toda una técnica sobre el proceso)... tristemente no me gusta solo, y lo llevo intentando una vida...
Besis
di