Exterior noche. Una gran luna, aunque no llena, asomando entre nubes e iluminando el Coliseo y los enormes pinos romanos que hay por toda esa zona. Justo enfrente, en uno de los edificios con vistas al Coliseo, solo hay dos ventanas iluminadas. Dos grandes ventanales rasgados, sin cortinas, a través de los cuales se ven los altos techos de esa casa y las paredes cubiertas de librerías altísimas. «Por vivir en esa casa y poder leer con estas vistas me casaría con su dueño», dije en alto pillando por sorpresa a mis acompañantes. «No tengo pensado volver a casarme, pero por vivir ahí me caso».
Esta semana me he enamorado de Roma como no lo hice la primera vez que fui hace veintidós años, cuando pasé allí un fin de semana por el vigesimoquinto cumpleaños de mi hermana. De aquel viaje tengo un recuerdo de sol radiante cayendo a plomo en las calles, mi hermana y yo intentando saber cuánto eran 8.000 liras en pesetas para saber cuánto nos iba a costar una botella de agua a la entrada del Coliseo. Recuerdo no parar de caminar para intentar ver lo máximo posible. Nos tomamos un café en la plaza del Panteón de Agripa, entramos a ver el Moises de Miguel Ángel, el Coliseo, paseamos por Piazza Navona y nos encontramos, por casualidad, con nuestros tíos por la calle y nos invitaron a cenar. Cuando volvimos al hotel mi hermana se quedó dormida sentada en el váter, con los pies en remojo en el bidé mientras me contaba lo mucho que había disfrutado el día. Todo eso lo hicimos sin reservar entradas en ningún sitio, sin Google Maps y sin teléfono móvil. Aquella versión de nosotras mismas quizá sobreviviría a un apagón tecnológico ahora mismo. Sobre nuestra versión actual tengo serias dudas.
Esta semana en Roma tampoco he usado Google Maps. Esta vez he ido a trabajar con gente que vive allí y por la que me he dejado guiar para todo. Por eso me he enamorado. Aparte de un par de vistazos rápidos y como de pasada al Coliseo y el inevitable encontronazo con iglesias en cada esquina, no he hecho nada turístico, es como si hubieran corrido un telón y hubiera podido vivir la versión secreta de la ciudad. Apenas han sido cuarenta y ocho horas pero ha sido suficiente para irme con tristeza y pensando en que tengo que volver; en que, si puedo, organizaré todas las reuniones de este proyecto en Roma, como cuando encontraba mil excusas para pasar por delante del tío que me gustaba aunque esas excusas tuvieran una lógica que solo existía en mi cabeza. Así va a ser. «- Hay que organizar una reunión para discutir propiedad intelectual. - Lo hacemos en Roma, que al final y al cabo todos venimos del Derecho Romano». «- Hay que discutir sobre el contenido del siguiente podcast entre franceses y polacos. - Fenomenal: en Roma, que así no discutimos porque alguno juega en casa».
Estos días en Roma me han dejado un regusto diferente. A lo mejor ha sido por la época: a las cinco y media de la tarde es noche cerrada, mi momento favorito del año. A lo mejor ha sido pasear sin preocuparme por perderme o llegar tarde porque otros se encargaban de elegir dónde íbamos, dónde nos reuníamos, dónde cenábamos y hasta pedí consejo para pedir la cena. Caminar al otro lado de ese telón me ha dado la sensación de viajar en el tiempo. Es difícil de explicar, pero por la zona que me he movido, en la oscuridad de la noche o en las primeras luces del amanecer cuando me despertaba, me sentía como si en vez de 2023 estuviera quizás hace veintiún años, viviendo la ciudad secreta. Era como estar en otra época: los restaurantes con camareros muy mayores y que llevan chaleco, los cafés con gente gritando lo que quiere, las tazas pequeñas de loza blanca o doradas con filo rosa, los señores viejos enfadados apostados a la puerta de los bares charlando y fumando, los brocados granates de las cortinas de mi habitación y las tapicerías doradas de las sillas del salón del desayuno y el dueño de un garito que fumaba apoyado en la puerta y que parecía llevar allí desde 1997 saludando a todo el que pasaba por la calle porque conoce a todo el que pasa, siempre ha estado ahí. Por supuesto he visto patinetes, turistas en Termini y americanos en pantalón corto, pero no he visto franquicias: ni un Zara, ni un Mango, ni un Starbucks. No idealizo, sé que este enamoramiento viene del efecto «pensar en guiri», que consiste en imaginar siempre una vida mejor, más bonita en casi cualquier sitio que conoces y que te gusta. Viajé en metro y lo odié igual que odio el de Madrid, mi crush con la ciudad no ha sido tanto como para no pensar que si viviera ahí me compraría una moto antes que someterme a la decrepitud mugrienta del metro.
