Washington road trip: en Mount Rainier pensando en los nunca mas y asando marshmallows
A las ocho de la mañana tras una reparadora noche de sueño arrullada por el Ohanapecos me desperté fresca como una lechuga. Salté por encima de Juan, cogí mi libro y mis sandalias y salí fuera para ver la mañana desplegarse mientras leía a la orilla del río. Como amaneció un día de cielo increíblemente azul y sol radiante no había prisa por aprovecharlo, teníamos día de sobra así que me relajé y estuve leyendo hasta que terminé las aventuras de Bruce Chatwin. A las nueve empecé a escuchar ruidos en la tienda de Santi y Colton que aparecieron enfurruñados, encogidos y con ojeras. «¿Qué tal habéis dormido, chicos?» «La peor noche de mi vida. Me pegaba al colchón que hinchamos ayer, Colton me robaba el edredón y, además, el colchón se ha desinflado y hemos acabado en el suelo» me contestó Santi. «Todavía puede ser peor, os queda otra noche igual».
Nos sentamos a desayunar lo seis y yo me sentía como la madre de las películas del oeste. Todos sentados con su leche y sus cereales y yo en la caravana, con los fogones como un circo de tres pistas, con el hervidor, una sartén para tostar los bagles y otra para hacer huevos revueltos. Conseguí sentarme a desayunar antes de que se me enfriara el té y discutí con Juan porque se había servido cereales como si él fuera el único. «Ana y Juan se han enfadado pero no pasa nada, son amigos» le explicó Santi a Colton cuando nos enfrascamos en la discusión.
Lo bueno de los campings sin ducha es que los preparativos para salir por la mañana son mucho más rápidos: vestirse, un lavadito de dientes y arreando. Nos metimos los seis en la caravana y nos dirigimos a Sunrise Visitor Center, el punto más alto del Parque National al que se puede llegar en coche. Ese día yo también conducía y la verdad es que se notaba el peso añadido de Santi y Colton que son tíos más bien grandes tirando a enormes. El día, como ya he comentado, estaba totalmente despejado, con el cielo sin una nube y el aire tan limpio y cristalino que casi parecía que podíamos oírlo crujir alrededor de las copas de los pinos y los abedules. La carretera que atraviesa este parque transcurre por valles más abiertos que en los otros dos parques en los que habíamos estado (North Cascades y Olympic National Park) y eso nos permitía, de vez en cuando, en alguna curva, ver el paisaje más allá de las montañas, y en algún punto en concreto la cumbre de Mont Rainier a 4.400 metros de altura, imponente y cargada de nieve. Poco antes de llegar a destino, la carretera hace un giro de 180 grados con un mirador desde el que, ese día tan despejado, pudimos admirar una panorámica impresionante. Hacia el sur refulgía la cumbre de Mount Adams, hacía el norte las del Glacier Peek y Mount Baker y al oeste Mont Rainier. No sé si he dicho que desde Canadá hasta California corre la cordillera de las Cascadas que cuenta con más de veinticinco volcanes… en el estado de Washigton hay varios y desde ese mirador casi podíamos verlos todos. En ese mirador, además, nos hicimos una foto todos juntos colocados por alturas y parecíamos los Dalton. «Lovely family» comentó el amable señor que nos hizo las fotos. Si él supiera la pandilla que somos.
Cuando finalmente llegamos al centro de visitantes, aparcamos, cogimos un poco de alpiste y comenzamos un sendero circular de unos cinco kilómetros con unas vistas maravillosas. La carretera al Sunrise Visitor Center había abierto cinco días antes, el 7 de julio y, normalmente se cierra entre finales de septiembre y julio por las condiciones meteorológicas. No me puedo imaginar lo que tiene que ser en diciembre. El Parque nacional de Mont Rainier es el quinto de USA y el Rainier es el volcán más alto del país, además del pico glaciar con más hielo. Tiene siete glaciares con profundidades de hielo de más de doscientos metros. Todos estos datos no te preparan para la sensación que te transmite el volcán cuando llegas a él. Es una montaña majestuosa, un volcán cubierto de nieve de un blanco impoluto que te hipnotiza cuando lo miras porque cambia constante por la luz, por las sombras, por la distancia a la que estés. Más de diez mil personas intentan, cada año, llegar a su cumbre pero más de la mitad no lo consigue por el tiempo, porque se agotan antes de coronar o porque sufren mal de altura.
