«Hace falta mucho cálculo y detalle para que todo se vea ajustado y, sin embargo, parezca espontáneo al mismo tiempo».
(Max Weinberg, en el documental sobre Bruce).
«Esta semana estás muy graciosa», me han dicho en el trabajo. Me considero una persona bastante graciosa, pero con un sentido del humor no apto para todos los públicos. Y no me refiero a que tenga un humor para adultos, es más bien que mi sentido del humor tiene una vertiente hiriente y sarcástica que, bueno, a veces no puedo desplegar porque sé que no se entenderá. Mi sentido del humor coge vuelo cuando estoy cabreada; casi siempre soy mejor cuando me hostilizo: pienso con más claridad, soy más ocurrente, enlazo conceptos más rápido y formulo frases certeras, agudas y directas que, si caen entre el público adecuado, me suelen dar bastantes satisfacciones. No las suficientes como para compensar el motivo de mi cabreo, pero sí para aligerarlo.. El motivo de mi “graciosidad”, de mi hostilización, esta semana, ha sido que, totalmente por sorpresa, sin comerlo ni beberlo, de sopetón y con premeditación y alevosía, que el lunes fui informada de que había elecciones sindicales en mi empresa y me tocaba ser vocal al ser la empleada más vieja. En mi anterior empresa, al ser la empleada más antigua, me pasé 21 años siendo presidenta de mesa y pensé, al cambiarme, que me había librado para siempre de esa tortura, pero mi gozo en un pozo. Trabajar con generaciones tan jóvenes tiene estas cosas: con 51 años soy la más vieja (el presidente de mesa lo es más pero no puede ocupar dos cargos a la vez). A lo mejor estás pensando que «no es para tanto», y si esa es tu idea está claro que nunca te ha tocado lidiar con esta tarea. Se habla mucho del machismo en empresas, en la comunicación, entre los directivos, en la televisión, en redes… y muy poco del machismo rancio con olor a cerrado, a brandy Soberano y paternalismo de chaqueta de punto y mechero Bic de los sindicatos. En toda mi experiencia sindical jamás me he encontrado con una mujer organizando las elecciones sindicales, mandando en ello. Siempre son señores y, siempre, con una clara desconexión con la realidad: me han tratado como si yo acabara de terminar COU y fuera gilipollas. En esta ocasión se ha repetido paso a paso la escenificación de: «firma aquí», «lo que tienes que hacer es», «tranquila que nosotros nos ocupamos de todo»; con mis consiguientes: «No, no voy a firmar sin leerlo», «ya sé lo que tengo que hacer, gracias», y el morderme la lengua con el «estoy tranquilísima pero como me lo sigas diciendo lo mismo se me acaba la paciencia». Además, como las cosas se les han torcido un poco, he tenido un par de encontronazos más, todos formulados por mi parte con una educada ironía que, por lo que sea, no ha sentado bien al colectivo señor que viene a darme lecciones. Esa ironía sutil es una destilación muy forzada en la que concentro toda mi energía para no gritar como una energúmena y claro, cuando me relajo, toda esa ira sale en forma de humor que, por lo que sea, ha sido apreciado por mis compañeros de trabajo a la hora del tupper en el comedor.
Esta semana, al salir del metro, olía a tostada de cafetería. Hace años que no me tomo una tostada con ese olor en ningún bar, no las pido, principalmente porque casi nunca desayuno fuera de casa. Ya lo he dicho también: soy una persona horrible, muy desagradable antes de desayunar, y si prolongo mucho el tiempo entre que me despierto y como algo me arriesgo a arruinarme el día, así que casi nunca desayuno fuera. Aún así, cuando lo hago, nunca pido esa tostada, esa de pan de molde gordo, tostada a la plancha con muchísima mantequilla que te sirven en un plato blanco de loza gorda con más mantequilla y una pequeña tarrina de mermelada de melocotón. No la pido porque esas tostadas ya no existen y porque yo no quiero tomarme esa tostada en un bar cuqui con mesas de madera de antes de ayer, envejecida para que parezca del mes pasado. No las pido porque yo quiero tomarme esa tostada trepando a una banqueta redonda, anclada al suelo, sobre una barra metálica o de falsa madera que se note que es falsa, servida por un camarero vestido con una camisa blanca y un chaleco, un camarero tan integrado en el ambiente de esa cafetería que no soy capaz de imaginármelo en cualquier otro sitio. No las pido porque quiero esa tostada en una cafetería con dispensadores metálicos de servilletas de ese papel casi plastificado inventadas para todo menos para poder limpiarte de las manos o los labios del rastro de mantequilla derretida que ha hecho de esa tostada lo mejor que te va a pasar en el día.
Esta semana he cogido mucho el metro. Lo odio, pero hay veces que no me queda más remedio. A las nueve y media de la mañana, en mi vagón Denis toca a la guitarra Billy Jean, de Michael Jackson, y lo hace bastante bien, tanto que me descubro bailando, moviendo las caderas y los pies pero sin levantarlos del suelo porque entre ellos descansa mi mochila. Me gusta tanto cómo toca Denis que me agacho, abro el gancho, la cuerda de cierre, saco la bolsa del tupper, rebusco sin dejar de bailar y milagrosamente encuentro un par de euros para dejar en el sombrero que pasa al terminar. Tiene también un cartel donde anuncia que acepta bizum y valoro esta opción durante un par de segundos antes de descartarla porque últimamente he notado que se está apoderando de mí una desconfianza de señora mayor que no entiende la vida y pienso: «a ver si le voy a mandar un bizum y se va a quedar con mi móvil y un día me llega un sms de esos de “pincha el enlace”, me pilla despistada y me desvalijan la cuenta». Me jodió tener este pensamiento, por lo que implica de ser desconfiada y por la certeza de no entender las cosas que pasan a mi alrededor. ¿Qué leches es esa moda de llevar muñequitos pegados al móvil? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué significan? Me da igual lo que signifiquen, no lo entiendo. Para mí el móvil siempre es un estorbo, demasiado grande para llevarlo en el bolsillo del pantalón (bueno, ahora que solo llevo Levis 511 heredados o de segunda mano he descubierto que ese modelo tiene bolsillos en los que me cabe el brazo hasta el codo), demasiado pequeño para la mochila y siempre lo ando perdiendo, no consigo entender por qué alguien querría ponerle un muñeco cabezón que asome por encima de la pantalla. No lo entiendo y, lo que es peor, no quiero entenderlo. Lo mismo me pasó con el boom del airfryer. Esto debe ser hacerse mayor.