El jueves cenamos en un restaurante a prueba de turistas. No había ni una concesión al de fuera. Las mesas apiñadas, las camareras enfadadas (la que nos atendió a nosotros me recordaba a Chipolata de Astérix en Córcega), la carta mínima sin poke, salsa de soja ni pollo teriyaki; vino en frasca y el pan en una bolsa de papel. De antipasti tomamos acelgas rehogadas, romanesco e hígado con alcachofas. A la mesa, tres italianos, ninguno de Roma, dos españoles y un húngaro que a los diez años planificó su vida para llegar a ser profesor de Historia en un instituto sueco. Nos reímos pensando que esta cena romana era un extraño vericueto para lograr ese sueño, pero brindamos porque lo consiga en algún momento. Al salir, paseamos por las calles desiertas, espiando ventanas y elucubrando precios de alquiler en esa zona. Roma tiene ese caos de trastero en el que en cada esquina que doblas hay algo: una vista, una puerta, una ventana, una parra creciendo entre dos edificios, unas plantas en una ventana, un portal a través del que puedes ver un patio prometedor, en el que puede haber un tesoro o solo un trasto polvoriento y feo que alguien debería haber tirado pero que sigue ahí por costumbre, por pereza o porque es su lugar en el mundo: si no estuviera en Roma no existiría. Eso tiene esa ciudad que está llena, todo se amontona sobre lo inmediatamente anterior formando capas que se entrelazan y en las que se va asentando ese poso que la hace única, que enamora. Caminando llegamos a un bar pequeñísimo, un estrecho pasillo con una barra en el lado derecho y el espacio justo para pedir una copa y un par de banquetas en las que se sentaban dos hombres aburridos de vivir que nos miraron solo para saber si merecíamos la pena. El pasillo desembocaba en una habitación un poco más ancha con un par de gradas para sentarse seis personas y un mini escenario en el que se amontonaban un pianista, un contrabajista y un batería que improvisaban jazz. A ellos se sumaban alternativamente un trompetista, un saxofonista y un oboísta. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí. Al principio me dediqué a fijarme en cada detalle: la luz mínima, el cartel de una consumición obligatoria por cada sesión, intenté calcular la edad del batería y si sería, con suerte, un par de años mayor que María. Me fijé en los dedos del contrabajista, extrañamente romos como si el roce constante con las cuerdas de su instrumento le fueran limando las puntas y en algún momento fuera a perder la primera falange. Del pianista solo veía la espalda: tocaba como si le pesara el mundo, como si sus hombros quisieran, también, tocar las teclas y no limitarse a mover las manos. En algún momento de esa observación entré en una especie de trance del que salí, por sorpresa, cuando la música terminó y mis compañeros me tocaron el hombro y se levantaron porque ya nos íbamos. Fue casi un despertar, un «¿dónde estoy?» No dije nada pero volviendo al hotel me sentía como cuando regresaba a casa de madrugada y todo parecía diferente, como preparado para que al día siguiente algo hubiera cambiado. Los adoquines brillantes de lluvia, los coches aparcados en cualquier esquina, el musgo en algunas paredes, las sirenas estridentes de los coches de policía, en algunas ventanas luces de navidad que alguien había olvidado apagar al irse a dormir y mucho cielo, mucha noche.
«Parece que la ciudad está a punto de colapsar sobre sí misma, dejando entrever una ciudad anterior. Luego, otra ciudad más antigua que esa. El viejo Pórtico de los Argonautas, detrás del Altar de la Patria. El anfiteatro de Calígula, desaparecido durante siglos, en vez del Palazzo Borghese. Si la lluvia continuara, podríamos apostar a que los viejos dioses tomarían de nuevo posesión del lugar Pero el mensaje real es otro. Todas las ciudades, tarde o temprano, acabarán destruidas por la lluvia. Que no se engañen Londres o París. Llamadlo lluvia. Todo el mundo sabe que el fin del mundo llegará. Pero el saber, en el hombre es un recurso frágil. Los habitantes de Roma llevan en la sangre la conciencia de las últimas cosas, y está tan asimilado que ya no genera ningún razonamiento. Para los que viven aquí, el fin del mundo ya ha ocurrido, la lluvia solo tiene el molesto efecto de derramar de la copa un vino que en la ciudad se bebe sin parar». (La ciudad de los vivos, Nicola Lagioia)
Me he enamorado de Roma. Quizá porque era lo único más viejo que yo con lo que me he relacionado en estos días. Para ella, soy una jovenzuela. A lo mejor le gusto. Tengo que volver para ver si lo nuestro va en serio o si me puedo casar con el dueño de la casa de la librería con ventanas al Coliseo.
No creo que sea posible no enamorarse de Roma. Yo viviría allí sin dudarlo, con todo su apacible caos y su hermosa suciedad.
Todo violines pero nadie anota lo de q son italianos, esos seres q te pitan desde el coche aunque vayan con su novia...