“¿Y cómo hace para no pensar?
Porque me levanto por las mañanas y no sé si hoy es viernes, sábado, domingo o lunes. Eso es sanísimo, lo que pasa es que vivimos en el mundo de la lógica y de la información y de la memoria y le damos mucho valor a los datos porque parece que tener datos y saber perfectamente lo que tienes que hacer es importantísimo, pero yo sigo resolviendo mi vida sobre la marcha. Y no pasa nada, ¿sabes? No estoy todo el rato pensando o alimentándome de cosas negativas y de histeria colectiva” (Laura Ponte)
Como yo no soy Laura Ponte sé perfectamente qué día es hoy, domingo, y qué día era ayer, sábado. Por saber, sabía desde hacía meses que ayer, sábado 28 de septiembre, sería mi día de volver a Madrid después de cuatro meses. Por saber, sabía hasta cómo tendría organizado el día, en algún momento después de levantarme en Los Molinos y recoger mis cosas: ropa, libros, ordenador, pesas, bolsa de tupper para el trabajo y carne y pescado comprados allí; me metería en el coche y volvería a Madrid sintiéndome muy desgraciada, como cada año de mi vida cuando me toca volver. Sabía también que no encontraría sitio para aparcar en la puerta de mi casa y que dependería de la buena disposición de mi hija para bajar a ayudarme con los trastos. Sabía también que el resto del día lo pasaría haciendo la compra, organizando mis cosas y la nevera y la despensa y cocinando para toda la semana. Sabía también que la primera noche que duermo aquí me despertaré en mitad de la madrugada y no sabré dónde estoy, ni donde está el baño ni en qué lado de la habitación está la ventana.
Sé todo eso porque no soy Laura Ponte y porque así es como está organizada mi vida.
Se acaba septiembre, vuelvo a Madrid, y ahora empezaré a ir a trabajar en bici, volveré andando, se hará de noche cuando esté llegando a casa y cuando esté terminando de preparar la cena escucharé a mis hijas entrar en casa gritando: «¿Qué hay de cenar?». Charlaremos mientras comemos, se pelearán por el turno de fregar y tender y, luego, si ellas no tienen que estudiar y yo no tengo que escribir o trabajar, veremos una serie. Nos iremos a dormir las tres a la vez, yo entraré en sus cuartos a darles un beso y decirles que las quiero muchísimo y se acabará el día para repetirse casi igual de lunes a viernes. Sabré cuándo es lunes porque Clara tiene Francés, martes porque voy a EL PAÍS, miércoles porque Clara repite Francés y jueves porque tengo un evento de trabajo. Será viernes cuando teletrabaje y mi jornada termine a las 3. Y volverá a ser sábado el día que a las nueve de la mañana no se escuchen coches en mi calle, ni la música que anuncia el comienzo de las clases en el colegio pegado a nuestra casa, en la manzana siguiente.
Yo pienso todo el rato, a veces demasiado, aunque mucho menos que cuando era niña, que todas las tardes tenía dolor de cabeza. Me dolía tanto que mi madre, a pesar de ser una madre de los 70 y tener cuatro hijos, se preocupó y me llevó al médico. Acabé en un psiquiatra infantil que le dijo a mi madre que lo que me pasaba es que, al volver del colegio, me preocupaba tanto por lo que pudiera ocurrir al día siguiente, por si me sabía la lección, había hecho los deberes o lo que fuera, que lo somatizaba en dolores de cabeza. Ahora ya no pienso tanto como para que me duela la cabeza, pero mientras mi cuerpo sabe qué día de la semana es y cuáles son mis tareas, mi cabeza campa a sus anchas recorriendo rincones ya conocidos: pensando si me compraré una casa en Los Molinos; encabronándome de nuevo con gente que lo merece; saltando de recuerdo en recuerdo al cruzar una calle, atravesar una puerta o percibir un olor o haciendo la lista de la compra.
«Recuerdo perfectamente el día que mi padre me enseñó a dibujar pájaros volando. Ya sabes, ese doble trazo ondulado, sencillo, que casi por arte de magia se convierte en un pájaro volando en el papel en blanco. Ana, aquello me pareció increíble, como si me hubiera otorgado un conocimiento secreto». Esta frase, por ejemplo, lleva en mi cabeza desde que A me contó este recuerdo el domingo pasado mientras volvíamos paseando de la librería de Cercedilla. Siempre me intriga el proceso por el que los recuerdos se fijan en tu cabeza. Me río imaginando al recuerdo, como una especie de personaje de Pixar, de Inside Out, apareciendo en el horizonte de mi vida, con su hatillo al hombro y caminando hacia mi cabeza. Lo imagino materializandose a la entrada de mi memoria, llamando a la puerta y diciendo: «esto parece un sitio agradable, acogedor; me pongo cómodo y me quedo a vivir». Tengo muchísimos así; ya deben ser legión, han construído casas, calles y barriadas en mi memoria y unos y otros se saludan e interactúan entre ellos sin que yo tenga ningún control sobre ellos. La frase de A, por ejemplo, aunque lleva poco tiempo instalada, ya se ha hecho amiga de un recuerdo de mi infancia en el que llevo pantalón de pana verde, un jersey de cuello vuelto con dibujos de colores y pedaleo en bicicleta alrededor de la mesa donde mi abuelo, sentado al sol, lee el periódico. Mi abuelo no me enseñó a pintar, nadie me ha enseñado nunca porque soy una incapaz de primera categoría aunque Ximena Maier diga que para dibujar lo único que hay que hacer es mirar. Bueno, pájaros volando sí se pintar y cuando me aburro en las reuniones pinto pollos con patas endebles que en la vida real los harían volcar hacia delante y clavar el pico en el suelo.
