Estreno calcetines. Los he encontrado al fondo de mi cajón de los calcetines. Estaban sin estrenar y no recuerdo cuándo los compré. Son marrones, de lana, gordos y con una especie de suela antideslizante. Después de volver de paseo me he sentado en la butaca, frente a la chimenea, para escribir sobre mis lecturas encadenadas de diciembre. En calcetines, con el portátil en las rodillas, la chimenea al fondo ardiendo y un té calentito, ahora mismo soy una imagen de pinterest bajo la descripción “cozy winter evening writing by the fireplace”.
Empecé noviembre con Amor sin fin, de Scott Spencer. Me lo recomendó mi jefa y a ella se lo había recomendado Leila Guerriero. Lo compré sin tener ni idea de qué iba y cuando lo recogí me llamó la atención la faja en la que ponía algo así como: «la historia de un amor verdadero». Bueno, me llamó la atención cuando llevaba cien o doscientas páginas y pensé que Amor sin fin no es «la gran novela americana de amor adolescente», como dice Rodrigo Fresán, sino «la gran novela americana de una obsesión amorosa que se enquista hasta destrozar todo lo que ha tocado».
Amor sin fin es una novela extraña, compleja, con un fuerte aroma a la época en la que se escribió, los 70 ,y que, como ya he dicho, cuenta la historia de una pasión juvenil transformada en obsesión al mismo tiempo que la historia de dos familias con dinámicas muy diferentes intentando salir adelante. El amor juvenil es entre el narrador de la novela, el joven David Axelrod, y su novia, Jade Butterfield. Se conocen en el instituto y se enamoran con esa enajenación mental, física y sexual que se tiene solo con el primer amor, con ese que todos hemos creído era el verdadero, era para siempre y era el mejor que se había visto nunca sobre la faz de la Tierra. La familia de David, los Axelrod, son judíos y militantes del Partido Comunista, una familia tradicional, con roles delimitados y muy poca comunicación entre ellos. Cuando David se quiere ir a vivir con su abuelo dice:
«Le dije que quería vivir con él, aunque no pude decirle por qué. No confiaba en que lo entendiera. Y lo entendía, entonces habría traicionado a mis padres ante un enemigo. Evité contar historias de rechazo o abandono. La verdad era –o eso me parecía– que quería vivir con él porque me aburría con mis padres, con sus recordatorios amables, sus suspiros, sus caras herméticas y cautas. Me aburría lo fácil que era engañarlos, el poco esfuerzo que hacía falta para apaciguarlos y mentirles, y me aburría que no contaran nunca la verdad de sus vidas. Eran personas cuya mentira central es que nada está mal, nada es extraño, nada es inexplicable o raro».
Los Butterfield, la familia de Jade, son, por el contrario, una familia burguesa de clase media acomodada y que juegan a ser muy liberales. Desde el primer momento acogen a David en su casa, le hacen sentir casi uno más, le dejan quedarse a dormir con Jade sin poner ningún tipo de traba, y cuando ven que Jade está muy cansada por las mañanas deciden que el problema está en que duermen en una cama individual y claro, no descansa bien, así que le compran una cama de matrimonio en la que, por supuesto, Jade y David siguen sin dormir pero follan más a gusto. En un determinado momento, el padre de Jade, Hugh, decide que ya está bien y prohíbe a David ningún contacto con ella durante treinta días. David entonces, en un acto que él mismo reconoce completamente estúpido en la primera página de la novela, decide quemar la casa de los Butterfield y a partir de ahí se desencadenan una serie de acontecimientos que van creciendo como una bola de nieve arrasando con todo: los Butterfield, los Axelroad, David y Jade.
