“Los hombres tienen miedo de que las mujeres se rían de ellos y nosotras tenemos miedo de que ellos nos maten”. (Penélope y las doce criadas, Margaret Atwood)
El otro día comenté en redes que Adolescencia, la serie de la que todo el mundo habla, no me había gustado. Recibí muchos mensajes preguntándome por qué no me había gustado y muchos mensajes más de gente a la que tampoco le había gustado pero no se había atrevido a mencionarlo: «Como todo el mundo la pone tan bien... ». «Gracias por decirlo, me estaba sintiendo rara».
A ver: eres raro si no te gusta el queso o dormir, pero que no te guste una serie, un libro, una canción, un estilo de decoración, los zuecos, los zapatos completamente planos que parecen de terciopelo y que se sienten como zapatillas de estar en casa, las alcachofas o el cambio de hora es algo completamente normal.
Todo esto me hizo pensar en mi juventud, cuando yo fingía que me gustaba Johnny Winter, The Doors o un músico desconocido responsable del blues más puro del mundo simplemente porque a mis amigos les gustaba y a mí me parecía que ellos tenían mucho más criterio que yo. Esa música no me gustaba pero estaba convencida entonces de que el problema no era de la música sino mío, yo no sabía apreciarla. Compruebo que hay gente que sigue en ese punto vital.
A mí, Adolescencia no me ha gustado. En los episodios 3 y 4 me dormí, luché contra las cabezadas hasta caer rendida, pero volví a ellos, para verlos despierta por si acaso en algún momento había un algo que explicaba las grandes alabanzas que había visto y leído por ahí y que habían sido lo que me había llevado a verla.
«¿Por qué no te ha gustado?», me preguntaron.
Porque me he aburrido.
«¿Por qué me he aburrido?», me pregunto a mí misma.
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