Washigton road trip: en Portland. De casas y libros
El día en Portland comenzó con calma. Nada de prisas desayunando, ni duchándonos ni haciendo la colada que volvía a tocar. A las doce de la mañana vino a buscarnos un Uber para llevarnos directamente a nuestra primera parada: el Apple Store. ¿Por qué este ataque de consumismo nada más empezar el día? Pues porque Portland es una ciudad libre de impuestos (el sueño de algunos) y María quería comprarse un Ipad, que por lo visto es imprescindible para estudiar telecomunicaciones, y allí le salía más barato. «¿Me vas a ayudar a comprarme esto?» «Ya te he ayudado, practicamente te lo he comprado yo. Te he traído hasta aquí» «No lo había pensado así pero tienes razón».
Tras esta gestión aburridísima porque a mi visto un Ipad, un Iphone y cualquier otro cachivache tecnológico, vistos todos (me pasa igual con los coches) empezó nuestro día de descubrimiento de la ciudad. Si me preguntáis cual fue mi primera impresión de la ciudad, mi respuesta automática es: vacía. Sábado por la mañana y en Dowtown Portland me sobran dedos de las manos para contar la gente que vimos. Nuestro plan era patear la ciudad que para los americanos es algo inconcebible, es casi como si pretendieras ir en góndola por Madrid. Tras una semana de caravana nos empeñamos en ir andando y emprendimos camino hacia Washigton Park, una colina que se eleva sobre el Downtown con diferentes jardines, zonas de bosque, increíbles mansiones y unas vistas privilegiadas de la ciudad y de la llanura que la rodea. Empezamos el paseo por el centro de Portland, una zona curiosa en la que se encuentran los primeros "rascacielos" construídos por los colonos prósperos entre los años diez y veinte del siglo pasado. No olvidar que la mayoría de los colonos llegaron a Oregon a partir de 1850, es decir, antes de ayer. Desde ahí fuimos subiendo, más bien arrastrándonos porque estábamos muy cansados y además hacía calor, en dirección a la colina. Era un paseo de 20 minutos pero se nos hizo eterno. Cruzábamos alternativamente vecindarios con casas agradables, en las que nos imaginábamos viviendo, con otras zonas que eran casi descampados y en las que ir caminando casi parecía un deporte de riesgo. Pasamos por el Providence Park, el estadio de fútbol donde juegan los Portland Timbers y las Portland Thorns y, por supuesto, nos entretuvimos en ver si había partido esa noche, entradas y en qué posición de la tabla están las Thorns porque a nosotras solo nos interesa el fúbtol femenino (y a mí poco y solo por amor a mi hija). Además, mis compañeros se hicieron una foto que me da muchísima grima.
Cuando, por fin, llegamos al bosque de Washigton Park nuestro agotamiento mejoró algo y nos vimos
capaces de enfrentarnos al resto del día. Nos sentamos a la sombra de un gran pino a comer un poco de alpiste y, una vez repuestas las fuerzas, visitamos primero el Memorial del Holocausto (nada interesante) y después el Rose Garden. De camino a la rosaleda, Clara se sacó de la manga, como siempre, una pregunta completamente inesperada. «Mamá, ¿tú crees que los descendientes de Tchaikovsky saben que son sus descendientes?» Los procesos mentales de mi hija son muy misteriosos. La respuesta a esta pregunta fue «Hombre supongo que sí. ¿Si tu bisabuelo fuera un compositor muy famoso tú crees que lo sabrías?» y derivó después en una conversación sobre los derechos de autor de las obras de arte y como los derechos de Mickey Mouse están a punto de caducar y el lobby de Disney está tratando, una vez más, de presionar al gobierno americano para que amplie ese plazo. «¿y qué pasa si no se amplía?» preguntó Clara. «Pues que cualquiera podrá usar la imagen de Mickey Mouse para cualquier cosa y venderla» «¿Puedes hacer algo porno con Mickey MOuse, por ejemplo?» «De eso ya hay»
Antes de que la conversación se fuera ya a lugares que no era el momento de recorrer llegamos al Rose Garden. Antes he dicho que en el Dowtwon no había nadie, estaban todos en este jardín. La rosaleda es impresionante, hay miles de rosas de todos los colores, tamaños y olores en arriates colocados entre el verdor de los árboles y arbustos del parque. Desde ahí, además, se disfruta de una estupenda vista de la ciudad, el río Columbia (Portland está construído en sus orillas) y al fondo, otro volcán con nieves perpétuas, Mont Hood. Tras un paseín corto porque no somos unos grandes amantes de la jardinería, nos acercamos a visitar el Jardín Japonés, otra atracción del parque. Abortamos misión porque la entrada costaba 20$, había muchísima gente y, como acabo de decir, lo de los jardines nos gusta con moderación. Aquí hubo un pequeño momento de crisis en el plan del día porque no sabíamos qué hacer pero yo, en plan heroína, tomé las riendas y dije: vamos a ir a la Mansión Pittock. «Andando no, andando no» dijeron mis huestes. «Bien, vayamos en Uber».
