En enero de 1991 yo tenía 17 años, me faltaba un mes para cumplir 18. Recuerdo aquella cena porque, por primera vez, sentí un miedo incontrolable, un miedo infinito del que sabía que mis padres no podían protegerme.
En la casa en la que crecí, con mis tres hermanos y mis padres, había una gran cocina. Antes de hacer una obra para modernizarla, como no había espacio suficiente para tener una mesa fija en la que sentar a seis personas, teníamos una mesa azul plegable pegada a una de las paredes. Cada noche la desplegábamos (no sin antes pelearnos entre nosotros por a quien le tocaba poner la mesa, a quien recoger y a quien fregar) para sentarnos juntos a cenar. Teníamos sitios fijos: mi padre en la cabecera más cerca de la puerta, yo a su derecha, mi madre en la otra cabecera… y acabo de darme cuenta de que no recuerdo cómo se sentaban mis hermanos. El recuerdo que tengo de aquella noche es de color azul pero no sé de dónde viene, porque seguro que el mantel no lo era y tapaba el color de la mesa. Nos sentamos a cenar y mi padre nos dijo: «Ha empezado la guerra en Irak». Justo antes de sentarnos yo había pasado por el salón y había visto esa primera guerra retransmitida, los misiles cayendo sobre Bagdad, Sadam Hussein amenazando a Occidente, las tropas americanas avanzando. Era como una peli pero no era una peli: era la realidad y estaba ocurriendo a una distancia que, por alguna razón, no me parecía lejana. Me entró miedo, un miedo incontrolable que hizo que, al sentarme a cenar, me temblaran las piernas. Pensé, creí, que esa guerra podría extenderse, llegar a España, a Madrid, a mi casa, a esa cocina en la que estábamos cenando. No en ese momento, no en esa noche, ni a lo mejor al día siguiente, pero en cualquier momento. Mi miedo estalló al darme cuenta de que casi cualquier cosa terrible que pasara el mundo podía extenderse hasta llegar a mi puerta. A esa conciencia de la globalidad de la tragedia se sumó, aquella noche, la seguridad de que mis padres no tenían ningún control sobre ese tipo de acontecimientos, que su desconocimiento sobre ellos era como el mío y que, en el caso de que mis temores se confirmaran, tampoco podrían protegerme.
– ¿La guerra va a llegar aquí?
– No, claro que no – me contestó mi padre –. No pasará nada.
¿Lo sabía de verdad o fingió? Quise creérmelo y seguimos cenando como cualquier otra noche. Aquella noche tuve pesadillas, durante días y días leí el periódico compulsivamente para enterarme de qué ocurría en Irak. Al final, mi padre tenía razón y «no pasó» nada, o no nos pasó a nosotros.
¿A qué viene este recuerdo? Pues volví a esa noche de hace décadas el sábado pasado cuando empecé a ver las noticias sobre el atentado contra Trump. Pensé que volverá a ser presidente de Estados Unidos y que nadie sabe lo que pasará después, probablemente nada bueno. Probablemente cosas terribles. Ya lo escribí hace cinco años:
«A veces te tiras a la piscina y descubres que el agua no está tan fría como creías, que no era para tanto. Pero cuando le das el poder a un hombre racista, machista, homófobo y maleducado siempre va a ser para tanto, siempre va a ser para más, siempre será muchísimo peor de lo que hubieras podido imaginar. Y no, no está jugando a provocar, para provocar se dice "A que no me coges" o "no hay huevos", pero no se incita al odio, se acaba con las relaciones diplomáticas, se insulta o se gritan consignas racistas, machistas y homófobas. Eso se dice para acojonar y porque se cree con firmeza».
Trump era ese hombre en 2019 y lo sigue siendo en 2024 pero con más astucia. Sabe que ganará, sabe que tiene al Tribunal Supremo de su lado, sabe que lo que hace cinco años era intolerable ahora colaría y cuando llegue al poder será terrible. Más terrible de lo que puedo imaginar y sobre eso no tengo ningún control.
«Mamá, no seas dramática», me dirían mis hijas si leyeran esto.
No lo soy o intento no serlo, pero me preocupo. Cuando tenía 17 años pensé que mis padres no podrían protegerme, que estaban completamente indefensos ante acontecimientos mundiales que escapaban por completo a su control y que frente a una amenaza así no podrían hacer nada. Con 51 tengo esa misma sensación hacia mis hijas. Pensando en futuribles terroríficos que harían a mi hija Clara poner los ojos en blanco y suspirar me doy cuenta de que yo tampoco podría protegerlas. No pude en pandemia y si Trump o Putin o cualquier otro señor enloquecido empezaran o, mejor dicho, cuando empiecen cualquier plan desquiciado que se les vaya de las manos, no podré hacer nada. ¿Se sentía así mi padre aquella noche de 1991?
