«At the beginning of the day it is impossible to imagine the end of it. At the end to remember the beginning. The day is designed like a mountain, the week and the term like a range of mountains.»
He encontrado esta cita en Lord Jim at Home, un libro muy raro que vi recomendado en la newsletter de libros de The New York Times y que, por alguna razón, me llamó la atención y lo compré al minuto en una librería irlandesa. Es la cita perfecta para esta semana que termina hoy.
«Al empezar el día es imposible imaginar cómo acabará. Al final cuesta recordar cómo empezó. El día está diseñado como una montaña y la semana y el trimestre como una cadena montañosa». Al leer esta frase tumbada en la toalla viendo un mar que hacía dos años que no veía he pensado: ¿Qué hice el lunes?
Esta semana me ha atropellado la vida. No me gusta tener que salir de mi rutina, encuentro que ceñirme a la ecuación «de casa al trabajo y del trabajo a casa» me facilita la vida y me permite organizarme para saber cuándo voy a tener tiempo para no hacer nada. Si esa ecuación se ve entorpecida con paréntesis, operaciones entre corchetes o derivadas, veo cómo mi tiempo de no hacer nada se esfuma y mis días se convierten en una carrera en la que voy tocando bases pero sin conseguir completar ninguna de las tareas que tengo que completar, ya sean personales o profesionales. Como decía la cita, los días han sido como montañas y la semana una cordillera. Compromisos, prisa, agotamiento, carreras, problemas, no llegar, olvidar, recordar tarde, hacerlo todo mal o a medias, que no sé que es peor. Recordar y saber que lo que has recordado no podrás hacerlo, que tienes que dejarlo para más adelante, volver a correr, a llegar tarde, a olvidar cosas, sentir cómo las tareas que no haces se están acumulando en una pila que ni siquiera sabes cuándo podrás ponerte a resolver. Ha sido una semana inservible, inútil, un trámite, un pasar de días cuya única función ha consistido en absorber toda mi energía, en succionar hasta la última gota de ánimo que pudiera haber tenido al despertame el lunes. Si a todo esto le sumo una gala con todos sus preparativos y sus “postparativos” y un robo en internet, con múltiples llamadas para intentar solucionarlo, visitas variadas al banco y la comisaría y el no dormir por la preocupación, la verdad es que tengo la sensación de haber llegado al viernes agarrándome con las falanges de los dedos al alféizar del fin de semana… a punto de despeñarme al vacío.
Pero aquí estoy, en Benidorm, escribiendo en la terraza sentada a la mesa que mis abuelos compraron hace cincuenta años mientras a lo lejos escucho la charanga que celebra las hogueras de San Juan. Tengo la piel tirante y salada, estoy despeinada y llevo arena entre los dedos de los pies. No llevo aquí ni treinta y seis horas y Benidorm ya ha hecho su efecto. Sé que suena raro, la mayoría de la gente arruga el morro cuando le digo que vengo aquí y que me gusta, pero como bien saben Amaya Ascunce o Ainhoa “Singular”, Benidorm no es como se ve desde fuera, hay que conocerlo. Que conste que no estoy invitando a nadie a venir aquí, cada uno que vaya donde quiera, pero para mí Benidorm es descanso, nostalgia, familia, parar.
Esta casa tiene sesenta años y yo llevo viniendo cincuenta y uno. La compraron mis abuelos cuando el hermano pequeño de mi madre tuvo un problema respiratorio y su médico les aconsejó que lo trajeran al Mediterráneo. Desde entonces toda mi familia materna ha venido aquí a lo largo del verano. Cuando mis abuelos vivían, ellos gestionaban los tiempos y las estancias. Cuando ellos murieron, mi madre y sus seis hermanos escribieron unas normas de uso y unos turnos que llevamos utilizando desde entonces, treinta años ya. Me parece mágico que para treinta y cuatro personas este apartamento sea casa, que todos reconozcamos su olor como parte de nuestros recuerdos y que todos nos neguemos a cambiar ningún mueble porque eso sería como borrarnos a todos parte de nuestra vida.
