La primera vez que vi Los puentes de Madison tenía 22 años y un novio, del que estaba enamoradísima, con el que iba y venía. He dicho «con el que iba y venía» y, a lo mejor, con esta expresión alguien imagina que éramos dos almas libres que nos juntábamos y nos separábamos de vez en cuando en una relación que ahora llamarían fluida. Nada más lejos de la realidad. Él iba y venía lleno de dudas y yo siempre estaba. En una de las etapas en las que sí venía, en la que estaba, un domingo fuimos al cine a La Vaguada. A la sesión de noche, a las diez. Antes de entrar compramos algo para cenar mientras veíamos la peli, creo que fueron unos bocadillos. Nos sentamos, empezó la película y ni siquiera tocamos la comida. Ni abrimos las bolsas. Durante dos horas nos quedamos petrificados. No recuerdo si nos cogimos de la mano, si yo apoyé la cabeza en su hombro. Nada. Solo sé que yo estaba sobrecogida y que cuando terminó la película, encendieron las luces y salimos de la sala tardamos un buen rato en poder hablar, decirnos algo. Jamás he olvidado aquella proyección. No sé si él se acuerda, a ver si le pregunto la próxima vez que nos encontremos.
La película era Los puentes de Madison y treinta años después me produce el mismo efecto. Me sobrecoge. Bueno, y aunque aquella primera vez no lloré, todas las demás lloro como si me fuera la vida en ello. El viernes pasado la vi con mi hija Clara, que está pasando una época de querer ser misteriosa y culta, lo cual se traduce en que ha vuelto a leer bastante compulsivamente (el otro día se levantó y se sentó a desayunar frente a mí mientras leía Nada, de Carmen Laforet. No quise romper el hechizo haciéndole una foto o diciéndole algo, pero la miraba furtivamente para comprobar que, de verdad, había dejado el móvil en su cuarto, cambiándolo por una novela publicada en 1944) y quiere ver pelis «interesantes». Hace un par de semanas vimos Cuento de verano, de Rohmer (yo me dormí porque no soporto a Rohmer), y teníamos pendiente ver Los puentes de Madison. Nos acurrucamos en el sofá y en silencio acompañamos a Francesca y a Robert durante esas dos horas que retratan cuatro días que para ellos son toda la vida.
Al terminar, claro, la eterna cuestión: «No entiendo porqué no se baja». «Bueno, porque sus hijos, el marido, blablablabla», dije yo con poquísima convicción. «A ver, lo que tenía que haber hecho es dejar una nota: “me voy pero a lo mejor vuelvo”. Se pira con Richard, prueba a ver qué pasa y ya está. Así se dan una oportunidad».
He leído un artículo sobre el aniversario de la película y sobre cómo lo que hicieron el autor de la novela, Robert James Waller, el guionista que la adaptó y Clint Eastwood es «perpetuar la sumisión de la mujer a su papel de ama de casa, hacer que sean resignadas, que acepten el sufrimiento BLABLABLABLABLABLABLABLA». No puedo con la deconstrucción de todo. Me aburro soberanamente con esos análisis postfeministas y postmodernos y pseudointelectuales de cualquier cosa. Quiero que me dejen soñar con las pelis románticas y llorar y creer que un buen día, sin comerlo ni beberlo, te puedes encontrar al amor de tu vida (o de los próximos seis meses o seis años) o reencontrarte con un gran amor o tener una reconciliación merecedora de ser grabada en bronce. Ya sé qué es mentira, ya sé que es una tontería pero es que estoy saturada de realidad de mierda y por eso me gustan estas películas. Y estos sueños.
