To see takes time. Esa frase en un página par del número de The New Yorker se me queda enganchada en la cabeza y me hace volver atrás.
To see takes time es el título de la exposición sobre Georgia O´Keefe que se está celebrando en el MOMA. To see takes time. Mientras termino de comer pienso que en esa frase está resumida la sensación que yo tengo ahora mismo, con cincuenta años, de estar empezando a entender la vida en general y la mía concretamente, las cosas que valen la pena y aquellas que no merecen gastar ni medio minuto de tiempo o energía.
Son las cuatro y media de la tarde, la hora de la siesta de verano. Protegida del calor dentro de casa escucho a los perros roncar, el segundero de un reloj de pie y, muy muy lejano, a algunos niños gritando en una piscina. Gracias a Dios los vecinos de gusto musical más que cuestionable y muy irrespetuosos con la hora de la siesta no parecen estar, así que reina la calma, la paz.
Lleva tiempo aprender a valorar este tiempo de siesta, de parada en tu día. Cuando yo era pequeña, antes de que mis padres compraran esta casa, pasábamos el verano en casa de mis abuelos con todos mis tíos. Después de la multitudinaria comida en la que solíamos sentarnos a la mesa diez o doce personas, la siesta era obligatoria. Tenías que irte a tu cuarto y dormirte; y si no te dormías se esperaba de ti que durante dos horas vivieras en un silencio absoluto, monacal. Se te exigía pausar tu existencia hasta hacerla imperceptible para un observador externo. Era una tortura: dos horas en la cama. ¿Por qué los adultos eran tan crueles? Ahora, mientras escribo esto tumbada en el sofá, pienso en cuánto tardaré en terminar y poder coger el libro para fingir que leo hasta dormirme con él entre las manos. Las cosas cambian.
No pensaba escribir de siestas ni de mis recuerdos de niñez porque siento que últimamente estoy demasiado nostálgica de un pasado remoto y feliz y, aunque es un sentimiento agradable y reconfortante (sobre todo porque mantengo muchas cosas de ese pasado), es un tema aburrido sobre el que escribir. Esta mañana, mientras barría y planchaba, estaba escuchando un episodio de Hotel Jorge Juan en el que Javier Aznar hablaba con Rafa Cabeleira. Rafa, un tipo maravilloso de esos que te hace la vida mejor cuando estás con él, tuvo un infarto muy serio hace unos meses. Se ha recuperado bien y está feliz, contento, mejor que nunca: él dice que está recomendando mucho tener un infarto porque tu vida cambia a mejor. To see takes time. La percepción sobre nuestra vida, sobre lo que nos rodea, lo que importa, la gente a la que queremos o la que no soportamos, lo que nos gustaría hacer o no, cambia solo con grandes estímulos: la cercanía a la muerte, el miedo o el paso del tiempo. Todo lo demás no funciona nunca. La experiencia o vivencias de otros, las lecturas, los razonamientos que te obligues a hacer… eso te sirve para saber que quizás no estás preparado para lo que puede venirte en la vida, pero la sabiduría suprema, la certeza última sobre qué es importante y qué no lo es solo se adquiere por esas tres cosas: muerte, miedo, el paso del tiempo.
De las tres, la menos traumática por ser más gradual es el paso del tiempo, aunque desde mi experiencia debo decir que el salto de percepción entre los 40 y los 50 es radical. Es un cambio total de, como dirían los cursis, marco mental. Pensándolo bien, lo reduciría aún más: entre los 45 y los 50. A lo mejor es porque ya tienes claro que te queda menos por vivir que lo que has pasado o porque todo lo que has vivido se aposenta, se asienta en su correcto nivel geológico y se estabiliza permitiéndote tener una percepción más pausada de todo, menos impulsiva, más «bah, qué más da». Hace un par de años mi hija Clara me preguntó un día: «Mamá, ¿a qué edad te empiezan a interesar las plantas?», y no supe qué decirle porque a mí las plantas no me han interesado nunca, pero algo así me pasa ahora cuando miro hacia atrás. Ahora sé a qué edad te planteas la vida de otra manera.
