Un podcast, un recuerdo y un buzón
Bajo todos los días a Madrid en coche con mi amiga Mónica. Tras años de evangelización podcastera voy consiguiendo, poco a poco, que mis amigos y mi familia entren en el mundo podcasts y se enganchen a algunos de mi favoritos. Esta semana le he puesto a Mónica un clásico: 99% invisible.
—Ya verás como te gusta. Es super chulo y además el host tiene una voz maravillosa.
El episodio del otro día se llamaba First Errand y partia de una serie japonesa de televisión que fue un grandísimo éxito en 2013. En ella aparecen niños muy pequeños, de dos o tres años, haciendo recados por las calles de Japón. ¿Dos o tres años? Sí. En el podcast explican como era posible que esto sucediera y todo lo que implica. El desarrollo es interesantísimo porque abarca el urbanismo, la manera de vivir en comunidad, el concepto de ciudad, de barrio, la relación con el transporte público y, en última instancia, la manera en la que educamos a los niños. Por supuesto de ahí yo me puse a pensar en mi primer recado. No sé cuantos años tenía, quiza cinco, seis, siete. Seguro que no tenía más. Hasta ese momento había ido, algunas veces, a Juanita a comprar huevos o pan o un litro de leche, poca cosa, algo que no pesara mucho. Juanita era un ultramarinos muy muy pequeño que estaba a escasos 80 metros de la casa de mis abuelos. Juanito y Juanita vendían huevos, pollos, algún conejo, creo que pan y alguna cosa más. Eran un matrimonio que a mi me parecía tan viejo como las montañas pero que pensándolo ahora probablemente no tenía, por aquel entonces, más de cuarenta o cuarenta y cinco años. A veces, detrás del mostrador, estaba alguna de sus hijas. Las recuerdo rubicundas y con ojos azules. Todavía ahora, más de cuarenta años después, cuando me las encuentro paseando por Los Molinos, aún a distancia recuerdo el olor de su tiendita. A lo que iba, a Juanito me mandaban a veces a por alguna cosa. Creo recordar que las primeras veces, con cinco o seis, alguno de los mayores de mi familia se quedaba en el portón de la casa vigilando como hacia ese recado. Es un trayecto tan corto que creo que el único peligro real que podía haber era que me tropezara con una piedra y me cayera, quizás me vigilaban por eso, nunca fui muy agil.
Un buen día, sin embargo, nos encargaron a mi hermano y a mi un recado de más categoría. Mi abuelo José Luis se había quedado sin tabaco y necesitaba urgentemente que alguien fuera a comprarlo. En Juanito no vendían tabaco, claro, había que ir un poco más lejos, a un bar que estaba a unos cuatro minutos andando. En medio de la colonia de casas de veraneantes había un bar y el Ultramarinos Chamberí, un pequeño establecimiento donde podías comprar de todo. Estaba regentado por un señor, del que soy incapaz de recordar el nombre, que llevaba siempre una chaquetilla blanca de dependiente de ultramarinos. Cuando ya éramos más mayores, con diez o doce, me averguenza decirlo pero, a veces, nos organizábamos para mangar un chupachup, unos cuantos chicles cheiw de fresa ácida o cualquier otra chuchería. Herminio creo que se llamaba el hombre. En Ultramarinos Chamberí no vendían tabaco tampoco pero en el bar Talgo que estaba al lado, sí. Allí era donde nos mandó mi abuelo con un billete azul de quinientas pesetas a comprarle una cajetilla, o dos, de Rex, la marca que fumaba. Borja y yo teníamos un plan, con una misión a cumplir, con los medios para hacerlo y muchísimas ganas. Ir solos al Talgo era algo de mayores, una responsabilidad, significaba crecer, ser independientes asi que estabamos bastante emocionados.
