Tengo el vago y muy difuso propósito de intentar levantarme, los días festivos, a las ocho de la mañana. Necesito que las mañanas que no trabajo sean tan largas e infinitas como las que sí lo hago. Hoy es el primer día que lo he conseguido. En realidad me desperté a las siete porque los perros estaban llorando. En el breve intervalo de tiempo entre estar dormida y bajar corriendo las escaleras para ver qué les pasaba, mi cabeza pasó del sueño a imaginar un escenario en el que me iba a encontrar a Haya llorando amargamente la enfermedad, y quién sabe si algo peor, de su hermano Russell. ¿Por qué pensaba que Russell iba a ser el perjudicado? Pues porque ayer por la tarde estuvo vomitando por las esquinas. ¿Por qué? Pues ni idea. Con casi total seguridad creo que fue porque se había comido algo que no debía. Sin ir más lejos, hace un momento, en lo que he tardado en entrar con la bandeja de mi desayuno en la cocina y volver a salir, él se había encaramado a la mesa, agarrado mi New Yorker y estaba ya en mitad de la pradera devorando sus páginas. Es un perro guapísimo pero es tontísimo, probablemente el más tonto que hemos tenido nunca. Le queremos igual.
Me disperso. Los perros lloraban, los dos, porque estaban encerrados en su recinto (para amantes de los perros que vayan a imaginar un cuchitril terrorífico donde los maltratamos, aclarar que es una zona del jardín, que está vallada, de unos 40 metros cuadrados, con caseta, colchones, abundante sombra y agua) porque por la noche no habían parado de ladrar debajo de la ventana de mi hermana que decidió, con buen criterio, ponerlos a ladrar en un lugar del jardín donde molestaran menos. Tras abrirles la puerta, hacerles unos cariños y ponerles agua fresca, valoré quedarme levantada. Me tentó sentir esa superioridad moral que destila el que madruga mucho por placer, para hacer cosas. No me tentó lo suficiente y volví a la cama a retozar un poco escuchando un podcast.
A las ocho la casa estaba silenciosa. Salí a darles el desayuno a los perros que me recibieron como si hiciera seis meses que no me veían y no hubieran comido en tres. Prefiero darles de desayunar antes de prepararme yo el mío porque si no lo hago así, se suben a la ventana de la cocina, asoman la cabeza por la ventana y me miran desconsolados. Son unos maestros del chantaje emocional. Después me preparé el té, el bol de fruta con yogur, la tostada con tomate y pavo y, como es sábado, dos croissants pequeños de mantequilla de los que tienen droga. Los venden en el supermercado del pueblo. Yo no los compro nunca porque sólo con olerlos siento como mis arterias se colapsan, pero mi cuñado y mi hermana deben de tener arterias más anchas o menos sensibles y ¡malditos sean! los traen todos los fines de semana y, además, los dejan a la vista. Con la bandeja he salido al jardín, a la mesa que está en el lado de la cocina, dispuesta a desayunar con calma y tranquilidad, leyendo y en silencio.
No ha podido ser. De hecho sigue sin ser posible porque el Ayuntamiento ha decidido que hoy era un día buenísimo para enviar a la brigada desbrozadora a terminar con las hierbas de la cuneta de nuestra calle. No me quejo. Era ya una necesidad imperiosa. Las hierbas estaban más altas que yo y muy secas, era un peligro que había que atajar. Mientras desayunaba y leía con el soniquete de las máquinas que, si lo pienso, suenan como mosquitos gigantes, me acordé de otra mañana de verano, hace justo veinte años en la que me desperté muy pronto, a las siete de la mañana, con gritos de ¡fuego, fuego! Salté de la cama todo lo rápido que mi embarazo de ocho meses me permitió, me asomé a la ventana y desde allí vi que nuestros coches estaban ardiendo. Tras el desconcierto, el susto, las carreras, la llegada de los bomberos y los peritos de la guardia civil, supimos que el incendio se había producido cuando una subida de tensión había prendido a una urraca posada en un cable. La pobre cayó en llamas al suelo, sobre la capa de hierba seca sin cortar y desde allí las llamas se propagaron alegremente hasta calcinar nuestros coches. Por eso no me quejo por el ruido desbrozador, sé que hay un escenario peor. ¿Cuándo no lo hay?
