Si eres muy madrugador o, como yo, te despiertas a las siete de la mañana independientemente de si tienes obligación o no, leerás esta newsletter mientras yo duermo en San Sebastián. Si la lees durante el día me leerás mientras vuelvo de viaje. En algún momento, mientras leas, pensarás: «Pero, ¿no ve la incongruencia?» Y sí, claro que la veo, pero de eso quiero escribir: de vivir en la incongruencia e intentar estar cómodo con ella, no justificarla con razonamientos que se vienen abajo como la casa de paja de los tres cerditos.
La primera vez que viajé al extranjero tenía 5 años. Fui a Andorra. Por supuesto, por aquel entonces yo no sabía que estaba en el extranjero y que aquel viaje en el que mi hermano Borja y yo nos hacíamos pis en los pantalones de esquiar porque éramos incapaces de quitarnos todas las capas de ropa con la suficiente rapidez, era lo que ahora se consideraría viajar. Cuando fui un poco más mayor y dejé de hacerme pis encima independientemente de la cantidad de capas de ropa que llevara, comprendí que Andorra era extranjero pero poco. Era un extranjero, digamos, sui generis: estaba demasiado cerca, era demasiado pequeño, se pagaba en pesetas, hablaban castellano… Pero sí, era extranjero. Una década después, con 15 años, monté en avión por primera vez. Mi madre, a través de una de sus amigas, había conseguido una casa en un pequeño pueblo al este de Cork, Youghal, para que pasara un mes. De esto hace tanto tiempo que todavía no existía Easyjet y para llegar hasta allí tuve que viajar a Dublín, cambiar maletas y coger otro avión a Cork. Cuando llegué a Dublín, a lo que me subí fue a una pequeña avioneta en la que tuve de compañero de asiento, a un rubicundo irlandés interesadísimo en mi opinión sobre el Rey de España. No consigo acordarme de lo que le dije, pero seguro que fueron palabras elogiosas. En aquel tiempo vivíamos en un ambiente de halago a Juan Carlos. Si me encontrara ahora con el rubicundo irlandés le podría dar una opinión bastante más fundada y bastante más iracunda contra la monarquía.
A partir de aquel viaje digamos que se disparó mi actividad viajera. He cogido cientos de aviones y trenes y conducido miles de kilómetros. Hacia el oeste he llegado hasta Rialto Beach, en la Península de Olympia en Washington; hacia el este mi límite ha sido Viena; al sur Gibraltar y al norte Inverness. No sé si es mucho o poco, porque ¿cómo se mide lo que has viajado? Y, además, ¿importa algo? ¿A quién? ¿Qué valor tiene viajar o qué valor te da como persona?
Toda esta introducción viene para intentar poner contexto a mi incongruencia. Ahora mismo estoy en San Sebastián porque he venido a ver a Springsteen, pero al mismo tiempo quiero escribir sobre una idea que me asaltó a principios de esta semana: ya no me apetece viajar. No quiero hacerlo. Me da pereza.
¿Escribo sobre dejar de viajar mientras estoy viajando? Pues sí. Es raro. Incongruente, pero quizá sea más pertinente así.
Llevo toda la semana amasando esa idea, la de dejar de viajar, para intentar entenderla, darle forma. ¿Por qué ya no quiero viajar? Puede que sea porque en los últimos seis meses he tenido cinco o seis viajes de trabajo, que son la mejor receta para inmunizarse contra el supuesto placer de conocer otras ciudades. No te da tiempo a ver nada, te pasas el día corriendo, cargando con un ordenador (mucha IA, pero los ordenadores siguen siendo demasiado pesados) y te obligan a coger dos aviones en días consecutivos lo que impide que la incomodidad infinita en la que se ha convertido volar se te olvide de un vuelo a otro.
Mi cierto rechazo a la idea de viajar puede venir también de que viajar se ha convertido en algo más estresante que la vida cotidiana. Como ya escribí hace un tiempo con respecto a Madrid, la capacidad de improvisación ha desaparecido por completo. No puedes coger un vuelo y un hotel en, pongamos, París y pensar: bueno, cuando llegue allí ya veré lo que hago, lo que me apetece. Porque cuando llegues allí y veas qué te apetece, te darás de bruces con la realidad de que si no has reservado todo, museos, restaurantes, free tours, espectáculos con antelación, lo único que te puede apetecer y podrás hacer será pasear. Que en París ya es mucho, pero claro…
A todo esto se suma que a mí la gente no me gusta mucho, en general. Y ahora, y no sé si es una percepción de vieja, hay mucha gente en todas partes, todo el tiempo. En Madrid es impresionante. La Gran Vía, la calle en la que trabajo, es un hormiguero constante de personas a cualquier hora del día o de la noche. Pero es igual en casi cualquier otro sitio. Y mi pregunta es: ¿hay más gente que hace 20 años o es que nadie está en su casa? Me molesta la gente y además yo no quiero ser gente que molesta a otras personas.