Todos los personajes de la novela se atraen y se repelen como imanes. No pueden estar juntos pero tampoco distanciarse por completo: Dick y Jade, Dick y Arthur (su padre), Arthur y Rose (su mujer), Rose con David, Jade con Ann (su madre) y ésta con su marido Hugh, pero también con Dick y sus otros dos hijos Kirk y Sammy. Estarían mejor separados, alejados, dejándose ir, pero algo los atrae entre ellos impidiendo que se alejen y haciendo que se destrocen los unos a los otros sin remedio.
Para mí Dick es casi como Tom Ripley. Se infiltra en la familia de Jade, se convierte en uno más y establece con cada uno de los miembros de la familia una relación personal basada no en el cariño o en el afecto sino en el interés. En su relato confiesa cómo buscaba los temas favoritos de cada uno de ellos, sus flaquezas, para explotarlos y hacerse para ellos tan imprescindible como para Jade. No es que no quiera a Jade, de eso no hay duda, es que toda su vida, toda su energía, todos sus pensamientos, sentimientos y acciones van encaminados a que nada, absolutamente nada, se interponga entre ellos. También me ha recordado al protagonista de Saltburn o, mejor dicho, tengo pocas dudas de que ese personaje no esté basado en Dick. Hay muchísimas similitudes en la historia.
«Estoy seguro de que solo los muy malvados se creen buenos, pero sentado en ese asiento, a tres kilómetros por encima de un sitio o de otro, dudé de mí mismo como nunca: no de mis posibilidades, no de mi cordura sino de la naturaleza inefable y esencial de mi ser: estaba empezando a sentir que mi yo más profundo no era bueno en absoluto. No era culpa y tampoco era verdadera vergüenza. Me sentía atraído y repelido por la persona que yo era».
Yo no describiría Amor sin fin como una novela de amor sino como una historia de obsesión y manipulación. David, que actúa como narrador en primera persona, adopta la mentira como estilo de vida. Miente a sus padres, a sus psiquiatras, a los Butterfield, a Jade; todas sus acciones están encaminadas a un único objetivo: estar con ella. Amor sin fin es una gran novela, de ésas de las que hay pocas, de ésas en las que te metes en su mundo y desaparece todo los demás. Amor sin fin, no te voy a engañar, deja un regusto muy amargo y cierta desazón, pero no se olvida. Y eso pasa con muy pocos libros1.
Del despacho de mi jefa me llevé, con su permiso, El vigilante de la sala, de J. M. Coetzee, novelita, relato más bien, publicado dentro de la serie «Escribir El Prado». Me llamó la atención el autor, la edición y que fuera algo hecho por y en El Prado.
Menos mal que se lee en media hora, porque no vale ni el papel en el que está impreso. Coetzee escribió este relato dentro del programa de residencias del Museo en el que, claro, estás obligado a escribir algo que tenga que ver con El Prado. Por lo que explican, Coetzee estuvo unos 15 o 20 días en el Museo en el verano de 2023. Escribiendo esto debió estar cuarenta y cinco minutos porque no tiene ni pies ni cabeza.
