Confieso que los viajes en el tiempo son un tema al que he dedicado poca atención. Por naturaleza soy miedosa, y enfrentarme a algo que poca, o ninguna gente, ha experimentado para ver qué pasa no es un plan que me atraiga lo más mínimo. He dicho que le he dedicado poca atención, pero en las últimas tres semanas le he dado muchas vueltas a cuestiones relacionadas con ellos que, quizá, los expertos en estos viajes tienen resueltas. Por ejemplo: ¿alguna mujer, digamos del siglo XVI, se planteó un buen día mientras pasaba un frío pelón en un castillo de la meseta norte «me gustaría viajar al futuro, a la época en que las mujeres no lleven refajo, puedan tener los hijos que quieran o no, y ser independientes»? No creo. Y no lo digo porque piense que las mujeres del siglo XVI no tuvieran imaginación, ni mucho menos, sino porque es imposible imaginarte cómo será el mundo en el futuro. Lo que me lleva a pensar que si yo me embarcara en un viaje en el tiempo sería siempre al pasado. Adentrarme en un futuro desconocido y que, ahora mismo, vislumbro catastrófico no me parece un buen plan. Ni siquiera me gustaría adelantarme al presente para ver, por ejemplo, cómo son mis hijas cuando yo la haya palmado. ¿Para qué quiero ver lo que me voy a perder? Bastante disgusto tengo ya con pensarlo. Viajaría entonces al pasado. Pero la realidad es que yo no quiero ir al pasado por mí; lo que de verdad me gustaría ahora mismo es poder viajar con mis hijas a la época en la que eran pequeñas y monísimas.
¿Por qué quiero ir a esa época? No lo sé, porque le he dado más vueltas y me doy cuenta de que, a lo mejor, viajamos a un día precioso en que paseábamos por Cicely y ellas iban a mi alrededor cantando y saltando y sin parar de preguntarme cosas y, de repente, me veo distraída, sin prestarles atención o enfadándome por alguna tontería. ¿Me arrepiento de todos esos momentos de distracción, de falta de atención, de enfado con ellas? No, no me puedo arrepentir. Desde el futuro, desde lo que soy ahora y con toda la paciencia y la sabiduría acumulada es fácil juzgar a mi yo del pasado y pensar: «vaya, tenía que haber tenido más paciencia». Pero sé que entonces era agotador y que yo no era la persona que soy en este momento; estaba caminando hacia el ahora, a este instante en que lo estoy escribiendo. No me importa verme perdiendo la paciencia en el pasado, pero corro el riesgo de arruinarles a ellas ese momento. Pero ¿cómo sé que no lo recuerdan y que aún así les da igual porque fue, de verdad, un momento feliz?
Pero este no es el tema. La cuestión es que si se pudiera viajar en el tiempo me gustaría viajar con mis hijas a su pasado de infancia feliz para poder compartir con ellas esos momentos, para ver en sus caras de ahora, de mujeres hechas y derechas, al contemplarse igual que son ahora, pero más inocentes, más ingenuas, más despreocupadas. Me encantaría ver sus sonrisas al escuchar sus voces infantiles gritando «mamiiii, mamiiii… », algo que ahora solo me escriben por whatsapp cuando me quieren pedir algo. Me gustaría que vieran que ya entonces se llevaban muy bien entre ellas, compartían confidencias y les gustaban las mismas cosas con las que disfrutan ahora. Me gustaría que, ahora que se han reencontrado con la lectura después de ocho años de no tocar un libro (estoy que no me lo creo), vieran que cuando eran niñas se acostaban cada noche con un libro y leían hasta caer rendidas. Si eso fuera posible, me juro a mí misma que no les diría nada, no les diría: «¿Veis como erais monísimas?, ¿veis como os gustaba Cicely?»... Nada. Solo querría contemplar con ellas ese pasado y ver sus reacciones.