El sendero circular tenía en algunos puntos más de dos metros de nieve y no íbamos preparados. Juan, María, Colton y yo íbamos bien, Santi y Clara, como buenos mejores amigos unidos por sus amores y sus odios, iban más atrás renegando pero aguantaron como campeones. El sendero era fácil, muy llano y con unas vistas de la cumbre con el sol reflejándose en la nieve sencillamente impresionantes. Podíamos ver perfectamente Emmons Glacier que es el más profundo de los siete glaciares. A pesar de esopor el calentamiento global el glaciar ha ido perdiendo hielo y retirándose y eso también lo pudimos apreciar. A mitad de la senda, en White River Campground junto a una antigua cabaña de madera nos sentamos a comer un poco de alpiste, salami picante y picos. La conversación, durante ese breve descanso, giró en torno a la comida en los distintos países que habíamos visitado cada uno. Yo voté Inglaterra como el peor. Hablamos también de croquetas, gazpacho, melón con jamón y ostras que resultó ser la comida favorita de Colton «antes de probar las aceitunas que me disteis ayer». Volvimos al sendero y vimos muchísimas ardillas chiquititas y muchas flores alpinas diminutas. Al contrario que en España los senderos en los parques nacionales americanos están marcados y está prohibido salirse de ellos para así proteger la fauna y la flora. En unos paneles que vimos luego en el Centro de visitantes explicaban que la pisada de un adulto puede acabar con treinta o cuarenta plantas y la de un niño con diecisiete. Nos parecieron unos números tan ajustados que tenían que ser reales.
Durante un tramo de la ruta, Juan y María se adelantaron e iban unos metros por delante de mí. Colton me seguía y Clara y Santi iban muy detrás parándose cada poco para discutir uno de sus temas absurdos o hacer fotos. En mi caminar solitario pensé que éramos una pandilla peculiar, perfectamente ajustada y afín a pesar de todo. Siempre que veo a Juan con mis hijas, charlando de mil y un temas, pienso en la suerte que tienen los tres. El nexo que les une soy yo, claro, pero podía haber salido mal. Podían no gustarse, podían solamente tolerarse y, sin embargo, no es así. Ellas no confían en él porque sea mi mejor amigo, ellas confían en él porque es su amigo. Y para Juan mis hijas no son “las hijas de Ana” son sus amigas. Tienen conversaciones en la que no solo ellas aprenden de Juan, él aprende de ellas, tienen bromas compartidas (casi siempre a mi costa) y una confianza mutua que solo se tiene con los amigos propios. Resulta difícil de explicar pero muy fácil de ver si lo tienes delante. Su vínculo empezó por mí pero, ahora mismo, ha trascendido mucho más allá de mi presencia y eso es maravilloso aunque, muchas veces, suponga que los tres se alíen contra mí. Al terminar la ruta, nos acercamos al Sunrise Day Lodge, un edificio de madera muy chulo construido en 1931 con la idea de ser parte de un hotel que nunca se construyó. Ahora alberga la tienda de regalos, una pequeña cafetería y un puesto de guardabosques. Al lado hay otras dependencias donde se puede ver una pequeña explicación sobre la historia del parque, la geología del volcán y hay también un listado con los empleados que han muerto en el parque nacional. Ahora mismo recuerdo a dos jóvenes que murieron en el rescate del mismo alpinista y una guardabosques tiroteada desde un coche. No se puede dormir en Sunrise, no hay hoteles y tampoco se puede acampar ni aunque vayas en caravana o en furgoneta. En este parque, como en todo USA, solo se puede acampar en sitios asignados o en el aparcamiento de un Walmart. (Tengo un amigo que de joven estuvo de empleado en el Sunrise durante toda la temporada de verano. Le mandé fotos y me mandó un audio: «una de las mejores épocas de mi vida. Mucho trabajo, mucho turista pero también grandes borracheras y mucha marihuana». Mi amigo es un campeón del disfrute. Lo ha sido siempre cuando estuvo en Mont Rainier con veinticinco años y ahora, con cincuenta viviendo en la otra punta del mundo)