Salimos de casa y tuvimos muchísimo cuidado al cruzar la carretera. Es posible, aunque no lo recuerdo, que algún mayor nos ayudara antes de dejarnos ir a la aventura. Puede que no. El tráfico que podía haber en 1980 en esa carretera debía de ser mínimo pero, aún así, para los adultos era algo peligrosísimo. No sé los años que las últimas palabras que escuchaba de mi madre al salir de casa eran: ¡cuidado con los coches! Cruzada la cañada cogimos el camino de tierra y nos dirigimos al Talgo. Por supuesto no sé de qué íbamos hablando ni qué sentíamos. Se seguro que nos paramos en una casa, a escasos veinte metros de nuestro destino, a admirar el buzón que tenían en la puerta. Era un buzón que nos encantaba, cada vez que paseábamos por allí con mi madre, nos parábamos y le pedíamos tener uno igual en casa. El buzón era una casita, casi de muñecas, con tejado verde y paredes blancas en el que se echaban las cartas por una ranura en el tejado y se recogían abriendo la puerta de la casita con una llave. Nos parecía lo más maravilloso del mundo y hubiéramos vendido nuestra alma al diablo con tal de tener acceso al interior de esa casita. Nos parecía que cualquier carta que sacaras de ese buzón sería mágica, traería buenas noticias. Es más, si tenías ese buzón en tu casa automáticamente te convertías en una persona feliz con una vida a envidiar. Tras suspirar un poco por no tener ese buzón llegamos al bar. El Talgo era un bar de esos de toda la vida (estuvo abierto hasta el año 1999 por lo menos) con una barra metálica a mano izquierda según entrabas y mesas a la derecha. En las mesas siempre había un grupo de señores jugando al dominó o a las cartas. Señores que fumaban, bebían y daban golpes imponentes con las fichas. Señores que daban miedo porque siempre parecían muy enfadados y a lo mejor era contigo. Nos acercamos a la barra y pedimos el tabaco: «Perdone, queríamos una cajetilla de Rex». ¡Esas palabras te convertían automáticamente en alguien adulto! Entrar en un bar, pedir tabaco y encima tener dinero para pagarlo.
O no.
Cuando el señor nos lo dió..no recuerdo nada de esto, tuvimos un momento de confusión seguido de otro de terror porque descubrimos que no teníamos el dinero. Yo no lo tenía, Borja tampoco, en nuestros bolsillos no estaba. El billete azul de quinientas pesetas había desaparecido. El señor retiró la cajetilla del mostrador y siguió a sus cosas. Nosotros salimos del bar cabizbajos. Nos hubieramos sentido David Copperfield si hubiéramos sabido quien era. Nuestra vida habia acabado, nos íbamos a convertir en niños huérfanos, proscritos. Habíamos perdido quinienta pesetas así que seríamos expulsados de la familia.¿Quién se iba a volver a fiar de nosotros? Volvimos a casa pensando en qué mentira contar o si era mejor llorar muchísimo. No recuerdo que decidímos, ni lo que dijimos ni como fue tomada la noticia. Creo que mi abuelo dijo ¿Y mi tabaco? Lo siguiente que recuerdo es volver sobre nuestros pasos rezando a algún santo (que seguro no era San Cucufato) mirando al suelo, entre los arbustos, entre las hierbas agostadas de verano. Lo hacíamos con poca fe porque, para nosotros, era evidente que el billete azul había desaparecido para siempre. ¿Cómo íbamos a encontrarlo? Volveríamos a casa con las manos vacías y quien sabe que ocurriría después, nunca podríamos ser mayores, no sabíamos. Derepente, no se quien de los dos, lo encontró. Dobladito, entre unas hierbas a un lado del camino, casi parecía estar esperándonos. ¡Está aquí, está aquí! Corrimos a casa con él en la mano ¡lo hemos encontrado, lo hemos encontrado!
Supongo que volvimos, acompañados de un adulto, a por la cajetilla de Rex pero eso ya no lo recuerdo. El billete lo recuerdo siempre, cada vez que pierdo algo. Si encontré aquel billete, puedo encontrar cualquier cosa.
¿Veis a lo que lleva a escuchar podcasts? Estoy segura de que la culpa fue del buzón pero sigo suspirando por él.