La Mansión Pittock está en uno de los puntos más altos de Portland, fue construída por el magnate de la comunicación Harry Pittock y su mujer Georgina. Él era inglés y ella era de la costa este, los dos llegaron a Portland siguiendo la ruta de Oregón en la segunda mitad del siglo XIX. Él al llegar se puso a currar en The Oregonian, el periódico de la ciudad y, no sé muy bien cómo porque no lo explicaban en ninguno de los cientos de carteles que leí, acabó haciéndose con él y siendo su dueño en 1860, momento a partir del cual amasó una fortuna impresionante. Ese mismo año, cuando Harry tenía 26 años, se casó con la dulce Georgina que tenía 16. Tuvieron ocho hijos de los que sobrevivieron 6 y para acomodar a tanta tropa y dado que manejaban cuartos decidieron construirse esta mansión con vistas a la ciudad. La visita a los jardines para disfrutar esas vistas son gratis pero para entrar al cotilleo bueno hay que pagar. ¿Cuanto? No me acuerdo pero fuera lo que fuera no nos pareció mucho y además mereció la pena.
La mansión lo tiene todo para cotillear a pesar de que guarda poco de la decoración original. Los Pittock padres la disfrutaron muy poco, terminó de construirse en 1914 y ellos murieron en 1918 pero dos de sus hijas, que vivían allí con sus familias, se encargaron de mantener la casa. Hay salones, sala de fumar, una cocina estupenda que haría las delicias de cualquier instagramer, un antecomedor, un comedor de desayuno, uno formal (estos son siempre feísimos), y varios dormitorios con baños con las últimas novedades de principios de siglo: ¡duchas! La planta de servicio, que siempre es la más interesante, no puede visitarte porque no es "segura". La mansión estuvo habitada por un yerno y un nieto de los Pittock hasta que en 1958 se marcharon porque no podían mantenerla. (Sobre esto tengo la teoría de que no podían porque no habían trabajado en su vida y pretendían continuar con el mismo ritmo de vida sin trabajar, viviendo de lo que el abuelo Pittcok les había dejado y, claro, los cuartos, por muchos que tengas, si no paras de gastar en algún momento se terminan). La casa fue cayendo poco a poco en una situación de abandono (mención aquí a Grey Gardens, documental que si no habeis visto...en fin) hasta que en 1962, la noche del 12 de octubre, cayó una tormenta espectacular en la ciudad que causó grandísimos daños a la casa. Antes de que un promotor aprovechara la situación, comprara la propiedad, tirara la mansión y construyera pisos (¿os suena?) los ciudadanos de Portland se lanzaron a salvarla y restaurarla. Los Pittock que quedaban por ahí lo agradecieron mucho pero, por supuesto, ya no pueden vivir ahí... está solo para visitas. Eso sí, la familia donó para la reconstrucción museística algunos muebles que eran originariamente de la casa. Donaron mesas, sillas, el piano del salón principal o la casa de muñecas del último sobrino que vivió en la casa.
Es una visita muy interesante, con mucho encanto y que merece la pena si alguna vez vais a Portland.
Vista la mansión emprendimos camino hacia la parte baja de la ciudad, recorriendo serpenteantes callejones entre las mansiones de Washigton Park mientras comíamos pipas sabor pepinillo. Están malísimas pero, como todas las pipas, matan el gusanillo del hambre y entretienen. El cotilleo de casas nos tuvo super entretenidos. Había casas que nos encantaban, otras que nos horrorizaban y sobre todo nos fascinó que con el día que hacía y siendo sábado, no hubiera nadie disfrutando de esos jardines tan maravillosos con unas vistas increíbles de Mont Hook, Mont St. Helens y Mont Rainier. Yo viviría en ese jardín.