El relato cuenta la historia de José Eduardo, al que todos llaman Pepe y que, OBVIAMENTE, es vigilante de sala. Coetze dice: «vive en un apartamento del barrio de Salamanca», y a ti eso ya te suena regular, pero como no dice nada más, lo dejas ahí como dato que da el autor sudafricano para que se note que conoce algo de Madrid. Las risas vienen cuando más adelante en el relato te enteras de que la madre de Pepe tiene chófer, cocinera, doncella y variado servicio doméstico y piensas: ¿Y Pepe es vigilante? Pero para cuando te lo preguntas ya te da igual porque todo es tan ridículo que no hay por dónde cogerlo. Pepe, por supuesto, es vigilante de la sala de las Pinturas Negras de Goya porque, por alguna razón, para los autores anglosajones lo único que hay en El Prado es Goya. En esa sala se fija un buen día en una señora que está mucho tiempo allí mirando los cuadros hasta que en cierta ocasión esa señora le llama a la salida y le hace sentarse con ella en la cafetería del museo primero y luego en los muretes que hay a la salida (no sé si el Museo les da a los autores una lista de cosas que hay que mencionar). La señora le cuenta una peli para no dormir que a Pepe le interesa poco y a ti no te provoca más que vergüenza ajena. Resulta que, hace años, ella vino a Madrid con su marido en un momento en el que estaban muy mal, no se hablaban. Fueron al Prado, vieron las Pinturas Negras y al día siguiente se fueron a Almería, a la playa de los Muertos y el marido se metió en el agua y se ahogó. ¿Aposta? ¿A quién le importa? El caso es que la señora vuelve a la sala a ver si encuentra respuesta en las pinturas. A Pepe esto le da bastante igual porque lo que quiere es irse a su apartamento con doncella, cocinero y chófer (aunque eso el lector todavía no lo sabe) y le dice: «Vale, señora, que si quiere bolsa… »; y se pira, con tan mala pata que le atropella una vespa. Sufre una conmoción cerebral y le cambia el carácter. Aquí es cuando nos enteramos de que Pepe es millonario porque su madre lo cuida pero se cansa rápido y lo mete en una residencia en el barrio de Hortaleza («Conviene que el autor demuestre que ha salido de la M30», me imagino que les dicen en la guía). En esa clínica Pepe conoce a Rita, se enamoran y un buen día van al Prado y de ahí a la Cuesta de Moyano y cuál es su sorpresa cuando en uno de los puestos encuentran un libro de relatos de Elizabeth Costello (personaje que aparece en muchas novelas de Coetzee) que, no te lo vas a creer, resulta ser la señora del marido muerto en Almería. Lo compran y ¿qué encuentran dentro? Un relato que se llama El vigilante de la sala. Lo leen y tiran el libro por la ventana, que es lo que tenía que haber hecho yo.
Sé que Coetzee se puede permitir lo que quiera, para eso es un grandísimo autor, pero sinceramente creo que El Prado debería dar estas residencias a alguien con un poquito más de interés en hacer algo digno. (La traducción, además, es lamentable, aunque en el volumen se puede leer el relato en castellano y en inglés)
Para quitarme el mal sabor de boca y volver a un lugar feliz terminé el mes y el año volviendo a Winter, de Rick Bass.
“I’m hiding up here – no question about it.
The decay in our nation is frustrating. We truly are becoming senile. I feel as if we are very near the end; each time I go to the city I feel it more and more. All I want to do is get back to Yaak, back to the snow, back up into the mountains”.
Diciembre y el año terminó sin nieve, pero por lo menos hace frío y las noches son largas.
“Learn to love the cold, the winter. If you love the country, the landscape –if you really love the country–then you may find yourself able to love it in the winter most of all”.
Y con esto y el primer libro de 2025 esperándome, hasta los encadenados de enero.
De Amor sin fin hay dos películas. Planeo ver la primera porque en la última página del libro viene escrito esto: “Este libro se terminó de imprimir en abril de 2023, cuarenta y dos años después de que se llevara por primera vez al cine. Dirigida por Franco Zeffirelli, con Brooke Shields y el debut en la gran pantalla de Tom Cruise, el tema musical, Endless love, de Diana Roiss y Lionel Richie fue número uno en Estados Unidos. Esta adaptación y la de 2014, una peor que la otra, confirman el adagio de que el libro suelen ser mejor que la película (pero las películas dejan buenos dineros para escribir más buenos libros)”. Por supuesto que voy a correr a ver esas pelis.
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Es que hay veces que a los autores les deben entrar ganar de quemar en la hoguera a los directores de sus pelis. Un ejemplo clarifica en España es la novela La tabla de Flandes de Reverte, y el truño que se clavaron los americanos.... increíblemente mala la peli
Conforme leía tu crítica de Amor sin fin, pensaba que ese argumento era igual al de una película que vi y me dejó un regusto amargo. Y es Saltburn. Que también mencionas.
De esos guiones que te espantan y te atraen al mismo tiempo.