¿Has dormido bien? ¿Quieres leche? ¿Estás bien? ¿Oyes ese zumbido? ¿Estás libre para una llamada? ¿Has revisado el guión del 3? ¿Cuándo te coges vacaciones? ¿Cuándo vuelves? ¿Ese coche es el de Antonio? ¿A qué hora teniamos la reserva? ¿Te apetece comer pasta? ¿Quieres fresas? ¿Te sigue doliendo la cabeza? ¿Vamos a dar un paseo y así te inspiras para escribir? Clara, ¿has ido a comprar la tela para el traje de chulapa? María, ¿te ha llovido en Galicia? ¿Trabajas la semana que viene?
Todas estas preguntas y muchas otras igual de insustanciales las he hecho hoy o me las han hecho a mí. Y las escribo porque, escuchando The Big Ask, he aprendido que estamos dejando de preguntar. Los niños, entre los 2 y los 5 años hacen una media de 40.000 preguntas, pero los adultos apenas hacemos diez al día. «¿Diez?», estarás pensando, «yo hago muchísimas más». Si, claro. Solo en la lista que he puesto antes hay dieciocho y cuando escribo esto me quedan todavía ocho horas de día, pero la cuestión es ¿cuántas preguntas relevantes, interesantes haces o te hacen al día? Piénsalo. Menos de diez.
Ayer fuimos a cenar fuera y al volver, solos por la carretera porque no hay nadie en el valle, A me preguntó: «Aparte del estrés del curro, la casa nueva y demás, ¿eres feliz?» No sé si fue el vino que había tomado, la oscuridad que nos rodeaba, la calma que me da estar aquí o que, sencillamente, necesitaba soltarlo, pero me lancé a una respuesta que duró You Are the One, Fast Car, Baby Can I Hold You Tonight y Stand by Me. Hablé hasta que llegamos a casa, aparcamos, abrimos la puerta y nos quitamos el abrigo. Al terminar, A me contestó: «No esperaba esta respuesta. Esperaba un “Sí”».
Hace muchos años mi hermana me dijo algo que fue muy esclarecedor y que no he olvidado nunca. Tenemos problemas para comprendernos porque cuando le preguntamos algo a alguien, nuestra pareja, nuestros hijos, nuestros amigos, quien sea, inconscientemente anticipamos una respuesta que, en realidad, casi nunca se corresponde con la respuesta que recibimos. Esa desconexión entre lo esperado y lo recibido, si no se procesa puede generar desconfianza, malestar, falta de comunicación. Y es cierto. A mí me pasa. Nos pasa a todos, creo. Preguntamos esperando una respuesta y cuando no la recibimos, poco a poco nos vamos cerrando y haciendo cada vez menos preguntas para evitar la desilusión, la decepción o cualquier otra sensación desagradable. ¿Quién no se ha sentido muy ofendido o dolido por alguna respuesta que otra persona le ha dado sin la menor malicia?
Cada vez preguntamos menos. Cuando era pequeña lo preguntaba todo, a todas horas. Muchas veces recibía como respuesta: «Eso no se pregunta. No seas indiscreta». Seguimos diciendo cosas así. Está mal visto preguntar a qué partido votas, cuánto dinero ganas u otro millón de cosas. No se pregunta y no se habla. Como decía una filósofa en el podcast: “we have simply forgotten that the questions are important and powerful in their own right and that the answers will be nothing without the questions”. Preguntar a alguien es una manera de conocerlo, de interesarte, de prestarle atención. Preguntar algo real, verdadero, que muestre un interés real. «Ana, ¿cuál es tu historia?», me preguntó hace un par de años un italiano con el que empezaba a trabajar en un proyecto que iba a durar casi hasta hoy. Me quedé bloqueada. «¿Mi historia? ¿Desde cuándo? ¿Seguro que te interesa? Es aburrida, como la de todos». Él mostró interés y se la conté. Después le pregunté a él y desde entonces trabajamos juntos y cuando cada lunes hablamos para encauzar el trabajo de la semana, la pregunta «¿Cómo estás?» va más allá de un mero formalismo.
