Son las seis de la tarde del sábado y empiezo a escribir sin tener nada que contar. Estoy en Los Molinos y la chimenea está encendida a pesar de que en el tiempo hablaban del veranillo de San Miguel. Me acabo de despertar de una siesta compartiendo sofá y manta con mi hermana. Solo hay un sofá pero hay varias mantas: la cuestión es que la preferida de las dos es la misma, la que abriga lo suficiente para que no pases frío pero no tanto como para que tengas calor. Hemos dormido acunadas por una película de espías a la que no he prestado ni siquiera la suficiente atención como para saber si Benedict Cumberbatch era el espía bueno o el malo. Mi hermana ha dormido profundamente, como hace siempre. Tiene una capacidad para dormir y desengancharse de lo que la rodea que llevo envidiándola desde que éramos niñas. Su sueño la salva de la vida, de las desgracias; es capaz de desconectarse de cualquier cosa cuando cierra los ojos y cae rendida. Cuando compartíamos cuarto (lo hicimos hasta mis 28 años, pero esto fue mucho antes), una noche de Reyes cenamos pizza y con los nervios me sentó fatal. En algún momento, cuando ya estábamos acostadas, empecé a encontrarme mal y estuve valorando si estaba tan mal como para levantarme o no merecía la pena bajarme de la litera para ir al baño. Mientras tomaba la decisión mi estómago decidió por mi y la única solución lo suficientemente rápida que se me ocurrió fue asomarme por la litera y vomitar encima de la cabeza de mi hermana que siguió durmiendo plácidamente hasta la siguiente mañana. Yo me levanté a avisar a mi madre que, por supuesto, vino y arregló el desaguisado pero mi hermana por la mañana tenía aún trozos de jamón en la cabeza que, por supuesto, no sabía cómo habían llegado hasta ahí.
“We were the last of our kind, and we didn't even know it. We were part of a micro-generation, squeezed between rotary phones and smartphones”.
Esta frase la escuché este verano en el podcast Even If It Kills You. La volví a escuchar varias veces porque me pareció que me describía, que nos describe a mí, a ti, a mi generación. A mi hermana.
Mientras ella hace sudokus nivel experto que resuelve en 5 minutos, miro por la ventana intentando encontrar la inspiración. Mi madre está entretenida ordenando en la cocina. Cuando llegamos anoche nos abrió la puerta vestida como una señora mayor (que lo es) excéntrica (que no lo es). Pantalón rosa, zapatillas rosas, forro polar rojo y la melena blanca recogida en una coleta despeluchada muy poco habitual en ella. Cuando nos estábamos recuperando de la sorpresa por sus pintas, lo primero que nos dijo fue: «tengo malísimas noticias», que es la típica frase que te lleva en dos nanosegundos a muerte, cáncer, huracanes, inundaciones, desapariciones, traiciones, magnicidios, atentados terroristas, pérdidas de herencias, descubrimiento de que tus hijos no son tus hijos o tus padres no son tus padres o vídeos privados de desnudos compartidos por redes sociales.
– Nos hemos quedado sin nevera
–¿Las dos neveras?
Sí, porque en esta casa hay dos neveras que es algo que pudo tener sentido cuando aquí vivíamos doce personas, pero ahora es algo que solo favorece el diógenes de mi madre.
– No. Solo una.
–Pues no sé, mamá, quizás deberías valorar cómo das las noticias. «Tengo malísimas noticias» me parece una afirmación completamente desproporcionada para ir seguida de «solo nos queda una nevera».
Como no se me ocurre nada, mi cabeza me dice ¿Por qué no vas a ver la nueva nevera que acaban de traer? ¿Por qué no mandas fotos a imprimir? ¿Y si te haces una lista de tareas para la semana que viene? Cualquier cosa con tal de no seguir aquí, mirando la página llenarse de palabras que no cuentan nada, que no dicen nada, que son un relato banal.
Miro por la ventana y veo La Peñota. ¿Y si salgo a dar un paseo?
Desde el sofá, apoyado en una pared, veo un tablero de parchís que llevaba en la estantería de mi casa de Madrid cinco o seis años. El plástico original que lo envuelve es la prueba de que en los más de cinco o seis años que hace desde que alguien, no sé quién, me lo regaló, nadie ha jugado con él. Cuando termine este mal texto lo meteré en el coche junto con ocho puzles, un tablero de ajedrez, un set de juegos magnéticos y un montón de novelas para llevarlo a un centro de acogida de personas sin hogar que acaba de abrir y que gestiona uno de mis primos. Me gusta pensar que el tablero de parchís va a agradecer librarse de ese plástico.
Haciendo limpieza de libros esta mañana ha aparecido una edición de El Quijote de 1951 con el nombre de mi tío Ramón, que es el padre de mi primo. Vamos a llevárselo también a mi primo porque le hará ilusión. Ver el nombre de mi tío me ha dado nostalgia, le echo mucho de menos: él me enseñó el valor de la lectura del periódico días después de su publicación. Los acumulaba día tras día, los apilaba a un lado del sofá y dedicaba los domingos a repasarlos, leyendo lo que no le había dado tiempo durante la semana. Yo hago lo mismo: leo el periódico en papel mientras desayuno. El periódico del día anterior.
“Write every day. Don't ever stop. If you are unpublished, enjoy the act of writing—and if you are published, keep enjoying the act of writing. Don't become self-satisfied, don't stop moving ahead, growing, making it new. The stakes are high. Why else would we write?” Rick Bass
Reviso mi carpeta de citas con poca esperanza de encontrar algo que me llame la atención y me equivoco. Rick Bass salvándome la vida, animándome. Quiero que llegue diciembre para volver a releer Invierno. Mientras tanto me dedico a brujulear en webs de segunda mano buscando más libros suyos porque en días como hoy, en semanas como ésta, me gustaría refugiarme en ellos.
«Ya entendí que arrepentirse es una emoción pesarosa, sin más utilidad que hundirse un poco más». Mara Mahía: Fragmentos.
Cuando me despierte a las dos de la mañana sabiendo que ya no voy a dormir más sé que este mal texto parido esta tarde de sábado, con poca inspiración pero mucho empeño, aparecerá iluminado en mi mente, en medio de un círculo de luz como el que señalaba a la maravillosa señora Maisel ,y empezaré a pensar qué horror, qué espanto. Sé que pasará y sé que no me levantaré a desprogramarlo, aunque el pensamiento lúcido que ahora me dice que esto es Cosas que (me) pasan y por eso este texto tiene sentido, no aplacará mi ansiedad nocturna de insomne permanente. Casi querré pedirte perdón por hacerte perder el tiempo en esta mañana de domingo.
Menos mal que por lo menos cuando sea de día veré La Peñota desde la cama y todo será mejor.
O menos importante.
O dará igual.
Como todo.
Gracias por leerme. Creo que te gusta leer Cosas que (me) pasan. ¿Sabes que puedes suscribirte para apoyar lo que hago, recibir el contenido extra y participar en El club de Podcasts encadenados y en el chat? Me encantaría que lo hicieras y te lo agradecería infinito. Si, además, te haces miembro fundador, piénsalo ¿cuándo has sido fundador de algo?, hasta te recibirás una carta manuscrita. ¿Cuándo fue la última vez que abriste el buzón y había una carta para ti?
Para ser un mal texto, debe desenganchar a la 5a línea y yo me lo he tragado entero. Lo siento, no es un mal texto. ☺️
Cosas que nos pasan a veces no son interesantes, pero la manera de contarlo hace que sean maravillosas. de leer. Tu siempre lo consigues !!!