Una sombrilla raída de loneta con flores rosas y verdes rematada por flecos blancos, cuatro escaleras, dos azadones, una pala, dos escobas de bruja, un pie de hierro macizo que parece la parte final de una pequeña tuneladora, una puerta de madera, una maceta de terracota intacta, un cubo de hierro con asa de madera que en su forma recuerda un poco a un antiguo cántaro de leche, unos cuarenta azulejos de dos tipos diferentes, metros y metros y metros de cables, una bata azul de uniforme de una empresa de limpiezas, una maleta portatrajes de cuero, una preciosísima lámpara de pie dorado con pantalla verde doble, una antigua pila de lavar, una brocha a estrenar, una colección de revistas de El Alcázar de los años sesenta (muchas dedicadas al Atlético de Madrid), un saco de cemento, metros de madera de tarima perfectamente embalados, varios sacos de arena, un antiguo comedero de perros, una señal de tráfico que avisaba de un estrechamiento de la calzada, dos butacones azules que se abren como los de Joey y Chandler en Friends, varios colchones, un par de mesas, más mesillas que camas, una colección de lámparas horribles, un par de armarios machacados, un aparador de los años setenta, una cama nido que escondía en sus cajones una caja deTente en la que faltan un montón de piezas, varias sillas de playa, otra sombrilla a estrenar, un zapatero, tres cortinas antimoscas y una pajarera.
Dos pinos gigantes, un pasillo de lilos con las hojas amarillas, dos cerezos, dos nísperos, un almendro, dos olivos, un acebo tan bonito que casi parece de mentira, un nogal, rosales con flores rojas, rosas y amarillas, vinca tapizando los parterres, un roble recubierto de hiedra siempre verde, una tapia de piedra cubierta por un seto de madreselva, una cama mullida de pinocha que cubre todo el suelo, una caseta de perro de madera con franjas rojas y verdes y remaches metálicos, jardineras con los restos de las flores del último verano, un par de prunos y un membrillo gigante con hojas enormes que ahora están amarillas y se resisten a caer agarradas a las ramas sin querer soltarse.
Todo esto tiene mi casa en Los Molinos.
Es una casa pequeña con un tejado rojo, paredes blancas, esquinas de piedra y ventanas enmarcadas con piedra de granito. Los aleros y las contraventanas son verde sierra igual que la puerta del jardín y el musgo recubre la barandilla de la terraza. Es la casa que si yo supiera dibujar, hubiera dibujado para ilustrar la pregunta ¿cómo sería tu casa ideal?
Me he comprado una casa en Los Molinos.
Todavía no me lo creo. No sé muy bien cómo ha pasado; no sé cómo, en menos de dos meses, se ha cumplido el sueño de mi vida. Digo dos meses porque es el tiempo que ha pasado desde que fui a ver la casa por primera vez hasta conocer en la notaría a don Emilio, el hombre de 102 años que construyó la casa en 1950. Nunca había conocido a nadie de ciento dos años y no sé si fue por eso o porque, de verdad, no podía creerme que me estuviera comprando una casa en Los Molinos, las tres hijas de Don Emilio y yo acabamos llorando de la emoción del momento. «Nos daba mucha pena venderla, pero ver que la compra alguien que la va a disfrutar tanto nos da mucha alegría». Encima de la mesa había un recipiente muy alargado lleno de caramelos y el notario iba vestido con una gama cromática incompatible con no ser daltónico. De don Emilio me despedí con efusividad, dándole las gracias a gritos porque apenas oye y tratando de no empezar a llorar desconsoladamente por la emoción. Al poner un pie en la calle empecé a sollozar abrazada a mi amigo Juan porque seguía sin poder creérmelo.
Tengo mi propia casa en Los Molinos.
Mi casa y yo nos conocemos de toda la vida pero no lo sabíamos. En el cuaderno que me he comprado para documentar toda mi historia con mi casa escribí el jueves que nuestra recién empezada relación se parece a la que, en las comedias románticas, tienen dos desconocidos que se cruzan todos los días en el metro, en el trabajo, en la cola del supermercado, pero nunca se han visto hasta que un día, por un azar del destino, acaban tropezando y se dan cuenta de que han estado viviendo a escasos metros el uno del otro sin saber que existían. Esto nos pasa a mi casa y a mí. Ella lleva ahí, con sus aleros verdes y sus paredes blancas desde mucho antes de que yo naciera y yo he pasado por delante de su puerta miles de veces. No nos habíamos mirado pero ahora, en este otoño de mis cincuenta y un años, hemos tenido un flechazo. «Ana, esta casa es tan tú»
«Las casas cuando son viejas y hermosas tienen vida propia, pero solo sale a la superficie cuando alguien las vuelve a ver.» (Anhelo de raíces, de May Sarton)
Todavía no puedo creerlo. Tengo una casa en Los Molinos que me «pega» tanto que casi me duele.
Cuando salimos de la notaría y dejé de llorar fuimos a mi casa para tomar posesión como propietaria. Era un dia de otoño perfecto: silencioso, con nubes grises en la ladera de la Peñota y un tono de luz tenue roto solo por los destellos de los árboles naranjas, amarillos y rojos en los jardines. Escuché cántaros de pájaros que todavía no identifico mientras entraba en mi casa pisando la cama de pinocha debajo de los grandes pinos que dan sombra a la casa.
«La luz del sol entra en mi estudio por cuatro ventanas. Año tras año, la seda turquesa se ha desvaído en un suave azul acuoso, los bordados brillantes se han matizado y cada vez es más hermoso. «Amamos las cosas que amamos por lo que son» nos recuerda Richard Frost. Y quiere decir, creo, que cuando las amamos a medida que cambian –dice en el poema de un arroyo que se ha secado– las amamos por que una vez fueron» (Anhelo de raíces, May Sarton)
Me he comprado la casa de mis sueños que una vez construyó Don Emilio. Estoy feliz.
Se llamará Orbela.
Creo que te gusta leer Cosas que (me) pasan. ¿Has pensando en suscribirte? Me encantaría que lo hicieras y te lo agradecería infinito. Si, además, te haces miembro fundador, piénsalo ¿cuándo has sido fundador de algo?, hasta recibirás una carta manuscrita. ¿Cuándo fue la última vez que abriste el buzón y había una carta para ti?
Ay, Ana, muchas felicidades, me alegro muchísimo por ti. No se si lo sabes, pero orbela en euskera es hojarasca. Con todo lo que has contado y ese nombre otoñal, creo que estabais predestinadas. Disfrútala mucho!
Te doy la enhorabuena y te voy dando ya las gracias porque de Orbela van a salir grandes textos, de los que disfrutaremos enormemente. Te vas a convertir en nuestra May Sarton.