Todo vuelve. Tal vez sea difícil entender qué valor tiene el rememorarse a uno mismo en ese estado de ánimo, pero yo sí que lo entiendo. Creo que siempre es aconsejable mantener una relación cordial con la persona que éramos en el pasado, da igual que nos resulte una compañía atractiva o no. De otra manera, esa persona aparece sin avisar y por sorpresa, se pone a aporrear la puerta de la mente a las cuatro de la madrugada de una mala noche y exige saber quién la abandonó, quién la traicionó y quién va a reparar el daño causado. Nos olvidamos demasiado deprisa de las cosas que nos creíamos incapaces de olvidar. Nos olvidamos de los amores y de las traiciones por igual, nos olvidamos de lo que susurramos y de lo que gritamos, nos olvidamos de quiénes éramos".
Joan Didion. "Los que sueñan el sueño dorado".
Escribo desde el sofá. Acabo de despertarme de una siesta profunda, reparadora y necesaria pero que no ha conseguido borrar el agotamiento de la felicidad. Me duele el cuello de mirar hacia arriba y los gemelos de saltar sin parar durante tres horas. Me pica la garganta por el sobreesfuerzo de cantar a gritos y no puedo salir de la noche de ayer.
El 2 de agosto de 1988 yo tenía quince años. Unos meses antes había descubierto a Bruce Springsteen como se descubrían entonces las cosas, casi por casualidad, porque te las encontrabas en el momento y el lugar adecuados. Brilliant Disguise sonaba en la radio y yo me quedé colgada de aquella canción que cantaba un señor con voz rasposa. Visto ahora, me pregunto qué hizo que me quedara enganchada a aquella historia de desamor e infidelidad.
Now you play the loving woman, I'll play the faithful man
But just don't look too close into the palm of my hand
We stood at the altar, the gypsy swore our future was right
But come the wee wee hours, well maybe, baby, the gypsy lied
Unos meses después los Reyes me trajeron mi primer disco, Tunnel of Love, y yo, cada vez que me dejaban, entraba en el despacho de mi padre y usaba el tocadiscos para escuchar una y otra vez todas sus canciones mientras iba leyendo las letras hasta aprendérmelas de memoria: no las he olvidado jamás. Sí que he olvidado el padrenuestro. He olvidado la secuencia de hechos que llevaron a que mis tíos aceptaran llevarme al concierto en el Calderón aquel 2 de agosto, pero aquel día llegó y yo, en realidad, no sabía a qué iba. No sabía qué ponerme y le pregunté a mi madre, que tampoco tenía ni idea aunque supongo que disimuló. Era agosto en Madrid, lo que suponía someterse a un calor inhumano; y era un concierto en un estadio, lo que conllevaba miles de personas muy juntas. Al final me puse unos pantalones largos de tela blancos con rayas verdes (que también tenía una camisa a juego) y una camisa blanca de manga corta. Era 1988, así que llevaba hombreras. El pelo cortado en una melenita recta y sin ninguna gracia sujeta con una cinta roja a modo de diadema. Sí, parecía Mafalda. Mis tíos vinieron a recogerme en un coche naranja metalizado, un color raro, siempre fue un coche raro. Llevaba una bolsa con el pijama porque a la vuelta me quedaría a dormir en casa de mis abuelos, en La Rosaleda. En Las Rozas paramos a recoger a mi primo, que también se había hecho fan de Bruce. Recuerdo los nervios y el calor, un calor asqueroso y pegajoso, un calor de agosto en Madrid que a mí me resultaba insoportable y al que estaba poco acostumbrada porque nunca estaba en esas fechas en Madrid. Llegar al estadio y aparcar. Una riada de miles de personas, muchísima gente dirigiéndose al estadio. Era muy intimidante porque, además, en los ochenta yo creo que se vendían todas las entradas que se pudiera sin hacer caso de aforos, medidas de seguridad, planes de evacuación. Hordas y hordas de gente apiñada mirando un escenario que a mí me parecía que estaba a cientos de kilómetros de donde esperábamos sudando a que aquello, lo que fuera a ser, empezara. Mucha gente sin camiseta, con pañuelo en la cabeza. Me sentía pequeña y fuera de lugar. Estaba asustada pensando en si me gustaría, en si me agobiaría, en si aguantaría tantas horas de pie.
Empezó el estruendo, los gritos, los aplausos, la banda fue saliendo, por aquel entonces Patty y Bruce habían empezado a ligar y estaban en ese momento en que te faltan segundos en el día para devorarte. Ella salió con un manojo de globos absurdos, él después, con otros globos y un chaleco negro sin nada debajo. Empezó a tocar y se hizo la magia. Aquella noche apenas me sabía 6 o 7 canciones de las más de cuatro horas que tocó. Dio igual, apretujada, sudando, rodeada de gente que me sacaba veinte, treinta años, entré en trance con aquel tipo que a mí me parecía un señor mayor y que me ponía la piel de gallina. A mí y a todos esos desconocidos a mi alrededor.
Salí del concierto casi sin poder hablar, abrumada por lo que había sucedido allí. Sentía tal emoción que no sabía cómo iba a gestionarla. De madrugada, al llegar a Los Molinos, a la rotonda de entrada, nos encontramos con dos de mis mejores amigos. Paramos, bajé la ventanilla y les dije: «Vengo del concierto de Bruce y ha sido increíble». «Bah, ese es camionero».
