Mi hermano pequeño, Gonzalo, se casó el viernes. Durante la semana, mientras intentaba sortear las bofetadas espantosas de realidad, mi mente volaba a recordar momentos de nuestra relación desde hace cuarenta y dos años.
No me acuerdo del primer día que vi a mi madre, mi padre o mis otros hermanos. Ni siquiera sé cuando fui consciente de su presencia en mi vida, pero de la existencia de Gonzalo tengo un recuerdo indeleble. Yo acababa de cumplir 9 años y acompañé a mi madre a comprarse un cinturón en una tienda que se llamaba Acosta, enfrente del Colegio San Agustín. Mientras se los probaba sobre el vestido negro de punto que llevaba puesto comentó: «A ver si me vale, porque como estoy embarazada de siete meses, no sé si me abrochará». Yo, que la miraba probarse cosas, levanté la vista y dije: «¿Qué?», mientras la dependienta le decía que era imposible que estuviera de siete meses, que no se le notaba nada.
«¿Qué?» Repetí.
«No quería decírtelo porque no sabes guardar un secreto. Tampoco se lo he dicho a tu abuelo para que no se pusiera nervioso». Como yo adoraba a mi abuelo, saberme al mismo nivel que él, privada de la verdad, me pareció menos doloroso y lo dejé pasar. Mi madre tenía por entonces 40 años, que para 1982 era una edad provecta para tener un hijo, aunque fuera el cuarto.
Gonzalo nació en la Semana Santa de 1982. Nosotros, los hermanos mayores ,nos quedamos en casa de mis abuelos. Mi tío Manolo, cada noche, nos leía El hobbit al acostarnos. De día jugábamos, íbamos al Retiro y, como yo era una niña muy repelente, le escribí una carta a mi profesora de 4º de EGB, Ana Garrido, contándole que había tenido un hermano. Cuando por fin volvimos a casa todos, Gonzalo era un bebé regordete, bastante pelón y muy bueno que pronto se convirtió en un niño muy mono con el que me encantaba estar. Con doce años, tener un hermano de tres es un planazo. Puedes disfrutarlo, malcriarlo, reírte con él, hacerle rabiar y dejar la parte de educar y cuidar a tus padres, que para eso están.
Después se puso malo, muy malo, tanto que yo creí que se moría. Íbamos en una ambulancia en Benidorm y yo solo podía pensar: «que no se muera, que no se muera, que no se muera, que respire, que respire». Si cierro los ojos puedo verlo inconsciente, su pequeño cuerpecito de tres años desmadejado y yo tratando de ver si respiraba. No se murió, pero pasó años tomando medicación, tantos que todavía recuerdo la letanía que, cada noche, mi madre nos gritaba si por lo que fuera ella no iba a estar en casa a la hora de la cena: «dos luminaletas y una neosidantoina». Eso fue, claro, cuando dejó de pasar las noches en vela a los pies de su cama. Tengo muchos recuerdos con él: llevarle de la mano por la calle disfrazado de lata de Coca-Cola, charlar con él sobre sus múltiples amigos imaginarios que durante años formaron parte de nuestro ambiente familiar, llevarle al médico con un esguince la primera vez que mis padres se fueron de viaje 15 días dejándome al cargo de todo, tenerle en pijama paseando entre mis amigos en una fiesta loca en casa mientras mis padres andaban de viaje, consolarle cuando murió mi padre y él era un niño, verlo crecer poco a poco compartiendo un paisaje, una familia, una casa, un ambiente, pero teniendo referentes diferentes que a veces intercambiábamos, descubriéndonos cosas el uno al otro, regalarle Conrad o el niño que salió de una lata de conserva escribiendo la primera dedicatoria de mi vida, …
Tener hermanos es algo espectacular. Es una relación que no se parece a ninguna otra y que pasa por muchísimas etapas a lo largo de la vida. Se empieza por la simple rutina, creces con alguien que ya estaba ahí o que llega sin que puedas elegir. Cuando eres niño se cultiva lo que se tiene en común y se liman los desacuerdos a base de peleas. Te gritas «te odio» mientras corres por el pasillo a encerrarte en el baño a salvo de los golpes, se planean venganzas y universos en los que eres hijo único al mismo tiempo que estallas de risa por una broma compartida que tus padres no entienden. Se comparten gustos y se odian manías y se crece poco a poco hasta hacerse adulto y llegar a una etapa en la que puedes decidir si construyes algo duradero con tus hermanos basado en la infancia común que no pudiste ni elegir ni evitar, pero que ya ha terminado. La relación con tus hermanos se construye cuando ese espacio y tiempo compartido desaparecen y hay que esforzarse por crear algo nuevo que te dure para siempre o dejarlo morir. La decisión depende de cada uno y de las circunstancias de la vida. A nosotros la vida nos llevó a construir, creo que al principio sin pensarlo mucho, una relación por la que peleamos cada día. Nos llevamos muy bien, por supuesto discutimos, estamos en desacuerdo en muchas cosas y nos sacamos de quicio los unos a los otros, nos gritamos sin llegar al «te odio» y sin necesidad de correr a encerrarnos en el baño, pero no negaré que mascullamos «eres gilipollas» de vez en cuando, pero queremos seguir ahí, compartiendo ese barullo emocional que solo nosotros comprendemos. Nos parece sano, nos gusta, nos da una especie de red de seguridad de la que somos a la vez responsables y beneficiarios.
Gonzalo se hizo adolescente mientras yo me hacía adulta. Se hizo adulto cuando yo me fui de casa y un día de agosto de 2005 apareció en casa con una chica que llevaba un coletero de colores. Un coletero que me llamó tanto la atención que todavía, hoy, casi veinte años después puedo recordar con la misma claridad que el cinturón dorado con hebilla de serpiente que se compró mi madre el día que supe que iba a tener un hermano. El viernes Laura llevaba flores blancas en el pelo y un vestido de «novia no novia» que pegaba muchísimo con el día de otoño con niebla lleno de destellos de hojas rojas y doradas. Su boda fue como llegar a casa.
En un momento de mi vida en el que me parece que todo lo que conocía va desapareciendo, en el que soy consciente de que todo cambia por mucho que yo intente mantenerlo, en el que me aferro con todas mis fuerzas a mantener cosas de mi pasado que la potencia de la vida va erosionando, esa red de seguridad tejida con lo que nos une a los cuatro me / nos salva la vida muchas veces. Gonzalo me conmueve cuando le veo reírse con mis hijas; cuando abraza a su hija, que le considera la persona más importante del planeta; cuando le veo con mi madre, con la que tiene una relación muy especial que se les ve a los dos en los ojos; cuando compartimos nuestro amor por la lectura en papel mientras el resto de nuestra familia se ha pasado al libro electrónico; cuando sigue fiel a sus camisetas, a sus amigos de toda la vida, a Los Molinos; cuando compartimos el amor por Bruce y acabamos llorando en sus conciertos. Me conmueve verle feliz, saberle contento con su vida, con lo que tiene.
En nuestra madeja de hermanos cada uno tiene su posición y Gonzalo siempre será el hermano pequeño, da igual que ya tenga cuarenta y dos años, la barba canosa y sus manos se parezcan cada vez más a las de mi abuelo.
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Me has hecho llorar.
La familia a veces es tan complicada… conviene hacer bonitas las cosas pequeñas, las que no son para tanto, pero que en realidad lo son todo.
Gracias por presentarnos a Gonzalo. Me has hecho recordar y revivir momentos con mis hermanas. Esa “red” tan importante que cuando ya no están los padres se vuelve además más necesaria y por la que hay que seguir peleando… un placer empezar así el domingo.