He desayunado sola. ¿Queda alguien que desayune en familia? Cuando éramos pequeños y adolescentes, en esta casa desayunábamos todos juntos. Si echo cuentas, a lo mejor yo tenía 14, 15, mi hermano más pequeño 5 o 6 y mis padres 45 más o menos. A las 10 de la mañana mi madre tocaba una campana estratégicamente colocada en el descansillo del piso de arriba. El cordón para hacerla sonar caía justo en la puerta de la cocina. Ella se asomaba a la puerta y la tocaba con ganas, con fuerzas. Creo que incluso con rabia. No era una campana muy grande. Era, más bien, pequeña pero tenía un sonido claro y resonante que te taladraba la cabeza. Cuando escuchabas el repiqueteo sabías que tenías que bajar a desayunar. No había más opción. Tostadas o churros o, a veces, picatostes. No sé cuándo perdimos esa rutina. Quizá cuando empezamos a salir, llegamos a la adolescencia más brutal y desarrollamos ese sueño a prueba de campanas, perros ladrando o desbrozadoras. O, a lo mejor, mis padres empezaron a levantarse muy temprano y valorar el desayuno en soledad o en pareja.
Las desbrozadoras se acercan, están a punto de llegar a la puerta de casa. Llevo un rato pensando si debería salir a mover mi coche o esperar a que llamen al timbre y nos lo pidan. Si lo hacen, saldré con las pintas que llevo ahora. Una camiseta gigante que uso para dormir, el pelo como si una pareja de cigueñas en crisis de pareja hubiera anidado en mi cabeza y descalza. Llevo dos días con dolor en la planta de los pies. Me he hecho la elegante 3 días, arreglándome con faldas y vestidos y sandalias planas ideales de esas que te obligan a llevar los dedos agarrotados para no perderlas. Esas sandalias planas, cualquiera de ellas, no solo las que llevo yo, son un calzado curioso. A primera vista parecen un calzado cómodo. Las miras y el mensaje que te lanzan es somos “como si no llevaras nada”. Pero es justo en ese “como” donde se jode todo. Porque es eso, son “como si no llevaras nada” pero llevando. Es decir, no son “no llevar nada”, que sería ir descalzo que es maravilloso. Ese “como” es el dolor.
Resumiendo, me duele la planta del pie derecho y si tengo que salir por lo del coche, los pobres operarios verán a una señora vieja con pinta de loca de los perros. Que, por cierto, tengo ahora mismo tumbados sobre mis pies roncando como benditos. Toda la noche ladrando pero el zumbido desbrozador no les perturba lo más mínimo.
A esta hora en este lado de la casa se está bien. El sol se filtra por la vela naranja que, cada año, colocamos al empezar el veraneo franquista. Hace sombras y dibujos sobre el mantel de rayas naranjas, negras y amarillas. Sospecho que no es un mantel sino algo reciclado por mi madre. Si levanto la vista del ordenador veo la parcela del vecino, conocido como “El ceutí” porque hace cuarenta años venía, cada fin de semana de verano, con un Mercedes con matrícula de esa ciudad. Desembarcaba la familia al completo, hacían barbacoa, colocaban mesas y sillas y después se marchaban. Un tiempo después colocaron una caseta de obra y, más tarde, un tipi indio. Nunca han querido construir y vienen muy poco. Son los vecinos perfectos. En abril, les robo lilas.
A la izquierda veo la ropa colgada que tendí ayer. Está seca, claro, pero para ahorrar esfuerzos, estoy esperando a que termine la lavadora que puse a las ocho de la mañana y en una coreografía perfecta destender y tender al mismo tiempo. Luego tengo que barrer esta zona del jardín, regar las hortensias, hacer mi cama con sábanas limpias, recoger mi cuarto, hacer limpieza de camisetas, ducharme y prepararme para un día de compromisos sociales: visita a Orbela con amigos a los que hace dos años que no veo porque viven en Australia, aperitivo en el pueblo y barbacoa con otros amigos. Pero todo eso será después de terminar de escribir y describir esta mañana de sábado.
Ya son casi las once.
Las desbrozadoras siguen trabajando.
Haya y Russell duermen a mis pies.
Creo que levantarme a las ocho ha sido buena idea.
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Buenos días: adoro levantarme temprano, no me cuesta, me despierto con el sol. Imposible quedarme en la cama. Tampoco es que me active, preparo café y me siento a leer. Tus diarios de vacaciones ya han entrado en ese momento. A veces, pongo una lavadora si la noche de antes he separado bien la ropa. Disfruta de esa parrillada con amigos.
Levantarse pronto cambia por completo tu día, sea o no de trabajo. Yo paseo a mi perrita Tinta nunca más tarde de las 7 y es uno de los momentos más gratificantes del día. Luego café y lecturas en la cama en soledad y silencio. Espero que el madrugar se convierta en un hábito para ti también - ya ti que no te gusta el calor, te encantará en verano 🤗