Después de cuatro horas pululando por allí emprendimos la bajada con ese cansancio que da la alta montaña. Conducía Juan mientras yo leía el Tahane News (Summer-Full Visitor Center 2022) un periódico con noticas del parque y sugerencias e indicaciones la mar de entretenido. Al llegar al campamento hubo desbandada. Juan se fue a dormir la siesta a la caravana, Clara se puso a escribir su diario, María a hacer solitarios y Colton, Santi y yo nos fuimos al río a leer. A media tarde, los chavales recogieron sus bártulos de la orilla, se acercaron a comprar leña para la fogata que queríamos hacer por la noche y, después y contra todo pronóstico, decidieron marcharse a hacer la ruta a las Silver Falls que Juan y yo habíamos hecho el día anterior. Los adultos aprovechamos para estar tranquilos en el campamento. Este camping, como todos los de los parques, era precioso pero era también en el que habíamos encontrado más gente. A pesar de eso el silencio era total, nadie gritaba, nadie ponía música, nadie molestaba a los demás. No había, ni este ni en ningún otro, ni un papel en el suelo, ni un desperdicio fuera de sitio y los baños, vateres y lavabos, se compartían sin problema entre un montón de desconocidos que los dejaban en perfecto uso para los siguientes. Con todo, para mí lo mejor de estos campings fue que no hubiera cobertura de ningún tipo. Es maravilloso poder desconectar de todo y al mismo tiempo es aterrador ver lo adictos que somos al móvil. Nos creamos falsas necesidades y urgencias. MIs hijas y los chavales se habían ido de ruta, si hubiera tenido cobertura seguro que les hubiera mandado mensajes para saber cómo iban. «Es para ver si están bien» me hubiera dicho a mí misma. No hay necesidad. No pasa nada. Ya volverán. Sin cobertura de ninguna clase se vuelve a aprender a esperar. Estar desconectado nos permitió abandonar los móviles, levantar la mirada y contemplar y admirar un paisaje que probablemente no volvamos a ver jamás. La sensación de “nunca más voy a volver aquí” es algo que también me asaltó mucho ese día. ¿Puede que vuelva a Mont Rainier alguna vez en mi vida? pensé. La posibilidad existe, claro que sí pero es remota. Tengo la edad que tengo y la ventana de oportunidad se va cerrando. Se lo comenté a mis hijas y me dijeron: «no seas dramas». No es ser dramas, es realismo. ¿Van a volver ellas? Pues sus posibilidades son mucho mayores porque tienen, ojalá, muchísimo más tiempo que yo a su disposición. Reconozco que me dio un poco de vértigo pensar que nunca más volvería a la orilla del Ohanapecos pero lo ahuyenté pensando que a lo mejor Clara acaba viviendo en Washington y tengo nietos americanos a los que llevar allí. «Mamá, a mí no me metas en tus movidas»
Cuando los chavales volvieron del paseo yo ya llevaba un rato jugando a la perfecta madre de serie americana y tenía una gran cena en marcha sabiendo que vendrían hambrientos. Había preparado mucho aperitivo, garbanzos salteados con verduras y huevo duro y teníamos el fuego preparado casi listo para hacer perritos calientes de los que se encargaron Santi y Colton. Santi había traído, además, una salsa de marshmallows para los perritos, una guarrada infecta que solo Colton fue capaz de comerse. Todos convinimos que Colton era capaz de comerse cualquier cosa, si le hubiéramos dado coliflor con membrillo bañado en guacamole también lo hubiera devorado.
De postre y ya sentados en torno al fuego hicimos marshmallows tostados con las galletitas típicas, el chocolate fundido y fresas. Yo no las tenía todas conmigo con el invento pero estaba buenísimo. La conversación giró en torno a muchos temas. Hablamos de religión y de si hay algo después de esta vida (todos menos yo creían que sí), del sueldo mínimo en cada país (en Usa es el doble que en España), del precio de las cosas y de las armas, claro. En Washigton es legar tener armas y llevarlas por la calle, el año pasado un chaval que ambos, Santi y Colton, conocían de su equipo de fútbol americano mató a otro chaval por un tema de una novia. Alegó que fue en defensa propia pero fue condenado a cadena perpetua porque se demostró que le había pegado cuatro tiros por la espalda. Nosotros cuatro nos horrorizamos y les comentamos que para nosotros, para los europeos en general, usar armas en la vida diaria para defenderse es algo impensable, casi marciano. Por supuesto salió el tema de los tiroteos masivos. Santi nos preguntó «¿Cómo lo solucionaríais?» «Es fácil, muy sencillo. En el resto del mundo no hay tiroteos masivos porque no se pueden comprar armas. Hay que prohibir las armas y su compra tiene que estar reguladísima» «¿y tú, Colton? ¿Cómo los evitarías?» Preguntó a su amigo. «A mí que me preguntas, solo tengo diecisiete años, no lo sé» Colton me recordaba a Fezzick, el gigante de La Princesa Prometida, con su inocencia y su sorpresa por todo lo que le íbamos descubriendo.
Cuando la leña que habíamos comprado se consumió por completo y nos devoró la negrura de la noche nos fuimos a acostar. Juan se aseguró tres veces de que el fuego se había apagado, los chavales se marcharon a dar un último paseo y yo me acosté a leer Rules for a Knight de Ethan Hawke que había comprado en Powell´s solo dos días antes en lo que sin embargo parecía ya otra vida.
Mañana más.