Así que me gusta más el análisis de Clara. O el mío. La otra noche lloré a moco tendido desde el momento en que ella baja con las maletas. Se sientan a cenar y la película es tan buena que sientes lo que están sintiendo ellos porque tú has pasado por eso, porque tú has estado ahí. En un momento es el no va más del amor y todo es perfecto y al rato todo es tristeza, pesadumbre y angustia y nadie quiere hablarlo porque cualquier palabra puede romper el hechizo en pedazos. Ahí empecé a llorar y no paré hasta casi el final, hasta que ella abre la caja, acaricia las cámaras de él, lee la carta mirando por la ventana, se pone la pulsera y abre el libro Four days. Me di cuenta de que otras veces cuando había llorado más había sido en la famosa escena de la camioneta, cuando crees que te vas a morir de la ansiedad y gritas: «¡Sal! ¡Vete! ¡Abre la puerta!», aunque sepas que no lo va a hacer.
Esta vez me invadió la tristeza por los años que van desde ahí, desde la manecilla de la furgoneta hasta la pulsera de Robert, porque en esos años está toda la tristeza del mundo. Y estaba en esos años, entre el 65 y el 85, cuando al despedirte de alguien así, de verdad lo borrabas de tu vida. Ni Francesca ni Robert podían saber cómo estaba el otro, qué era de su vida, ni siquiera si seguía vivo. No podían escribirse, ni llamarse, ni buscarse en Facebook o en otras mil redes sociales o mirar si ella salía en las fotos de la feria de ganado de Iowa con el novillo de su hija y él en la web de National Geographic. No podían ver al otro con otra gente, quizás con otra pareja, no podían verse envejecer ni hacer elucubraciones sobre si esa sonrisa era sincera o falsa. Su amor (esta clase de certeza solo se tiene una vez en la vida) no se desgasta ni se pone color sepia porque lo cortan de raíz en el mejor momento, lo congelan.
Y sobre esa perfección amorosa construyen el resto de su vida arrastrando una pena inconmensurable. Vamos, que son desgraciados el resto de su existencia. Y, entonces, ¿por qué ella no se va? Primero porque la historia que cuenta la peli sucede en 1965 y es Iowa. Que es como si fuera Socuéllamos en 1935. Esas cosas no se hacían. Pero es que aunque fuera Malasaña 2025, no es tan fácil pirarte de tu casa y dejar a tu pareja y tus hijos. De hecho, es tan difícil que el mundo está lleno de parejas infelices precisamente por eso. Mira a tu alrededor, a lo mejor no lo sabes, pero me juego una mano a que hay alguien en tu entorno (una amiga, tu hermano, tu prima, tu compañera de curro o tú mismo aunque no quieras ni pensarlo) que sigue donde está, en un matrimonio en el que lo único bueno que puede decir de su pareja es que «es muy limpio», porque le puede el miedo.
Francesca no se va porque se acojona. Porque tiene tanto miedo que, aunque se sabe cobarde, prefiere quedarse en lo que conoce. ¿Se arrepiente después? Seguro. Cada día. Pero, ¿cómo vamos a reprochárselo? Le exigimos a Francesa un valor que nosotros no tendríamos. Que no tenemos. Ni siquiera para dejar una nota.
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Molinos, me he visto más de una vez en ese miedo que inmoviliza, en ese quedarse donde no quieres estar porque moverse da vértigo. Y sí, a veces necesitamos que una peli nos reviente por dentro para poder seguir enteros por fuera.
Completamente de acuerdo contigo. He leído también los análisis que con motivo del 30 aniversario se han hecho y en todos ellos he echado en falta que olvidaban una parte fundamental de la película, el momento que retrata (años 60, entorno rural ...). Qué fácil es interpretar y juzgar las cosas con el conocimiento y las circunstancias actuales, pero sin tener en cuenta el contexto histórico y social en el que se desarrollaron. En su momento la ví como una gran película de amor, visionados posteriores, me hacen verla como una gran película de amor, pero también de crítica social (quizá el bueno de Eastwood quiso denunciar de manera elegante la situación de la mujer en esa época, en ese entorno), y de realidad (parece que todas, porque los análisis que he leído son todos de mujeres, tenemos que ser valientes, rompedoras, pioneras y que no vale que alguna no se atreva/quiera/pueda serlo).
A mí me encantó, me sigue gustando y creo que me gustará siempre