Soy un señor mayor en un sillón de orejas
Echo de menos el antes, el ayer, el hace diez años, el hace veinticinco. Supongo, bueno no lo supongo es así, que me estoy haciendo vieja. Y los viejos miran con nostalgia al pasado, a un pasado que les parece mejor o que recuerdan mejor. Un pasado en el que todo parecía más fácil. Lo que más echo de menos es la calma, la lentitud, sentir que las horas pasan muy despacio y que, por supuesto, hay tiempo para todo. No sé como recuperar esa sensación. Hace cuatro años, antes de todo, escribí un post titulado Prisa. Acabo de releerlo y aunque creo que he conseguido parar un poco, la sensación de aceleración sigue presente en mi día a día.
Hace unas semanas leí una novela de Patricia Highsmith en la que, como en casi todos sus libros, las cartas jugaban un papel importantísimo. Misivas que viajaban de Tunez a Nueva York y vuelta. Cartas escritas en dos, tres o cuatro días sin esa urgencia por la inmediatez que me (nos) consume ahora. Escribir la carta con calma y sentarse a esperar la respuesta con más calma aún. ¿Qué está pasando mientras tu carta viaja, mientras su respuesta se piensa y se redacta, mientras esas letras vuelan hacia tu buzón? Pues que sigues viviendo tu vida al margen de esas palabras que te llegarán, de lo que te contarán. Recuperas tu vida y recuperas tu mente que no está pendiente de esa respuesta porque sabes que tienes unos días de tregua, tres, cuatro, quizás una semana. Ese asunto, por tu parte, está resuelto hasta la siguiente etapa, puedes dedicarte a otra cosa, entretenerte con algo más, descansar. Hay una escena de Dowtown Abbey, muy al principio, en la que el mayordomo refunfuña muchísimo cuando instalaban el teléfono. En su día me pareció una escena risible, muy de viejo gruñón oponiéndose al avance de los tiempos pero hace unos días enfrentada a una mañana de llamadas laborables en las que tenía que dar varias malas noticias me encontré protestando como Mr. Branson. ¿Por qué no volvemos a las cartas? Dar una mala noticia por carta permite pensar cómo lo vas a contar, te permite extenderte en las razones y motivos o, por el contrario, ser escueto. El mal trago se divide en sorbos llevaderos. Escribes la carta, la envías y sabes, como los personajes de Patricia Highsmith, que tienes días para dedicarte a otra cosa. Tu carta ha de llegar a las manos del destinatario para el que, también, es mejor recibir la noticia así: puede leer, releer, insultar, protestar, enfurecerse, entristecerse y pensar la respuesta. (Puede, incluso, romper la carta en pedazos, quemarla, cosas que no permiten ni las llamadas ni los mails) Además, si se para a pensar que hasta hace 5 minutos, hasta justo antes de abrir esa carta, era perfectamente feliz (o más o menos feliz) mientras esa noticia ya existía, podrá poner en contexto que, a pesar de ser una mala noticia, no es terrorífica. Su respuesta podrá ser, igualmente, pensada, repensada, escrita, borrada, reescrita y finalmente enviada al destinatario.
En este ir y venir de cartas, la urgencia, la importancia, la supuesta enormidad de esos problemas se iría deshaciendo, se desgastaría, hasta que las dos partes pasaran página. La mayor parte de los problemas que nos agobian hoy, no existirán la semana que viene o dentro de un mes pero es difícil interiorzarlo cuando vivimos en un continuo manoseo de esos problemas. Los vemos, los leemos, los hablamos, nos responden, contestamos en cinco minutos, tenemos otra respuesta a la mañana siguiente que nos apresuramos a responder antes de comer, aumentando su presencia en nuestras vidas, inflándolos mientras ocupan todo nuestro espacio mental, nuestro sueño, nuestra cabeza para luego, de repente, pincharse y desaparecer. ¿Por qué he estado preocupada por esto? Fantaseo con dejar de usar el teléfono por completo, con volver a las cartas, con recuperar ese tiempo en el que tú ya has hecho tu parte y solo tienes que esperar sabiendo que la espera será de días, días que puedes dedicar a otra cosa, semanas, incluso, en las que se problema se reducirá a su verdadero tamaño, a ser una circunstancia vital circunscrita a un aspecto y momento de tu vida que ya quedó atrás.
Lo sé, lo sé, sueno como un columnista de sillón de orejas pero me agota esta prisa constante que, además, es irreal. Nada es tan urgente, nada ni nadie necesita nuestra atención a todas horas ni merece que nuestra cabeza esté centrada en ello desde que nos despertamos (con insomnio) hasta que nos acostamos agotados de pensar. Saber esto, que lo sé (sabemos) no sirve de nada porque no puedo (podemos) evitar estar pendiente de todo, todo el día. Y saber todo esto tampoco me saca de la rueda de prisa en la que vivimos, es imposible salir por completo de esa vorágine y, además, tampoco tendría sentido. Hay cosas buenas en la inmediatez. Quizás lo que nos pasa es que aún no sabemos manejarla, somos como niños pequeños a los que les dan un juguete que manejan sin saber. No lo sé. No me puedo bajar de la rueda pero me estoy quitando. Ya no contesto mail laborales según me llegan. Los aparco y los dejo reposar. Me cuesta porque impulso de resolver lo que sea rápidamente es poderoso pero ya sé que no resolveré nada, contestando con urgencia meteré velocidad a algo que probablemente se desinfle esa tarde o mañana o al final de la semana. Contesto pero con calma. Hago alguna cosa más para quitarme de la prisa y además sigo escribiendo a mano y los New Yorker en papel mes y medio después de que se hayan publicado No hay prisa.
El otro día vi, en twitter, este anuncio de un reloj «sepa que hora es sin saber que tiene 1500 mails pendientes» y pensé: aún queda esperanza, yo nunca he dejado de llevar reloj.
Definitivamente soy un señor mayor con sillón de orejas.