«Éramos niños felices, corriendo por ahí. Teníamos planes para el futuro. Y todo simplemente, todo saltó por los aires. Justo después. No teníamos ni idea de lo que nos esperaba». (Maurice Chandler, superviviente del Holocausto)
Hace muchos años, muchísimos ya, conocí a una mujer rica. Sabía que era rica por su ropa, sus zapatos de tacón infinito y la manera despreocupada y sin esfuerzo en la que llevaba siempre el bolso. Un bolso grande, de asa corta, colgando del antebrazo. Solo puedes llevar el bolso así cuando lo llevas vacío, cuando aparte de la cartera y las gafas no llevas nada más porque el bolso es un adorno, no algo en lo que acarreas todos los por si acasos de tu vida. A esa mujer rica al principio no le caí bien; de hecho sé que intentó que me echaran de mi trabajo y sé que cuando vió que eso no iba a ser posible intentó ser mi amiga. Ella fingía ser mi amiga y yo fingía que me lo creía.
Algunos años después del comienzo de aquella relación me di cuenta de que ella no era rica; vivía en una realidad que, por aquel entonces, antes de las redes sociales y de Instagram, para mí era inimaginable. Era tan absurdamente rica y privilegiada que estaba más allá de la órbita del Hola o de los cotilleos. Tenía la discreción y el anonimato de la opulencia infinita.
Esa mujer rica, inalcanzable, con motivo de unas elecciones cuyo resultado podía acarrear ciertos cambios en mi trabajo, me dijo: «No te preocupes. Nunca pasa nada». La estoy viendo. De pie, en mi despacho, vistiendo un estiloso traje pantalón de color beige, con un ademán elegante y casual tiró su bolso en una silla, me miró y me dijo: «No te preocupes, nunca pasa nada».
Entonces yo era joven, lo suficientemente joven e ingenua como para creer que la gente mayor que yo poseía una sabiduría, todavía inalcanzable para mí pero en la que yo podía confiar, descansar, una sabiduría tranquilizadora, analgésica. A lo mejor no era ingenua, a lo mejor simplemente quería creer aquello porque era más fácil. Sucedieron aquellas elecciones y no pasó nada hasta que, años después, ocurrieron otras elecciones y claro que pasó algo.
Para empezar, esa mujer rica más allá de lo imaginable desapareció de mi vida, se esfumó. Las dos dejamos de fingir tener una amistad y dejamos de vernos. Más adelante hemos coincidido en algunas ocasiones, pero aunque ella sigue fingiendo amistad yo ya no lo hago. Entre las cosas que sí pasaron está el hecho de que yo entendí que su expresión «Nunca pasa nada» no estaba destinada, aquella tarde, a tranquilizarme a mí ni revelaba un conocimiento del mundo profundo y consciente.
Aquel «Nunca pasa nada» se refería a ella misma y su mundo. La vida de las personas privilegiadas más allá de lo imaginable es inmutable. Cambia porque, por ahora, no han conseguido ser inmortales y en algún momento, aunque intentan evitarlo, empiezan a envejecer y acaban muriendo. Muchas veces mueren siendo muy ancianas porque la vida de privilegios es lo más cerca que está el ser humano de beber el elixir de la vida eterna. Aquella mujer decía «nunca pasa nada» porque en su vida, su trabajo, su familia, sus amigos, sus propiedades, su ausencia de preocupaciones materiales, sus casas, sus vacaciones, sus creencias, su religión, sus derechos y obligaciones todo permanecía inmutable. Vivía y vive en un mundo a salvo del miedo. Un mundo en el que sus derechos, sean los que ellos quieran que sean, van a ser siempre respetados. Es un mundo en el que pueden incluso inventarse derechos nuevos a cambio de dinero o de influencia o de poder. Un mundo con unos derechos heredados que les pertenecen porque sí, porque «así ha sido siempre», y que sin embargo protegen con miedo a que se gasten si se extienden a más gente. Ese miedo sin embargo es ficticio: no llega nunca a parecerse al terror que experimentamos los demás. Es más bien un cosquilleo que se calma en cuanto piensan que «nunca pasa nada» porque, efectivamente, nunca les ha pasado nada.
