Escribo esta newsletter a poco menos de seis horas de enviarla. Me ha pillado el toro. Esta semana ha durado ocho meses. ¿El apagón? ¿Qué apagón? Fue algo que dejó de ser importante un par de horas después de solucionarse. Fue una anécdota, casi como si la rutina diaria hubiera sufrido un ataque de hipo de esos que parecen enquistarse y hacerte pensar ¿pero cómo voy a vivir así? para poco después, una vez que se termina sin darte cuenta, olvidarse para siempre. Pero eso fue el lunes y casi me parece que el lunes yo era otra persona, vivía en otro mes, en otra estación, casi en otra vida. ¿Qué recuerdo de todo lo que me preocupaba el lunes? Nada. ¿Y el martes?¿Qué hice? No lo sé. Esta semana para mi empezó el jueves por la mañana. Ahora es sábado por la noche y estoy sentada en un sofá incomodísimo de un color azul muy clarito bastante inadecuado para un apartamento turístico aunque la incomodidad del sofá puede que ahora sea una ventaja porque ayudará a que no duerma. Estoy muy cansada.
Estoy de viaje con mis hijas. Hemos venido al País Vasco a hacer turismo, comer, pasear, ver amigos y sobre todo estar juntas. Era ahora o quién sabe cuándo. Clara se irá, dentro de nada, tres meses a Estados Unidos (Lo sé, lo sé, lo sé todo...) y, antes de que ella vuelva, María se irá un año entero a Alemania. No sé cuando podremos volvere a viajar las tres juntas saliendo del mismo punto y volviendo a la misma casa. No sé si alguna vez repetiremos algo así. Desde enero no dejo de pensar que estamos agotando una etapa, dando los últimos tragos a esa taza de café de un desayuno que se alarga. Estamos rebañando las migas de un último trozo de tarta, volviendo a ponernos una camiseta que nos encanta pero que ya está tan desgastada que puede rasgarse en cualquier momento. Digo estamos porque es algo que compartimos las tres pero ellas, por supuesto, con lo jóvenes que son no tienen esa conciencia y si se lo dijera me dirían: «Ay, mamá, no seas dramas». Pero aunque no se lo diga este cambio de vida, de ciclo o de etapa es algo que compartimos. Este viaje quizá es una despedida de todo lo que hemos pasado hasta ahora o un nuevo comienzo o ninguna de las dos cosas. No siento nostalgia, o mejor dicho, no mucha de las etapas anteriores. Si no las hubiéramos cruzado, si todos esos años con ellas no hubieran transcurrido no serían las mujeres que son ahora, las que me dicen «eres una mamá osa» o me preguntan que si estoy orgullosa de ellas.
¿Se puede estar orgullosa de dos personas que han salido de ti pero de las que te cuesta creer que tengan algo que ver contigo? En estos cuatro días juntas, sin nada más que hacer más que charlar, reirnos, escuchar música, hacernos preguntas absurdas y mirar el mar, me he preguntado quienes son. Me he preguntado si se acordarán de este viaje. He tenido dudas ¿aceptaron el plan por pena o porque de verdad les apetecía? ¿Se lo pasan bien conmigo? Podría hacerles todas estas preguntas sin problema, las contestarían medio en broma, pero no he querido. El pesar que siento por este sentimiento de cambio de etapa no es algo que quiera cargar sobre ellas. Prefiero seguir sus vericuetos mentales y participar de su juego ¿Qué prefieres? ¿Tener un pezón en la frente o tirarte un pedo sonoro y oloroso cada vez que parpadees? Si tienes curiosidad elegí el pedo, el pezón me pareció algo que nadie podría obviar al verte. Todo el mundo está acostumbrado a fingir que no ha visto ni olido un pedo.
A veces las miro sin que ellas se den cuenta. En este viaje las he mirado mientras dormían, como cuando eran pequeñas, y también mientras leían en la playa, paseaban por el Chillida Leku, devoraban zamburiñas o caminaban por lo Viejo de San Sebastián charlando con unos amigos míos a los que acababan de conocer ese mismo día y que les sacan cincuenta años. Trato de mirarlas, de verlas, como si no las conociera, como si no llevara conviviendo con ellas dos décadas. Las miro como si fuera un guiri que se las cruzara con la calle o tratando de ponerme en la cabeza del hombre joven que se cruza con ellas y las mira. ¿Qué ve? Escribo “como alguien las ve a ellas” porque me da pudor escribir “mis hijas”. Siempre me ha dado pudor o respeto ese posesivo. Cuando escribí Cosas que (le) pasan a una madre sin superpoderes y me llamaban de sitios para hacerme entrevistas (uhhhh), recuerdo que yo siempre decía “no soy una madre, tengo dos hijas que es muy diferente”, y sigo sintiéndome así. Me cuesta decir “mis hijas” si estoy reflexionando sobre ellas. Si me cabrean, entonces no tengo problemas en decir “mis hijas son unas cabronas”, pero para las cosas buenas, para el asombro, para el orgullo, para la emoción o el afecto me cuesta usar el posesivo. El “mis” me suena a medallita de madre, a enseñarle al mundo lo bien que lo has hecho, el mérito que tienes. El “mis” para mi es como si te auto pusieras un gomet o te dieras un diploma para enseñar el mundo que demostrara que has sabido ser madre, criar a tus hijas, hacer de ellas gente de provecho. Y yo no me siento así.
Ya solo quedan cinco horas hasta el envío y sigo en el sofá incómodo. Fuera, en las calles de Elantxobe, llueve. Hoy hemos charlado en Gernika, Bermeo y Lekeitio y hemos visto la puesta de sol en la playa de Laga, igual que hicimos el jueves. Ayer estuvimos en San Sebastián y Pasajes. Subimos a Igeldo y nos montamos en la Montaña Suiza. Mañana quieren ir a ver las traineras. Después, volveremos a Madrid a apurar las semanas que nos quedan hasta el final de esta etapa.
Ellas, en su cuarto, acaban de apagar la luz y me han gritado: ¡Buenas noches, mamá!
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Atravieso la mismo momento, el mismo punto. De tres el último se irá ya a estudiar fuera el próximo curso y estar juntos se ha convertido en lo extraordinario. No me puedo creer que estemos cerrando una etapa. Que corta ha sido la vida juntos
Pues sí, ha llegado el momento. Mi hijo mayor lleva un año fuera pero está cerca (Sevilla) y el pequeño se va en agosto a la Universidad de La Plata (Argentina). Este puente hemos estado juntos y he pensado lo mismo: no sé cuándo volveremos a reunirnos. También los miro cuando comen, cuando duermen…y siempre me regañan. Vivo con la esperanza de que volverán, siempre vuelven.