Dormí ocho horas del tirón. He colocado el reloj despertador que me compré en Francia en la estantería que me hace de mesilla. Cada noche le doy cuerda y cuando apago la luz escucho su tic tac hasta quedarme dormida. La primera noche pensé que lo mismo acababa levantándome y metiendo el reloj en el armario pero no ha hecho falta. De hecho, gracias a su tic tac he dejado de escuchar podcasts para dormirme.
Mi hermana gritó: «¡28 de agosto y bañándome en la piscina! ¡Increíble!». Ella es poco de bañarse, pero es verdad que bañarse a las siete de la tarde en Los Molinos en estas fechas es algo raro o solía serlo. Los cuatro baños del día los saboreé como si fueran el último por si acaso se cumple esa previsión meteorológica que anuncia tormentas, viento y bajada de temperatura y no puedo volver a bañarme. Me dolió la cabeza todo el día y no sé si es por ese cambio de tiempo que se avecina o porque he leído demasiado y mi vista ya no lo aguanta. Sigo sin llevar gafas de cerca porque el tema es que sí que veo y puedo leer sin problemas, pero cuando luego levanto la vista del libro descubro que el mundo se ha difuminado y que los árboles, la piscina, la casa, las montañas son más bien manchurrones de color que se expanden como si no tuvieran límites. Me lleva un rato volver a colocar límites a lo que veo.
«Se le acabaron los años», le dice un personaje a otro en la novela que he terminado esta tarde, El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez, para explicarle la muerte. Me ha gustado, me ha recordado a la pregunta que Julia Louis-Dreyfus le hace a sus invitadas en un podcast, Wiser than me: «¿Cuánto has vivido?». Es curioso cómo la presencia de la palabra años para hablar de la muerte la hace manejable y comprensible y la ausencia de la misma al preguntar por la edad cambia por completo, anula la idea de vejez. Vivir los años que sea es un logro, un camino recorrido.
Leo un perfil de Gillian Anderson en el que cuenta que no vive con su actual pareja, con la que lleva ocho años. «Best of all worlds. I highly recommend it». No puedo estar más de acuerdo.
Mi hija Clara, en distintos momentos de su vida, me preguntó: «Mamá, ¿a qué edad se puede empezar a llevar tacones?». Y en otro momento: «¿A qué edad empiezan a importarte las plantas?». Yo me pregunto: ¿A qué edad empezó a gustarme tender la ropa? ¿Cuándo empezó a parecerme un momento mágico, placentero, en el que recrearme? No lo sé, pero me gusta sacar la ropa de la lavadora, cargarla en el barreño verde de doble asa que me hace sentirme como si fuera una mujer del lejano oeste que sale de su cabaña de troncos para tender en un par de cuerdas en medio de la vastedad del paisaje que rodea su casa. Cuando llego a las cuerdas, extendidas entre dos macizos de flores, la imagen de la mujer del oeste se esfuma, desaparece de escena porque el que ocupa toda mi imaginación es Tony Soprano y su fantasía de observar a una bella mujer italiana tendiendo sábanas blancas en el jardín de su vecino. En esta imagen yo no soy ni Tony Soprano ni la bella mujer italiana, obviamente, pero están ahí... vigilándome mientras me tomo un tiempo absurdo en coger una prenda del barreño verde, elegir qué lugar de las tres cuerdas disponibles es mejor para que le dé el sol y para aprovechar el espacio, pinzarla y volver al barreño a por la siguiente prenda. Cuando destiendo no hay imágenes, soy yo recogiendo la ropa y doblándola con cuidado para ahorrar planchados y hacer montones en el barreño ordenados por persona.
A las siete de la tarde pensé que todavía eran las siete de la tarde y que parecía que este miércoles estuviera luchando contra el tiempo, que se esforzaba en que sus horas duraran más de lo normal, en extenderse más allá de los minutos que le correspondían. Parecía aferrarse a la idea de querer seguir existiendo, de no querer dejar paso al jueves, al 29 de agosto. No sabe que se le van a acabar los minutos.
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Voy a echar mucho de menos tu cuaderno de vacaciones.
Desde los 22, que me emancipé por primera vez, empecé a disfrutar haciendo la colada. Lo de vivir separados me parece la clave, aunque no todo el mundo está dispuesto a echarse de menos… Yo también voy a echar de menos tu cuaderno de verano.