No he dejado de pensar en este texto mientras empanada media docena de filetes de ternera, unos veinte de pollo y removía la cacerola del tomate frito con una mano y con la otra la de los garbanzos con verduras. Pensaba en cómo empezarlo, en qué contar y en cómo contarlo mientras embadurnaba una pechuga de pavo en hierbas y la metía en el horno; y también mientras planchaba las sábanas de la cama para estrenar este nuevo mes en Madrid sintiendo ese pequeño placer cuando me acueste esta noche.
En este mismo momento pienso en que este primer día en Madrid va a terminar cenando con María y viendo con ella Misterioso asesinato en Manhattan. Ella no se acuerda, no lo sabe, pero ya la vio conmigo hace años. Por lo que sea, ese recuerdo no se instaló en su cabeza y por eso hoy va a ser como estrenarlo. Y pienso también que cuando me acueste en esas sábanas recién planchadas recordaré que mañana es domingo y, cuando leas esta carta, con casi total seguridad pensarás que sabes bien qué día es. Harás el propósito de aprovecharlo para no pensar, para hacer como que no importa que mañana sea lunes.
Hagamos el propósito de resolver el domingo, como Laura Ponte hace con toda su vida, sobre la marcha.
Gracias por leerme. Creo que te gusta leer Cosas que (me) pasan. ¿Sabes que puedes suscribirte para apoyar lo que hago, recibir el contenido extra y participar en El club de Podcasts encadenados y en el chat? Me encantaría que lo hicieras y te lo agradecería infinito. Si, además, te haces miembro fundador, piénsalo ¿cuándo has sido fundador de algo?, hasta te recibirás una carta manuscrita. ¿Cuándo fue la última vez que abriste el buzón y había una carta para ti?
Me encanta cómo escribes. Buscando algo sobre refraneros he leído un artículo tuyo ( ¡Del 2009! ) y ya enganchado de por vida. Gracias por compartir ya que el poder hablar con un autor e interactuar es un lujo y una deferencia hacia tus humildes lectores que agradezco enormemente. De primeras, éste me ha traído el recuerdo de los dibujos de aves. ¡Ya me parecía extraña la foto de esas gaviotas! Pero mi recuerdo era con dibujos simples como si fueran letras uves aplastadas y grandes. Las hacía a menudo. También la envidia-cochina-que-me-corrompe-el-alma cuando has hablado de volver de vacaciones de cuatro meses. Mis recuerdos eran de unos tres meses en la playa y vuelta al hogar tostado del todo. (Somos los conguitos... ) Entiendo que te explayas y creas licencias imaginativas para tus escritos ya que aunque no lo has dicho (también nos vienen recuerdos de cosas que no se dicen) he recordado que lo primero que solemos hacer, al entrar a nuestros hogares que han estado cerrados bastante tiempo, es abrir todas las ventanas para que corra el aire viciado. Se forma un gas Radón perjudicial para la salud y causante, entre otros, de cáncer de pulmón. Y en cuanto el no saber el día en qué vivimos... Me recuerda las preguntas que hacen los médicos a octogenarios o personas con problemas de cognición. ¿Cuántos hijos tiene? ¿Qué ha comido hoy? ¿Qué día es hoy? Así que más tarde o más temprano todos responderemos ante el Señor? ... Médico? Jajaja. Todos calvos. Y el comentario despectivo y prepotente de JV es triste. Típica gente que suelta la puya y acto seguido dice que con cariño, sin aquiescencia... Y un cojón-de-pato. La mierda está suelta. Sólo hubiera faltado poner un ventilador. Los japoneses adoran -y hacen arte de ello- las heridas que se quedan marcadas en una mesa o silla de madera o en una porcelana quebrada y restaurada. Pero una cosa son objetos inanimados y otra muy distinta hacer daño a un ser viviente. Al humano con la palabras. Porque éstos no tiene siempre la oportunidad de tener a un restaurador que les sane. Y ya dependerá de cada uno de nosotros el gestionarlo a nuestra manera. Y es quedarse con lo positivo y por eso repito mi agradecimiento a tu dedicación con la escritura. ¡Gracias!
Pues aquí estoy leyendo tu carta de los domingos un viernes :) porque a veces no se tampoco en que día vivo, pero por motivos totalmente opuestos a Laura Ponte: mis turnos son un caos!
Eso si, se perfectamente cómo tu dices: que mañana tengo que hacer las lentejas, ir a la compra, y llamar al taller porque toca arreglar el coche. No me puedo permitir esa improvisación, como la gran mayoría de mortales. Así que somos legión!!
Me encanta como describes tu rutina con tus hijas y como imaginas los recuerdos.
Un abrazo y feliz finde!