Tenía 15 años y la aprobación de mis amigos era algo fundamental. Escuchaba la música que a ellos les gustaba porque quería encajar, ser como ellos. 15 absurdos años. Un saquito de complejos y de inseguridades, pero aquella vez me dio igual lo que me dijeron: yo sabía que había vivido una noche especial y que mi enamoramiento iba a ser para toda la vida porque era tan feliz que no se me iba a olvidar jamás.
El 14 de junio de 2024, treinta y seis años después y con cincuenta y uno en mi DNI, el viernes volví a ser tan feliz que se me saltan las lágrimas escribiendo esto. He vivido catorce noches con Bruce y todas han sido mágicas, en todas me he emocionado más allá de lo que puedo escribir. Hay que verme allí, se me iluminan los ojos, no puedo parar de sonreír, salto, grito, bailo, canto horriblemente mal y todo lo demás me da igual. Yo no me veo, pero a lo largo de estos años he ido convenciendo a gente para que viniera conmigo a ver a Bruce: «en serio, vente, ya verás como te va a gustar». A mi madre, mis amigos, incluido uno de esos de aquella noche de 1988, compañeros de trabajo, mi exmarido y, el viernes, a mis hijas.
Mis hijas. He ido con mis hijas a ver a Bruce. Lo escribo no porque se me vaya a olvidar, sino para intentar transmitir a través de esa frase, «he ido con mis hijas a ver a Bruce», lo increíble que es la vida. Lloro pensando en mi yo de 15 años, allí plantada entre la muchedumbre, sin saber quién era ni qué quería ser ni si quería ser algo, ni siquiera sabía si quería ser mayor. Quiero ir allí y susurrarle al oído que no se preocupe; que, aunque le cueste creerlo, el tipo que está en el escenario, que le parece mayor, seguirá con ella toda la vida. Quiero decirle que tendrá algunos momentos en que se olvidará de él, tendrá dudas sobre si todavía le gusta o no, pero cuando suene una canción en la radio o le salte su lista de Spotify (esto no podré explicárselo) volverá a sentir la emoción y la conexión que sintió la primera vez que escuchó Brilliant Disguise. Quiero decirle que le verá muchas veces en concierto y que todas las veces será igual, se pondrá nerviosa, tendrá dudas sobre qué ponerse, sobre si aguantará de pie tanto tiempo, sobre si merecerá la pena. Quiero decirle que no se preocupe, que cada una de las catorce noches que compartirá con él serán inolvidables, que las recordará siempre y que le servirán para verse en sus diferentes etapas. Quiero decirle que, aunque le cueste creerlo, cuando ella tenga cincuenta y un años, Bruce tendrá setenta y cuatro y seguirá dando conciertos y seguirán encontrándose. Quiero decirle que seguirá encontrándolo tremendamente atractivo, que él hará que se sienta especial, que se sienta feliz, que se sienta a salvo, que se sienta viva. Quiero decirle que todas las horas que invertirá poniéndole a sus hijas sus canciones merecerán la pena porque un día ellas le dirán: «mamá, queremos ir contigo a un concierto de Springsteen». Y que irán y ella llorará de la emoción por verlas allí cantando y saltando y disfrutando al mismo tiempo que se siente como aquella niña se sintió treinta y seis años antes, sobrepasada por la emoción y la felicidad y siendo consciente de haber tenido muchísima suerte en la vida y por haberle encontrado a él.
“Cuando sales ahí a oscuras y obras tu magia, creas de la nada algo que no existe. No existe hasta esa noche en concreto, cuando te pones delante de tu público. Nada existe en ese espacio hasta que dices: uno, dos, tres, cuatro. Y en este momento tú y tu público creáis un mundo juntos" (Bruce Springsteen, In his own words)
Ojalá catorce noches más.
Gracias por leerme. Creo que te gusta leer Cosas que (me) pasan. ¿Sabes que puedes suscribirte para apoyar lo que hago, recibir el contenido extra y participar en El club de Podcasts encadenados y en el chat? Me encantaría que lo hicieras y te lo agradecería infinito. Si, además, te haces miembro fundador, piénsalo ¿cuándo has sido fundador de algo?, hasta te recibirás una carta manuscrita. ¿Cuándo fue la última vez que abriste el buzón y había una carta para ti?
Conocí su música con 16 años gracias a mi mejor amiga que me prestó el disco “Born in the U. S. A. Los hermanos de esta amiga eran y son fan de Springsteen. Me pareció fascinante y lo he seguido siempre pero, por diferentes circunstancias, nunca he ido a un concierto de The Boss 😞 Está en mi lista de pendientes antes de palmarla.
Tal cual me sentí yo el año pasado cuando lo vi en Barcelona., tal vez con menos intensidad, porque yo no lo he visto tantas veces, pero sí, mi yo de los dieciocho, veinte vino a visitarme varias veces. También fui con mi hija mayor.
Todo fue muy chulo. Pero yo sí noté esa nostalgia en el ambiente de que igual era la última vez que lo veíamos, que Bruce ya no saltaba ni se tiraba por los suelos, pero nosotros tampoco.
En fin una sensación de largo camino recorrido juntos que, en unos casos habría sido mejor y otros peor, yo no me puedo quejar, la verdad, pero que sí que no se parecía demasiado al que había trazado dándole vueltas a aquellos discos, como tú
Y sí, también fui muy feliz