–Nos damos una semana de plazo y ya está. Yo no puedo más.
Tuve que girarme para ver quién estaba pronunciando esa frase que bien sabía no se refería a una reforma, ni a una discusión laboral ni siquiera de amistad o familiar. Era una frase de divorcio. Estaban sentados en un banco del parque, en el centro del pueblo, al caer la tarde, justo en ese intervalo entre el final de la siesta y el comienzo del “vamos a tomar algo” en el que la gente sale de casa por eso de no quedarse en ella. Me giré y casi vi la frase flotando entre ellos, como un bocadillo en un tebeo. Su significado llevaría, sin embargo, mucho tiempo entre ellos, metido en su cama, entre las sábanas, en sus «que tengas un buen día» y sus «¿qué tal hoy en el trabajo?», entre sus whatsapp de logística familiar, sus comidas en casa, con su hija, y sus planes de vacaciones. La niña corría por el parque, pegado al río, uno de los últimos lugares del pueblo en el que da el sol justo antes de esconderse detrás de las montañas. Fui rápida en el giro porque, a pesar de estar en medio del pueblo, era un momento de intimidad desbocada. Ella, morena, lloraba dándole la espalda a él. Él miraba al infinito como si la frase no fuera con él, como si le sorprendiera que ella se hubiera atrevido a poner palabras a la nube con la que él ya se había acostumbrado a vivir. ¿Por qué había tenido que darle volumen, presencia? ¿Por qué no la había dejado ahí, flotando, ignorándola, si ya se habían acostumbrado a vivir con ella? ¿Por qué ahora? ¿Por qué en vacaciones? ¿Y si la ignoraba?
«A la gente le horroriza el cáncer, tan invisible y silencioso, y la ruptura de algunas parejas que nunca se han mostrado hostilidad públicamente. Parecían muy felices, dicen, porque la idea de que la muerte pueda no dar ninguna señal de que se está acercando nos hace sospechar que ya está aquí» (Despojos, Rachel Cusk)
Hasta que no te divorcias no sabes cómo se hace. Nadie sabe cómo se hace o cómo se llega a él hasta que está atravesando ese momento. «Fulanito y Menganita se divorcian». A los demás, a los externos, casi siempre les sorprende lo repentino de la decisión, se creen que ha sido un arrebato, una decisión repentina tomada sin pensar. Cuando eres tú el que estás ahí te das cuenta de que a la decisión de divorciarse se llega después de recorrer meses o años de dudas, inseguridades y autoengaño. El que ha pasado por ahí sabe de qué hablo. «Cuando tengamos casa será mejor». «Cuando los niños sean mayores irá mejor». «Nos adaptaremos». Y así un millón de hitos temporales más que, cuando llegan, no arreglan ni cambian nada. Entonces, con la seguridad de que no hay mejora posible, uno empieza a pensar en el mejor momento para hablarlo y descubre pronto que no hay un mejor momento, que todos son malos y que todos dan muchísimo miedo. ¿Qué le pasó a la pareja del banco? Que el mejor momento ya no podía esperar más y se manifestó en un parque, en un pueblo de montaña, en medio de las vacaciones mientras el sol les daba en la cara y les permitía esconder las lágrimas bajo las gafas de sol.
«Como he dicho antes, el paso decisivo es el que media entre no imaginar algo en absoluto y considerarlo imposible. Una vez que lo has considerado imposible, solo hay un corto trecho hasta que te parece posible, luego probable, luego seguro» Vidas paralelas. Cinco matrimonios victorianos. Phyllis Rose.
Me fui a comprar quesos y pan y al volver hacia el coche volví a verlos. Ella ya no le daba la espalda, le consolaba mientras la hija se acercaba a ellos sin saber qué ocurría pero sintiendo que algo estaba ocurriendo. Se abrazaron. Explotar la nube provoca ese efecto. La tensión acumulada se convierte, por un tiempo, en un coletazo de cariño retrospectivo porque la visión del abismo que abre la frase «Nos damos una semana de plazo y ya está. Yo no puedo más», hace que el pasado compartido se convierta en un lugar seguro. En la cabaña se estaba incómodo pero salir al bosque oscuro y desconocido es terrorífico.
Mientras se consolaban con más cariño del que, seguramente, se habían manifestado en los últimos tiempos pensé que, a lo mejor, esa noche, hacían el amor de consolación, un polvo de consuelo en los rescoldos de la culpa, la pena y la culpabilidad por no haber sabido o no haber podido seguir adelante. A lo mejor en el calor de esas cenizas decidieron darse una última oportunidad, alguna semana más. No lo sé, no tengo ni idea; todo esto lo pensé mientras me alejaba hacia el coche, llegaba a casa y continuaba leyendo Vidas paralelas, la historia de cinco matrimonios victorianos escrita por Phyllis Rose. Cada uno de ellos tiene un problema, solo alguno es feliz, pero todos (excepto el de John Rushkin, que se negó a consumar porque el cuerpo de su mujer no era como lo había imaginado) se parecen a los matrimonios de ahora con sus miserias, sus enormes expectativas y los problemas para encajar la realidad del día a día en el ideal en que querríamos vivir.
Hasta que te divorcias no sabes cómo duele. Tras pasar por ello eres capaz de ver su rastro en cualquier otra pareja.
Una vez más... me ha encantado leerte! Escribes y lo mejor, transmites de 10! 🙌🏻🙌🏻🙌🏻
Fantástico!