El camino de baldosas amarillas que lleva al portal. No sé porqué son de ese color y si alguien, alguna vez, en los sesenta años que llevan ahí, ha intentando cambiarlas, pero el caso es que resisten y yo, que ya tengo una edad para saber que las cosas cambian aunque nos parezcan perfectas, cada vez que voy temo no encontrármelas. La puerta azul del portal que hay que empujar siempre con el hombro. La foto inmensa, en blanco y negro, de esa playa antes de ser esa playa, antes de que hubiera nadie ni nada. Mar, arena, roca y palmeras. Me gusta pensar que el color amarillento que la va cubriendo cada año es la pátina que nuestros recuerdos van dejando sobre ella y no restos microscópicos de cremas bronceadoras y aftersun que se han ido pegando tras más de cincuenta años viendo pasar veraneantes. El ascensor y su espejo en el que siempre te ves moreno, guapo, atractivo, feliz. Es un ascensor en el que no puedes ser infeliz y en el que yo, ahora, valoraría quedarme a vivir o por lo menos robar el espejo. La puerta con relieve, la llave FAC que giras sintiendo que estás jugando a las casitas. El cuadro de la plaza mayor en el siglo XVIII con espectáculo taurino, el mueble bar con platitos de aluminio de colores para los frutos secos y la botella de peppermint que lleva ahí cincuenta años. Los espejos con forma de sol que han completado ya una vuelta completa al ciclo de la moda: fueron súper tendencia, fueron horribles, fueron horteras y ahora vuelven a ser lo más de lo más. Los muebles castellanos con aspecto renovado tras un proceso intenso de barnizado, decapado y repintado, pero que en el fondo siguen siendo los mismos. Los sofás con más de cincuenta años que nos negamos a cambiar, a pesar de que piden a gritos su eutanasia, porque sabemos que no encontraremos otros mejores: serán más nuevos, más cómodos, más fáciles de mover y de limpiar, pero no serían nuestros, no tendrían vida, ni historias que contar, ni roces que nos recordaran todas las veces que nos hemos sentado, las siestas que nos hemos echado, las noches que hemos pasado en ellos. Quizás los estamos haciendo sufrir, pero no somos capaces de matarlos, los honraremos cuando llegue su momento. El papel de flores amarillas y marrones desapareció y nadie lo echa de menos, pero el panel de madera continúa, va camino de completar el mismo ciclo que los espejos de sol. Los sillones de paja con forma de huevera en los que, al sentarte, te hundes hasta tener casi los ojos a la altura de las rodillas. Las tazas de desayuno de duralex transparente en las que el café sabe distinto, sabe mejor que en el más fino juego de porcelana del mundo. El mapamundi de perspectiva imposible en el que se enfrentan las costas de Italia y África nombradas como Europa y Barbaria. La tetera de aluminio con tapa granate. La mesa de tablero de piedra de la terraza. Las sábanas con el nombre del edificio y el piso bordado en el borde por mi abuela hace cincuenta años. Ya no las usamos porque son imposibles de planchar, pero tienen que estar y las guardamos en los armarios perfectamente ordenadas, mucho más ordenadas que cuando las usábamos. El cenicero de pie y el ventilador de aspas rojas, que es como el ventilador que todos dibujaríamos si tuviéramos que hacerlo: es el prototipo de ventilador. El tétrico cuadro de un bosque invernal, con árboles desnudos, casi secos y un fondo de nubes violeta pintado por la mítica Tía Leni, familiar legendario que para mi generación y las posteriores es alguien que pintaba y relacionado de alguna manera con nuestra familia.
Todas esas cosas están, pero hay otras que han ido desapareciendo: los buzones que tapizaban una de las paredes del portal y en las que yo, antes de saber que para recibir cartas alguien tiene que escribirlas, metía los dedos cada vez que pasaba, esperando encontrar las palabras de algún desconocido que quería conocerme; el mostrador del portero con su teléfono de monedas para llamar y que te llamaran; el edificio en obras justo al lado en el que una vez dejé escondida una carta de amor para el primer chico que me gustó y que inauguró la extendida tendencia a ignorarme por parte del género masculino; el minigolf misterioso con árboles, parterres, muros de arbustos y rosaleda que es para mí el mejor parque en el he estado nunca.
Cada vez que vuelvo temo que algo más haya desaparecido, que se haya esfumado para siempre, que otro trocito de mis recuerdos haya dejado de tener anclaje físico y pase a ser solo una sensación, una imagen, que se vaya borrando con el paso de los años. Pero lo que más temo es que desaparezca el olor, porque aquí, como he dicho antes, huele a recuerdos, a los míos y a los de toda mi familia. Un olor compuesto por las historias que llevamos más de cincuenta años construyendo alrededor de todos esos objetos que para los demás, para los que llegan aquí por primera vez, pueden ser trastos feos, absurdos o ridículos pero que, para nosotros, La Familia, son preciosos porque acumulan capas y capas de nuestras vidas.
Me gusta venir aquí porque me cura. Me gusta venir aquí y tener otra vez cinco, siete, trece, dieciséis, veintitrés, treinta y uno, cuarenta y dos, cuarenta y tres… encontrarme con todas mis versiones anteriores y las de toda mi familia. Me cura y duermo.
Siempre funciona. Ya puedo enfrentarme a otra semana como una cadena montañosa.
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Gracias por escribir esto. Mis padres tienen una casa en Mallorca a donde pensaron que algún día volverían y nunca lo hicieron pero donde pasábamos las vacaciones cuando volviamos a visitar a la familia en Navidad y verano y donde vivió mi abuela algunas temporadas. Cuando mi hermana decidio que era el momento de renovarlo y convertirlo en un piso de muebles nórdico que parece un Airbnb a todos les pareció una genial idea y están todos encantados del espacio que tiene ahora. Yo me canse de decir que así estaba bien, que todo aquello eran recuerdos y me miraban como si estuviera loca. Hoy me he sentido menos sola.
Qué bonito, Molinos. Me ha encantado.
He empezado la lectura sintiéndome yo, que llevo un mes de cadena montañosa, corriendo a todos lados y con la sensación horrible de no llegar a ningún sitio y de no tener ningún control.
Y he terminado recordando los veranos en casa de mi amiga en Cullera. Siempre me ha fascinado cómo los apartamentos huelen a flotador y a bronceador y, gracias a tu descripción, he podido pasar un rato en el tuyo, disfrutando de todos esos recuerdos y de la paz que te hacen sentir.
Disfruta mucho tu estancia.
Muchas gracias.