Vuelvo a la siesta. En aquellos veranos esperaba el momento en que pudiéramos volver a existir con impaciencia, no llegaba nunca y cuando por fin abrían la puerta y nos dejaban salir, corríamos a la piscina a bañarnos en el agua congelada, a gritar y saltar hasta que nos llamaran a merendar. Después nos obligaban a quitarnos el bañador y cambiarnos de ropa y volvíamos a jugar hasta la hora de la cena. A veces salíamos a dar un paseo. Las calles por las que paseábamos siguen igual, de tierra, con grandes baches provocados por las torrenteras que se forman cuando llueve y llenas de piedras y vegetación. Todo sigue igual. Me fijo en esos detalles cuando paseo ahora por el pueblo, cuando voy y vengo al autobús que me baja a Madrid a trabajar. Han desaparecido muchas cosas, otras se mantienen y otras están en un estado transitorio entre lo que fueron y dejar de existir. Uno de esos lugares es la zapatería. Hace un par de semanas conté cómo otro de esos rituales que marcaban el inicio del veraneo era bajar a la zapatería de Mari, «La zapatera prodigiosa» la llamaban en mi casa, a comprar dos pares de zapatillas camping para cada uno. Por entonces yo pensaba que esas zapatillas solo se podían comprar ahí, que era el único lugar del mundo en el que se vendían y me parecía bien, me parecía acertadísimo: tenían que venderse ahí para que a mí me las pudieran comprar en junio y así empezara el verano. La posibilidad de comprar esas zapatillas en otro sitio o de que un buen día Mari no las tuviera ni se me pasaba por la cabeza. La zapatera prodigiosa. ¿Con ese nombre cómo no íbamos a estar emocionados? A mí me fascinaban la zapatería y la zapatera prodigiosa. Me parecía una tienda encantadora. Pequeña, coqueta, con zapatos maravillosos ordenados en cajas perfectas que ella sacaba y volvía a colocar. La caja registradora, la vitrina que tenía dentro de la tienda, la magia de abrir el escaparate de la ventana porque la zapatilla que había expuesta era justo tu número. Era un sitio fabuloso. Después crecí, crecimos. Cumplí 10 años. Abrieron grandes hipermercados donde vendían pares y más pares de zapatillas a precios ridículos. Crecí más, me hice mayor y los zapatos del escaparate de Mari dejaron de parecerme mágicos para hacerse primero invisibles y después tristes, muy tristes.
La zapatera prodigiosa no desapareció. Ella también creció (debía ser joven en la época de aquellas excursiones aunque a mí me pareciera muy mayor). Durante mucho tiempo tuvo abierta la zapatería y al pasar por delante la veía sentada con su silla de tijera tomando el sol en la puerta de la tienda. Al principio con sus padres, después sola. En verano con su bandeja de la cena, sentada delante del escaparate con zapatos que llevan ahí 30 años.
Mari pasea en invierno abrigada hasta las orejas con gorros de lana, bufandas multicolores, guantes y enormes abrigos de colores. En verano va en pantalón corto y camiseta se sienta al sol delante de su tienda en la que mantiene el escaparate y los zapatos qu estaban de moda hace treinta años. Cada día, cuando me bajo del autobús al volver de Madrid, paso por delante de la zapatería y pienso que debería comprarme una grabadora y entrevistar a Mari. Sentarnos las dos en su zapatería, dejar que me cuente su vida y grabarlo todo. ¿Para qué? No lo sé. Quizá para hacer un podcast, o para escribir su historia y a lo mejor la mía aquí. Hace unos años, cuando tuve la depresión, hice un curso de periodismo cultural y una de las tareas era pensar un tema para un documental y escribir una sinopsis y un guión. Escribí sobre mi relación con Los Molinos y mis recuerdos, sobre las sensaciones y algo sobre su historia, lo que sabía en aquel momento. A mi profesor le encantó la idea, me dijo: «me han dado ganas de conocerlo».
Too see takes time. A lo mejor debería hacer algo así. Hablar con Mari, grabarla y ver qué sale de ahí. A lo mejor ahora es el momento.
No sé si l historia de Los Molinos es interesante o no pero sé que me gusta cómo cuentas la historia de tu Cicely particular
Acabo de cumplir los 45 y empiezo a tener la perspectiva de la que hablas... Yo vivo en un pueblo todo el año y nuestras vacaciones infantiles eran ir a el piso de mi abuela en Gijón un par de semanas amontonados con primos y tíos. Diferentes escenarios pero el trasfondo parecido y aunque también siento nostalgia por la infancia casi olvidada prefiero pensar y creer que lo mejor está aun por venir, un beso.