Me acordé de esta mujer el jueves por la noche al repasar las noticias del día. Junto con las elecciones de hoy, leí sobre el parón de la corriente del Atlántico Norte (que hasta el jueves no sabía ni que existía) que los científicos aseguran provocará un desastre climático que no podemos ni imaginar; y a todo eso le sumé la noticia de la ley que el gobierno británico ha sacado adelante, prohibiendo cualquier tipo de inmigración, y que su Primer Ministro explicaba en un tuit repugnante:
«Una vez que nuestra nueva ley entre en vigor, si vienes al Reino Unido ilegalmente:
❌ No podrás solicitar asilo.
❌ No puedes abusar de nuestras protecciones contra la esclavitud moderna.
❌ No puedes hacer reclamaciones falsas sobre derechos humanos.
❌ No puedes quedarte».
Las tres noticias me sumieron en una espiral de angustia existencial. ¿Qué puedo hacer? Más allá de votar a gente con principios democráticos y sin ideas fascistas y tratar de consumir responsablemente, poco puedo hacer. Y esto parece tan nimio… Sentí una fragilidad inmensa, un vacío inconmensurable y miedo al futuro. Un miedo al no futuro que se acerca, si no para mí, que ya tengo cincuenta años, sí para mis hijas. Pensé en si mis padres, hace 30 o 40 años, cuando yo tenía 10 o 20, sentían este miedo al futuro que siento yo ahora. ¿Sentían que me dejaban una vida peor que la que habían tenido ellos? ¿Esto siempre es así para todas las generaciones? Podía haberle preguntado a mi madre, pero no lo hice. No lo hice por miedo. No quiero que me diga que no, no quiero que me diga que ellos no tuvieron nunca esa sensación porque eso significa que realmente estamos en una época muy muy jodida en la que no sabemos qué va a ocurrir y, por lo que parece, lo que sea que nos espera no tiene pinta de ser muy halagüeño.
¿Qué hago? ¿Cómo me enfrento a este sentimiento? En el día a día es fácil: me veo inmersa en mi rutina y eso frena la espiral existencial, pero si me paro a pensarlo ¿qué sentido tiene nada de lo que hago si se va a acabar el mundo?
«No se va a acabar el mundo. Nunca pasa nada». Ahí me acordé de aquella mujer rica. Claro que pasan cosas, todo cambia. Solo es a ellos, los megaricos privilegiados a los que nada de lo que ocurre les perturba. Están a salvo.
Nosotros no lo estamos. Hay que dejar de creer que «nunca pasa nada», que lo que les pasa a otros no nos ocurrirá a nosotros.
Espabilemos.
Esta noche apenas he dormido. Es la primera vez desde que puedo votar que me planteo la abstención. Aparte de por otros motivos, esa decisión de no votar, por decepción, por hartazgo de la clase política me ha desasosegado, me ha impedido dormir como normalmente. Siempre he votado a la izquierda, no concibo otra cosa, pero en los últimos años he pasado de la ilusión al desencanto con esa izquierda por muchos motivos.
Son las siete de la mañana y al coger mi móvil para mirar por enésima vez la hora he visto que tu post acababa de entrar en mi buzón. Ha sido uno de los textos por ti escritos que más me ha impactado y he de decirte que ha hecho que replantee mi decisión. Así que, me pondré una pinza en la nariz y votaré, decepcionada, pero lo haré. Que por mí no quede.
Buenos días si pasan cosas y algunas en lo micro podremos poner acción y actuar sobre ellas y otras no. Hoy hay que votar y hay que intentar que lo azul y lo verde no nos llegue, hay cosas muy básicas qué tenemos como sociedad, la lucha por la igualdad, condiciones decentes laborales, coberturas a la inmigración, jubilaciones y pensiones que no deben quedar atrás. Hoy pasan cosas y hay que poner nuestro pequeño ladrillo en el muro, y adelante. Buen post me ha gustado,la primera frase del holocausto impacta mucho