En general preguntamos poco y nos decimos que es para no molestar, para no ser cotillas, para que nadie piense que nos entrometemos o que tenemos una segunda intención. Pero también preguntamos menos o, mejor dicho, sobre todo preguntamos menos por temor a las respuestas. En una sociedad, una época, en la que con mirar el móvil sabemos el tiempo que va a hacer, lo que vamos a tardar en llegar a tal o cual lugar, dónde están nuestros hijos, nuestros perros, nuestra pareja, el ritmo de los latidos de nuestro corazón, las calorías que has quemado, los pasos que has dado o cuantas horas de sueño REM has tenido, enfrentarnos a la incertidumbre de la respuesta que otro nos pueda dar nos aterra. Si no preguntas, esa incertidumbre desaparece. No hay peligro de que te hagan daño o de saber demasiado o algo que preferirías desconocer.
Hay gente charlando con ChatGPT, contándole su vida, preguntándole cómo solucionar sus problemas o qué opina la Inteligencia Artificial sobre sus vidas. Cuando la respuesta no les gusta, le dicen: así no, dame otra.
¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿Me subes el sueldo? ¿Estás contento con mi trabajo? ¿Qué te preocupa? ¿Con qué sueñas? ¿Qué te da miedo? ¿Quieres a tus padres? ¿Cómo fue tu infancia? ¿Por qué ya no me miras? ¿Te he hecho daño? ¿Eres feliz? ¿De qué te arrepientes más? ¿Te ha gustado mi libro? ¿Crees que me queda bien este corte de pelo? ¿Quieres tener hijos? ¿Por qué no quieres tener hijos? ¿Quieres hablar? ¿Qué problema tienes conmigo? Me parece que tienes algún problema ¿quieres contármelo para ver si te ayuda hablarlo? ¿Me puedes explicar por qué me has traicionado así? ¿Qué pretendes con todo esto? ¿No crees que te estás equivocando? ¿Me perdonas? ¿No pensarás dejar esta situación así, verdad? Me encantaría saber qué estás pensando: ¿me lo cuentas? ¿Por qué dejamos de ser amigos? ¿Te he decepcionado?
Volvamos a preguntar como cuando de niños nos mandaban callar y no nos asustaban las respuestas porque no teníamos miedo.
PS: Recomiendo muchísimo escuchar el episodio porque, además de todo lo que hace pensar, el host Ian Wyle hace algo increíble: Toda su narración está construída a base de preguntas. El plano secuencia del audio.
Para celebrar las vacaciones abro una oferta de 20% de descuento para la suscripción de pago anual. Estará activa hasta el próximo lunes. ¿Qué tendrás? Además de mi agradecimiento y un poco más de amor por mi parte, podrás asistir al club de escucha, tendrás acceso al chat y a la newsletter solo para suscriptores del último domingo del mes. Si te haces miembro fundador, además, cuando un buen día abras tu buzón, si es que todavía lo abres, te encontrarás mis cartas.
Sí, y junto a saber preguntar habría que aprender también a saber escuchar. Creo que hay muy poca gente que realmente escucha cuando habla con alguien, quizás por eso se hagan cada vez menos preguntas.
Molinos ¿Qué pasa cuando las preguntas nos atraviesan, pero no sabemos ni cómo formularlas? ¿No será que a veces nos encogemos por dentro porque no hay nadie del otro lado que quiera escuchar de verdad? ¿Y si reaprendemos a preguntar como si no supiéramos nada, como cuando éramos niños y no nos daba vergüenza? ¿Tú crees que si preguntamos más, también nos sentiremos más acompañados? ¿O será que algunas respuestas duelen tanto que por eso preferimos el silencio? ¿Quién nos enseña a preguntar bonito, sin invadir pero sin huir? ¿Cuántas historias se habrán perdido porque nadie se atrevió a decir: cuéntamela?