Resumiendo: Es posible que una suma de factores, muchos viajes de trabajo, imposibilidad de improvisar, mucha gente, la edad y el cansancio hayan hecho surgir esta idea de que ya no me apetece viajar. Me da pereza coger aviones, reservar hoteles, mirar planes, atravesar el mundo para vivir una vida fingida que me deje más agotada que la vida real.
No es una idea placentera. Hace muchos años tuve un semi amante con el que me enfadaba mucho porque siempre decía que él no quería viajar, no quería salir de su ciudad, no tenía necesidad. A mí me parecía una postura un poco idiota, la verdad. Es fantástico que el sitio en el que vives colme todas tus expectativas vitales y no necesites ver nada más, pero viajar no va de necesitar, va de tener curiosidad. No tengo ni idea de si aquel hombre salió de su ciudad, aunque de donde debería haber salido es de su vida, pero me jode un poquito parecerme a él en esta idea de no querer salir de mi casa. Quizás lo que me está ocurriendo es que he llegado al final de mi reserva de curiosidad. Quizás todos nacemos con un depósito de curiosidad más o menos lleno y llega un momento en que se agota o quedan tan pocas reservas que tienes que decidir para qué usarla.
Sí, puede que sea eso. No me apetece conocer lugares nuevos. No me apetece ir a ningún sitio desconocido pero sí quiero repetir algunos de los lugares en los que he sido muy feliz. Siempre quiero volver a Francia o pasar largas temporadas en Cicely (aunque esto creo que no debería contar como viajar porque, al fin y al cabo, voy a mi casa). Siempre quiero volver a San Sebastián o a ver a Springsteen y sí, creo que si Estados Unidos no se destruye a sí mismo y nos arrastra a la destrucción total a todos, volvería a Washington, a Rialto Beach donde conocí por primera vez la inmensidad del Pacífico.
Hace un año hicimos en Hoy en El País un episodio dedicado a la gente que ha dejado de viajar. Hablaba Clara Blanchard, periodista de la redacción de Cataluña, y contaba cómo ella y su marido habían decidido dejar de viajar. Contaba que sus hijas adolescentes no estaban muy de acuerdo con esa postura. Estoy más o menos en la misma situación. Mis hijas quieren seguir viajando y me parece fantástico. Yo con ellas ya he hecho el trabajo, les he enseñado cómo se viaja, como creo yo que se debe ir por el mundo. Además, y en esto coincido también con Clara, la decisión de dejar de viajar es una decisión que se toma desde el privilegio. Dejar de viajar implica que ya lo has hecho. Es una renuncia a futuro. Es una renuncia, digamos, un poco fraudulenta, un poco tramposa. Renuncias a viajar cuando ya has amasado un tesoro de recuerdos, de curiosidad satisfecha, de vuelos agotadores, de anécdotas para contar y rememorar, de hoteles de cualquier tipo y condición, de museos, gentes y paisajes. Es un poco como si el Tío Gilito decidiera que ya no quiere ganar más dinero y se sentara a contar sus billetes. Además es evidente que viajar está arruinando muchos lugares. Destroza las ciudades que se convierten en clones unas de otras y arrasa con el mercado inmobiliario el comercio tradicional. Desestabiliza paisajes y la naturaleza. Nos gusta pensar que son los otros los que hacen eso, que nosotros viajamos de otra manera pero no es verdad. Somos muchos queriendo conocer el mundo, quizá los que ya lo hemos hecho tenemos que dejar de hacerlo para que seamos menos.
No sé. No sé explicarme. Escribo sobre dejar de viajar cuando estoy de viaje. Si yo fuera Tio Gilito mis billetes serían mis recuerdos de viajes, los diarios en los que los escribí. No necesito más. No necesito lugares nuevos. Quiero volver a revivir los lugares felices, los sitios felices... Tengo muchos, soy afortunada. Quizás también me da miedo crear lugares y sitios nuevos que borren los antiguos. Prefiero no ser ambiciosa. Quedarme como estoy.
Eso sí, a San Sebastián y a Springsteen volveré siempre.
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Pienso que Orbela y todo lo que conlleva este nuevo proyecto, tiene algo que ver.
Ah, y a Clara Blanchar la conozco de pequeña. Éramos amigas aunque le perdí la pista hace un millón de años y justo hace un par de meses otra amiga se la encontró y me mandó una foto. Na, las casualidades
Y si lo que pasa es que viajar forma parte de una búsqueda y cuando sientes que estás donde quieres estar ya deja de tener sentido ese moverse de un lado a otro?
A mí viajar me cansa, sobre todo por la forma en que se viaja, la cantidad de gente en todos sitios, los lugares estandarizados… tú lo cuentas mejor y te entiendo bien. Y como dicen en otro comentario, Orbela seguro que tiene mucho que ver 😉