Creo que la expresión «Leo en el New Yorker... » podría convertirse en una sección fija de esta newsletter o de mi vida en general. Saco muchísimas referencias de mis lecturas diarias, cada mañana, mientras desayuno. Me surgen ideas, reflexiones, apuntes que unas veces aprovecho y otras no. (Hoy mi tío me ha dicho que la frase «Leo el New Yorker mientras desayuno» sonaba un poco snob y tiene razón, pero qué le vamos a hacer: soy snob en el desayuno, mi momento de soledad del día). Este año la revista ha cumplido 100 años y por ese motivo están invitando a autores de ahora a escribir pequeñas piezas sobre sus artículos favoritos de la historia. El caso es que uno de los últimos que he leído, escrito por una tal Louisa Thomas (que no sé quién es), era sobre una pieza escrita por John Updike (que sí sé quién es y del que he leído varios libros).
Resulta que en 1960, un miércoles de septiembre, Updike estaba enamorado “away from marriage”, lo que quiere decir que tenía una amante. Cogió un taxi, se fue a verla y, como ella no estaba en casa, decidió cambiar el plan e irse a ver un partido de béisbol, el último en el que iba a jugar una leyenda de ese deporte: un tal Ted Williams, un nombre que parece de padre con muchos hijos, un par de ellos gemelos, de comedia de los 80, se retiraba. Updike llegó, se compró una entrada por 3 dólares y se sentó detrás de la tercera base, expresión esta que a mí no me dice nada. No sé si estaba en un buen sitio o colgado de un palo en el quinto anfiteatro. Me sorprende que pudiera comprar una entrada al precio que sea, la verdad. En Madrid, por ejemplo, una improvisación así sería imposible. Si yo fuera a ver a mi amante, en caso de tenerlo, dudo mucho que pudiera cambiar ese plan por una obra de teatro así sin haber reservado la entrada tres meses antes. La cuestión es que en aquel partido, al que Updike acudió para enjuagar su desazón amorosa, Williams se marcó una jugada espectacular, un homerun de libro. Esto sí sé lo que es porque, atención, cuando yo tenía 10, 11, 12 años, en Los Molinos nos pasábamos tardes eternas jugando a una especie de béisbol con balón de fútbol y con el pie. ¿De dónde había salido esta variante tan poca académica? Ni idea. Sospecho que los hermanos mayores de mis amigas la habían heredado de nuestros padres, pero ¿de dónde habían sacado nuestros padres la información suficiente como para adaptar el béisbol americano que, como mucho, habían visto en algún tebeo de los años 50, al fútbol patrio? Es un misterio del que no he sido consciente hasta ahora.
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