¿Y cómo elegimos el momento del pasado al que asomarnos? ¿Lo elegiría yo o ellas? Casi con toda seguridad el momento de felicidad del pasado no sería compartido, ¿cómo voy a saber yo qué instante tienen fijado en su memoria como un recuerdo feliz o especial? Si yo tuviera que viajar a un momento de mi infancia, tendría muchos para los que elegir pero sé con cuál me quedaría porque lo he recordado mucho a lo largo de los años. No es un momento especialmente bonito, ni siquiera tiene lugar en Los Molinos, sucede en Madrid: Era Nochebuena y en el coche íbamos mis padres, mis tres hermanos y yo. Íbamos a casa de mis abuelos para cenar y celebrar la Navidad y teníamos que atravesar casi toda la ciudad que, a esas horas, estaba casi desierta porque siempre llegábamos tarde. Entonces no era como ahora, que las luces de Navidad son algo omnipresente desde noviembre, lo que a mi parecer les ha robado toda la magia y lo que tenían de especiales. Entonces solo estaban en algunas pocas calles y se encendían sólo unos días. Y allí estábamos los seis, vestidos, arreglados, peinados y en un raro silencio, circulando por un Madrid desierto, viendo las luces de Navidad. Yo debía tener 10 u 11 años, no era tan pequeña, pero recuerdo que pensé: «de todos los lugares y momentos del mundo el único en el que quiero estar es éste». No sé si era feliz, pero sé que me sentí en paz. ¿Cómo podría compartir ese momento con mis hijas? Viajando en el tiempo, pero creo que el efecto se perdería porque empezarían a decir: «Ay mamá, qué pintas» y «madre mía el tío Borja qué pelo» y «qué mono el tío Gonzalo», y se arruinaría la magia.
No quiero enseñarles ese momento, no quiero que lo arruinen, ni siquiera quiero arruinármelo a mí misma y descubrir al verlo que ese silencio que tengo en mi memoria era en realidad un guirigay de gritos o que mis padres iban enfadados entre ellos o que yo ya iba pensando que odiaba Madrid. Quiero mantenerlo intacto.
Entonces, ¿no me gustaría viajar con mi madre a un momento de mi infancia feliz que no recuerdo pero que ella sí? No, no me gustaría. Y no pasa nada. Si me dieran la oportunidad de hacer un solo viaje en el tiempo tengo clarísimo que embarcaría a mis brujas en la experiencia y las llevaría a verse felices de enanas, vestidas iguales, con los pelos alborotados, gritando y saltando y sonriendo todo el tiempo. Sé que les gustaría porque cuando les cuento historias de su niñez siempre me piden más. Por viajar a enseñárselo estoy dispuesta a volver a esas noches de invierno en las que pasábamos horas en la cocina porque tardaban mil horas en cenar. Las dos sentadas, con unos camisones verdes con dibujos de setas gigantes y unas batitas también verdes. Cuando llegábamos al postre yo ya estaba tan exhausta que me inventé el juego del circo. Se levantaban de la mesa, se colocaban en la esquina de la puerta y a mi voz de jefe de pista: «¡y ahora, los leones!», se arrastraban por toda la cocina rugiendo y dando manotazos como si tuvieran garras hasta llegar a mi mano de la que cogían un trozo de manzana, de pera, o de lo que tocara y volvían a la esquina.
¡Otra vez!
—¡Y ahora las ranas!
—¡Otra vez!
—¡Y ahora los equilibristas!
—¡Otra vez!
—¡Y ahora las serpientes!
—¡Otra vez!
Ojalá poder viajar ahí con ellas. Ojalá ellas lo pudieran ver como lo veo yo.
Al futuro no quiero ir, quiero viajar a ese circo.
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Qué buen ejercicio de reflexión planteas sobre los viajes en el tiempo. Tus textos siempre nos dan para conversaciones largas con mi hija. Yo creo que iría a momentos de juego con mis hermanos, llevando a mi hija para que nos viera…
Me has dado una gran alegría con lo del retomar la lectura! Mi hija está igual y me está costando bastante aceptarlo… Es curioso como en otras cosas no me importa que no las haga pero que no lea me parece tremenda pérdida de oportunidad en la vida. Mientras tanto voy dejando libros como miguitas por la casa y comentando en voz alta todo lo que leo o todo lo que recomiendan otras personas.
Ana, se me ha caído la lagrimita. Es precioso.
Me pasa que tengo pocos recuerdos de un par de años de la infancia de mi hijo mayor. Entre ellos se llevan casi tres años, de los cuatro a los seis del mayor, me cuesta recordar muchos momentos. Quiero pensar que el que no durmieran del tirón durante tantos años y el día a día en un país extranjero hicieron que mi cuerpo eligiera “sobrevivir “ a atesorar recuerdos. ¿Le pasa a alguien más?. A mí también me encantaría volver al pasado y en especial a esos dos años. Feliz semana.