Mientras decidíamos cual era nuestra casa favorita y acabábamos con las pipas, llegamos a Nolo Hill, el barrio "molón" de Portland porque parece más europeo que americano. Está formado por la interesección de tres o cuatro calles llenas de tiendecitas, restaurantes y bares. Lo curioso es que doblas la esquina y estás en una calle residencial con casitas pequeñas, de esas que os estáis imaginando, con frondosos árboles dando sombra. También hay maleza creciendo alegremente entre el asfalto y en los alcorques señal de que hay poco tráfico, mucha humedad y poco mantenimiento municipal (recordemos, no taxes).
Nuestro plan era seguir matando el hambre con un helado porque pretendíamos cenar algo más tarde. El sitio de los helados molón tenía una cola que daba la vuelta a la manzana así que decidimos pasar y seguimos de paseo. Las niñas y yo entramos en una tienda vintage y aunque tuve en la mano tres camisas muy chulas conseguí salir de allí sin nada. Pensé «¿necesitas esto?» y oye, funcionó y ese dinerito que me ahorré. (Por poco tiempo) Poco después no podíamos seguir caminando más, teníamos hambre y estábamos cansados así que nos pusimos a buscar un restaurante en el que María pudiera comer algo (cuando alguno me diga que «uy, ahora es facilísimo encontrar restaurantes para todo el mundo», le invito a experimentar el «facilísimo» viajando con una celiaca alérgica al pescado). Encontramos un restaurante italiano que se anunciaba con menu sin gluten y allí nos dirigimos. Cuando llegamos allí, el supuesto menú sin gluten se reducía a un solo plato de los que ofrecían. Menos mal que María es una estoica con el tema de la comida y le da igual, no hubiéramos podido caminar más. Por lo demás la pasta era excepcional y agradecimos mucho llenar el estómago y descansar los pies. Nos vinimos tan arriba que al salir fuimos a comprarnos un helado para tomarlo mientras caminábamos a nuestro siguiente destino, mi favorito: Powell´s.
Ains. Powell´s. Lloro al recordar como entré en esa librería, ese templo del libro que ocupa un edifico entero en 1005 W Burnside Street. «Dejadme en paz. Voy a estar aquí hasta que cierren. Haced lo que queráis. Quedaros, iros, lo que queráis pero dejadme en paz». Me puse nerviosa y todo al entrar. No sabía por dónde empezar. ¿Me ponía a recorrer las estanterías a ver qué me llamaba la atención o mejor sacaba mi lista de lecturas pendientes para buscar los títulos? Empecé a pulular, intentado centrarme. Me sentía como un niño en una juguetería, como un goloso en una pasteleria. ¿Por dónde empiezo? ¿Qué compro? Finalmente saqué mi lista y fui buscando al mismo tiempo que repasaba las estanterías. La peculiaridade Powell´s aparte del encanto que tiene, el olor a libros y que tienen de todo, es que cuando encuentras el título que estás buscando en la estantería, tienen varias ediciones: nuevo, tapa dura, tapa blanda, antiguas y de segunda mano, con lo que puedes elegir cual llevarte.
Clara se unió pronto a mi porque algo se le ha pegado y porque ahora quiere saber de todo, y entre las dos elegimos el botín. Compré para ella Call me by your name y otra edición de mi novela favorita, Cannery Row. Para mí, compré Rules for a Knight de Etahn Hawke, Words are my matter de Ursula K. Le Guin y Winter de Rick Bass, este cuando luego lo abrí en la caravana resultó estar ¡firmado por el autor! Me hubiera llevado diez libros más, veinte, y ahí dilapidé mi ahorro en camisas porque el ¿necesitas esto? con los libros no funciona. La respuesta siempre es: por supuesto.
Cuando nos echaron de Powell´s era ya la hora de volver a la caravana, asi que pedimos un uber que resultó ser un Tesla para gran regocijo de mi hija María. Le encantan los coches (ni de idea de dónde le viene esta afición) y en especial los Tesla. En Portland están por todas partes y su frase del día había sido: un Tesla, un Tesla, un Tesla. A pesar del coñazo que dió con eso, me creó muchísima más zozobra la pregunta de Clara: «Mamá, ¿te enfandarías muchísimo si me hicera narcotraficante? seguida muy cerca por «¿qué cantidad de dinero en efectivo puedes llevar al banco sin resultar sospechosa?» Uno nunca está preparado para hablar de blanqueo de capitales y lavado de dinero con su hija adolescente. Un Tesla rojo nos devolvió a la caravana. Tome un repostre de tarta de manzana caliente con helado mientras escribía el diario del día, María jugueteaba con su Ipad y Clara hacia un dibujo de la caravana por dentro en uno de mis cuadernos. Otro día exprimido.
Mañana más.