Esta semana, también en el metro, observo a un chaval de 16 ó 17 años peinarse mientras admira su reflejo en el cristal del vagón. Me quedo hipnotizada observando la coreografía que sus dedos ejecutan sobre su pelo, dos minutos de movimientos que está clarísimo no es ni la primera, ni la segunda, ni la quincuagésima vez que realizan. Esa naturalidad y precisión es el resultado de meses de prueba y error, horas de observarse. Cuando termina, a mí me parece que su pelo está exactamente igual que antes de ese pequeño baile consigo mismo, pero él está muy satisfecho. Me bajo antes de saber si su coreografía se ha convertido en un tic que repite cada pocos minutos.
Esta semana he hecho muchos planos de Orbela. He pintarrajeado con lápiz, regla y bastante desesperación, alternando estados de ánimo de euforia («Va a quedar genial») con otros de dudas espaciales («Yo creo que aquí esta cocina queda muy justa», «¿Cuántos metros cuadrados son necesarios para un baño decente que no parezca un cuchitril?»); otros ratitos deliciosos de desasosiego existencial («¿Y si me he equivocado?» «¿Y si me precipité?» «¿De verdad necesito un aseo de cortesía?») y otros de ansiedad capitalista («Si tuviera medio millón de euros todo esto se resolvía de un plumazo en seis meses y yo tendría cero preocupaciones», «Podría panelar los electrodomésticos… ». Me entretengo también un rato ordenando la pila de periódicos deportivos antiguos que he encontrado en la casa. Hay joyas, varios ejemplares de Marca con las crónicas de los Juegos Olímpicos de México de 1968, innumerables crónicas futboleras de partidos a los que Franco iba a jalear al Atlético de Madrid y en las gradas había pancartas en las que se leía: «Hijos, esposas y padres, atléticos de corazón. Todos a una te aclaman por ser tu Franco el Mejor», fotos de Angel Nieto siendo campeón del mundo, de Paquito ganando medallas, Conchita Velasco de portada en la revista del Atlético de Madrid dando la bienvenida a 1969, el horóscopo del deportista escrito por Marco Alfa, “Capricornio. Forma física: el aspecto astra será armónico en este terreno y se beneficiara mucho” y fotos de partidos de fútbol con los equipos posando formales antes de empezar. Todos parecen padres, gente que tiene una ferretería, una carnicería, conduce un autobús o es médico traumatólogo y se junta los domingos a echar una pachanga y posan para las fotos de una manera fastidiosa porque lo único que quieren es empezar a jugar con los colegas. Hay poca consciencia de sí mismos y de cómo los ven los demás. Nada que ver con los jugadores de fútbol actuales o con el chaval del metro.
Esta semana he visto un carnaval infantil. En diciembre. Tradiciones manchegas. Estaba lleno de niños disfrazados, carrozas muy curradas y sobre todo padres y madres motivadísimos bailando siguiendo coreografías que gritaban “hemos sacrificado horas y horas para esto”. Nunca fui, nunca he sido un madre tan motivada.
Esta semana he leído en IG una viñeta que dice: «Antes de enviar un email piensa si ese mail es un problema de diciembre o de enero». Decido que ésta va a ser mi actitud la próxima semana: todo van a ser problemas de enero. No merece la pena mandar mails pensando «venga, lo dejo hecho hoy y me lo quito de encima», porque la otra parte va a pensar lo mismo y me responderá al correo, con toda probabilidad, despejándolo con alguna maniobra torticera para librarse de él y me lo encontraré agazapado en mi buzón cuando vuelva en enero. Mejor lo dejo, los programo todos para el 7 de enero, son problemas de Ana del futuro, Ana del año que viene, Ana del 2025. Quizás desaparezcan mientras tanto o se resuelvan solos o Ana del futuro descubra que se la pelan.
Esta semana he tenido que lavar el coche. Pocas cosas me hacen sentir tan poderosa como manejar la pistola a presión con el chorro de agua y espuma. Sentirse así todo el tiempo debe ser lo más parecido a ser un señor. Sindicalista, por ejemplo. Con chaqueta de punto.
Esta semana he visto un anuncio de agendas. «Esto no es solo una agenda», dice una influencer mientras sujeta el micro delante de la boca porque ahora resulta que eso es lo cool y abraza una agenda con la otra mano. «Es una solución de productividad».
Podría ser taaaaann graciosa con esto…
Con ese panorama en la mesa sindical, como para no ser graciosa. Es curioso cómo se afila el ingenio cuando algo nos toca las narices.
Me has llevado a ese bar de siempre, con personajes y sonidos de siempre. Gracias.
Ánimo con la última semana.
Buenos días, no nos dejes así, sé graciosa con el anuncio de la agenda. Me comía una tostada de esas tan ricamente.