La semana pasada vi 32 SOUNDS (Filmin), un documental que es una especie de viaje alucinógeno por el mundo del sonido. Te recomiendan que lo veas con cascos y, si lo ves en el cine, te van dando indicaciones para que cierres los ojos, para que te levantes, para que bailes. Yo lo vi en casa, con los cascos puestos y sin bailar, por supuesto. En este viaje por los sonidos aparece una chica que hace foley y, entre otras cosas, pone sonidos a la caída de un árbol gigante en un bosque nevado; un científico aeroespacial que estudia el sonido; una artista compositora de los años 70, contemporánea de John Cage, Annea Lockwood, que es todo un personaje y con la que te dan ganas de irte a su casa a estar con ella y empaparte de la paz que transmite; campanas en Venecia; un artista libanés que, en 2006, tocaba la trompeta en su casa cuando cayó una bomba en Beirut y las explosiones quedaron grabadas; el sonido de la noche; drones; el sonido de los ríos; el sonido dentro del útero; una artista sonora que es sorda; grabaciones de sonido de habitación (room tone); por supuesto, los 4:33 de silencio de John Cage... y así hasta 32 sonidos.
Al terminar, me quité los cascos y me quedé sentada en mi sofá escuchando: mi hija duchándose con la música que se pone mientras está en el baño, el tráfico en la calle, coches pasando, la serie que mi otra hija estaba viendo en su portátil, una moto, la sirena lejana de una ambulancia, mis dedos sobre el teclado, el crujido de la cristalera con el viento, el frufrú que hacen mis pies cuando froto uno contra otro. Fue muy curioso cerrar los ojos y, en vez de ignorar el sonido, concentrarme en decodificarlo, en distinguir unos de otros.
En el documental me enteré también de que el matemático Charles Babbage, al que por supuesto no conocía de nada, creía que los sonidos permanecen para siempre, que no se apagan una vez formados; que una vez «sonados» se quedan sonando eternamente, pero lo hacen de una manera que los humanos no somos capaces de percibirlos. Su teoría era que si consiguiéramos encontrar la manera de percibirlos podríamos recuperar todos los sonidos del mundo. Primero imaginé el guirigay que sería eso y después que, de ser cierto, vivimos en una burbuja de ondas sonoras invisibles que acarrean toda la historia de la humanidad. Me dió cierto vértigo imaginar todos los sonidos del mundo desde el big bang, las erupciones volcánicas, el pitio de todos los microondas del mundo, las pisadas de todos los que llegan a casa intentando ser silenciosos, los despertadores, el crepitar de todos los fuegos que se han encendido, la lluvia sobre las hojas de los árboles, el descorrer de una cremallera, el sonido de millones de máquinas de coser, un tren, la sirena de un barco llegando a un puerto, miles de crupieres barajando, toda la música de la historia, las risas, las arcadas, los portazos, los suspiros, las toses, los orgasmos, el tic tac del reloj que llevo en la muñeca, los ronquidos, los huracanes, las bombas, balazos, todos los discursos políticos del mundo, todas las declaraciones de amor, todas las mentiras, todos los gritos, todas las oraciones, todos mis tecleos... El vértigo es inevitable. Pero si de toda esa inmensidad de sonidos que flota a mi alrededor pudiera recuperar alguno, ¿cuál recuperaría?
Lo primero que me vino a la mente fue la voz de mi padre. La primera vez que escribí sobre él, en el blog, fue en 2008:
«Lo primero que se me olvidó fue su voz. No quiero que se me olvide nada más».
Sé que ahora, en 2024, parece extraño tener miedo a que se te olvide una voz, pero yo no recuerdo su voz. Ni aunque escarbe en lo más recóndito de mi memoria puedo recuperarla. Sé que en mi casa, en algún lugar, hay una grabadora con su voz. Años después de que muriera, rebuscando en algún cajón, encontré una mini grabadora, de esas que funcionaban con una cinta muy pequeñita que parecían de espías, y presioné el play sin saber qué me iba a encontrar. Me pilló por sorpresa escucharle, oír su voz haciendo unos ejercicios de logopedia que repetía cada mañana después de que le diera el ictus. Me pilló tan de sorpresa que me caí al suelo y me puse a llorar. Lloré por escucharle y al ser consciente de que se me había olvidado su voz.
Escribo esto desde Cicely. He venido con toda mi familia a celebrar el cumpleaños de mi madre. El viernes celebramos que cumplió 80 años y conmemoramos también, de alguna manera, que se cumplían también veintisiete años desde que murió mi padre. Hemos venido trece: mi madre, sus cuatro hijos, dos cuñadas y un cuñado y cinco nietos (falta uno que está en Arkansas pasando el año). Todos los sonidos de nuestra familia están aquí, todas nuestras historias y anécdotas: estos días son un «ruido» ensordecedor de voces que forman parte de nosotros. Desayunamos, comemos, cenamos, paseamos, jugamos a las cartas, repetimos anécdotas mil veces contadas, descubrimos otras que alguien no sabía, los nietos incorporan sus voces, sus opiniones, sus chistes, sus risas. Es precioso y agotador al mismo tiempo. Llevo todo el fin de semana pensando cómo estaría mi padre aquí. A la familia que éramos cuando él murió se ha incorporado mucha gente que él nunca conoció: todos sus nietos y sus dos nueras... Sus hijos tampoco somos la personas que éramos cuando él murió.
¿Cómo habría estado aquí, con todos?
¿Le gustaríamos?
¿Qué diría?
¿Cómo sonaría su voz ahora que tendría 81 años? ¿Se parecería a la que tenía la última vez que le escuché, cuando me dijo: «Mañana nos vemos»?
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lo que cuentas de vuestra reunión familiar me ha recordado a mi familia y me ha venido a la cabeza la siguiente frase “todas las familias se parecen” . Creí que era el título de un libro pero Google dice que es el comienzo de Ana Karenina “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”… espero nos quedemos en la primera parte.
Gracias por tus textos que cada semana me hacen pensar, reflexionar, escribir. ..Buena semana!!
Qué bonito, Ana. Todos los sonidos del mundo también tendrá los vuestros, vuestra algarabía.