Si dejo que mi cabeza se dispare y se ponga en modo apocalíptico, como hace Amaya Ascunce, me doy cuenta de que el mundo puede acabarse tal y como lo conocemos en cualquier momento y tampoco puedo hacer nada. Si llego a ese extremo apocalíptico me rindo a la situación y entonces mi ánimo cambia y me entra la rabia. Rabia por morirme y perderme la vida de mis hijas como adultas espectaculares, rabia porque mis hijas no vayan a tener un futuro, no ya agradable o cómodo, sino un futuro cualquiera, el que sea. Yo puedo morirme con 55 años y habré vivido algo, pero ¿y ellas? ¿Es eso justo? Pensar en la justicia es como pensar en los Reyes Magos o la meritocracia: pura ilusión y autoengaño. Pero pensar en la injusticia me hace volver a la rabia. ¿Por qué cojones nos empeñamos, se empeñan en hacer las cosas mal? ¿Por qué la ambición desmedida de señores viejos, chochos, con traumitas, hace que el mundo cada vez vaya peor?
Y ahí pego otro salto. Me paro y pienso. El mundo no va a peor, es mejor que hace veinte, treinta, cien o doscientos años. Lo dicen las estadísticas. Vivimos más, las enfermedades se curan, cada vez hay menos personas analfabetas. Por supuesto que hay millones de problemas, desigualdad intolerable, retroceso de los derechos humanos, destrozos al medio ambiente, una carrera enloquecida de consumo desmedido que acabará con el planeta… Pero ¿querría vivir en 1530, en 1750, en 1893 o en 1929? No querría.
O quizás sí. Si viviera en 1893 o incluso en 1929 es muy posible que no supiera quién es el presidente de Estados Unidos, qué guerra se está librando en el otro lado del mundo o que la falta de materias primas en China terminará subiendo los precios de todo y llegando hasta mí. Crecimos pensando que la información es poder y lo es, pero la información también es preocupación, angustia, ansiedad y culpabilidad. Veo lo que ocurre en cualquier lugar del mundo y tras el desasosiego llega la culpa. Culpa porque estoy a salvo, porque yo no estoy sufriendo lo que sea que está pasando, porque tengo mucha suerte por haber nacido aquí, por estar aquí y ahora, por poder escribir estas tonterías para sacarlas de mi cabeza. Dedico mucho tiempo a pensar que me gustaría saber menos, abstraerme más porque, además, en la era de información descontrolada he descubierto que lo que hoy parece infranqueable, un problema irresoluble, será intrascendente dentro de tres días. Esta idea no me calma del todo, solo momentáneamente.
Sé que este no es un pensamiento muy de verano pero llevo tiempo dándole vueltas y necesitaba dejarlo por escrito. No sé cómo desembarazarme de esta sensación de zozobra mezclada con rabia. ¿Me informo menos para dejar de preocuparme? ¿Me rindo a la certeza de que no está en mis manos evitar el fin del mundo? ¿Dejo de ser tan dramática? ¿Me aferro a la certeza en su propia inmortalidad que tienen mis hijas?
A veces pienso que cada una de esas preocupaciones, llamémoslas geoestratégicas, que llegan a mi orilla para atemorizarme son como olas que voy saltando en el mar. Las veo venir, me asusto, pienso como saltarlas y una vez sobrepasadas desaparecen y ya no son para tanto. Quiero creer que será así siempre, que nunca llegará el tsunami que no podré saltar y me arrasará, que mientras viva no llegará la gran ola que nos arrastrará a todos.
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El futuro no existe. Ni existirá nunca. Vivir en él es un sinsentido pero al ego le encanta.
En el 91 tenía un hijo de diez años y otro de siete y si que recuerdo la guerra, ya una guerra televisada, no se si era inconsciencia o que estaba demasiado ocupada con el trabajo, hijos… Que no me parecía un peligro inminente que afectase a nuestras vidas.
Sin embargo la perspectiva de que gane Trump, que tal como están las cosas ganará,me produce pavor porque los locos mesiánicos en el poder solo producen catástrofes y el poco equilibrio mundial que hay en este momento se irá al garete….
Quizás nuestros hijos, por edad, no lo vean de la misma manera y sean más optimistas.