El otro día mientras brujuleaba por internet, revisando lecturas pendientes y demás, me encontré con un artículo titulado “London, going mad for Christmas in the 1980s”. Dejando de lado que ese «volverse loco» de los 80 era de una sobriedad casi conventual comparado con el festival lumínico, ornamental y hortera que sufrimos ahora en casi cualquier parte y desde noviembre, esta fotografía tan terrorífica hizo clic en mi cabeza.
Fue así: «Muñecas. Uf, qué horror... Un momento, se parecen un poco, lejanamente, a unas muñecas que ilustraban unas pegatinas, unos stickers diríamos ahora, con los que jugaba en los pasillos del colegio cuando tenía 8 o 9 años. Nos sentábamos en el suelo de los pasillos, unos suelos de falso granito rojo y jugábamos a darles la vuelta golpeándolas con la mano ahuecada». ¿Dónde están aquellas pegatinas? ¿Las tiré? ¿Estarán en alguna caja en Los Molinos? Me encantaban aquellas pegatinas: las ilustraciones de niñas con mofletes colorados, vestidas con delantales blancos impolutos sobre faldas marrones o azules, el pelo rubio, los grandes ojos, siempre rodeadas de algún gato o cachorro, o unas bolas de navidad, o flores o libros, me proporcionaban una sensación de hogar, de calor, quería vivir en el mundo de aquellas pegatinas. Me encantaban.
El siguiente salto mental que di fue: ¿Por qué dejan de gustarnos las cosas que en un momento dado nos encantaron? Llegados a una cierta edad todos sabemos que algo o alguien que nos gusta mucho, muchísimo, que nos parece casi perfecto puede, en un futuro, dejar de gustarnos. Sabemos incluso que aquello que ahora nos parece perfecto llegaremos, quizá, a considerarlo desagradable, insoportable.
No me inquieta el porqué dejan de gustarnos las cosas. Eso, lamentablemente, puede tener explicación: nos aburrimos, nos acostumbramos, nuestros gustos evolucionan por la cultura adquirida, por la experiencia, llegan otros gustos que apartan a los anteriores. Me pregunto qué mecanismo hace que cuando estamos en ese punto de gustarnos algo mucho, muchísimo, seamos incapaces de pensar que en algún momento ese lo que sea nos será indiferente, lo olvidaremos. No importa la experiencia que tengas, las veces que te haya pasado, siempre crees que si este libro, esta canción, esta mayonesa, este trabajo, esta casa, estas vistas te gustan ahora te gustarán para siempre, que es imposible que esa magia se acabe, se pase. Y vuelve a ocurrir. Una y otra vez, una y otra vez. ¿Por qué lo olvidamos? Pensándolo ahora supongo que es algún tipo de motivo psicológico que nos permite vivir ilusionándonos. (Por cierto, el otro día leí a una influencer en Ig «la ilusión es el combustible del alma» y, POR FAVOR, no seas una persona que dice este tipo de frases. Y sobre todo, no seas como ella que, ENCIMA, se la atribuía a Cervantes).
¿Por qué nos gusta algo? Nunca en mi vida me había parado a pensarlo hasta ahora mismo. ¿Será porque lo que sea que es de nuestro agrado ha conectado con otro «algo» interno nuestro? (¿Es este texto el que tiene más «algos» de la historia? Creo que sí). Y ese gancho interno que nos conecta con lo que nos gusta, ¿cómo funciona? Porque, obviamente, caduca. O quizá tenemos muchos de esos ganchos a lo largo de nuestra vida. Unos son perennes, otros son temporales y van brotando en distintas etapas de tu vida. Algunos de esos florecen para convertirse en permanentes y otros se secan, mueren y se caen. Los hay que pueden rebrotar con el estímulo adecuado. Algunos de mis ganchos perennes son, por ejemplo, con Los Molinos o con Bruce Springsteen, los canelones, el membrillo, la lluvia, la noche, el frío, el invierno, el escribir con pluma, leer o el chocolate blanco. Entre los temporales que surgen a lo largo de la vida creo que uno muy común, compartido por mucha gente, que es el amor por las verduras. De niños pocos son los que adoran comer judías verdes o brócoli o crema de puerros; sin embargo con cuarenta la cosa cambia, no es solo que te gusten, es que tú, que preferías no comer a tomar coliflor, tienes ahora guardadas en el móvil 25 recetas para cocinarla. De estos ganchos surgidos en mi mediana edad, yo llevo como bandera mi completa devoción por Brad Pitt ahora, no cuando tenía 20, ni 30, ni 40... y me parecía blandengue y poco atractivo. ¿Cuánto me durará? Entre los ganchos que brotaron, florecieron, se secaron y se convirtieron en ceniza podría mencionar a los Hombres G, los tebeos de Esther, escuchar Todopoderosos o La Cultureta, esquiar, las fiestas de Los Molinos, el whisky con coca-cola, pero tengo especialmente grabado mi gusto por Hello Kitty: es uno de esos recuerdos que se te queda pegado a las paredes de tu memoria, flotando como una tela de araña que cuando menos te lo esperas se te pega a la cara. Cuando tenía once o doce años una de mis abuelas me dió 5.000 pesetas por mi cumpleaños. Era la primera vez que me daban dinero en lugar de un regalo y tener que tomar la decisión de en qué gastármelo me parecía muchísima responsabilidad. ¿Y si me equivocaba? Paseé por tiendas con mi madre hasta que al final decidí comprarme una carpeta de gomas, un bolígrafo y un cuaderno. La carpeta me gustó tanto tantísimo que durante meses la tuve guardada en un cajón decidiendo para qué podía usarla para que estuviera a la altura. No recuerdo más. Obviamente es mucho mejor que el gancho que me unía a Hello Kitty sea ya cenizas pero hoy, que me he puesto a pensar en esto, me sorprende que este gusto, como tantos otros pasados, desapareciera sin más. ¿De cuántas cosas que me encantaron no guardo el más mínimo recuerdo?
Volviendo al principio: Las muñecas diabólicas del escaparate me parecen horrorosas, no entiendo que le gusten a alguien ¿Por qué los gustos de otros nos son tan ajenos? A mí me resulta incomprensible que a la gente le guste El Hormiguero, La Isla de las Tentaciones, Aquaman, los zapatos destalonados con los que no se puede caminar, la lengua de ternera, el calor del verano, el pollo en pepitoria, la primavera, ir al parque con sus hijos, la cara que se te queda cuando te pinchas bótox por encima de tus posibilidades, viajar a países calurosos, First Dates, las alcachofas, o escritores, músicos, actores o personalidades que levantan pasiones y que yo no consigo entender. Por supuesto, mis gustos son incomprensibles para otros.
“The first principle is that you must not fool yourself and you are the easiest person to fool”
― Richard Feynman
También sé que el hecho de desengancharse de personas lo tenemos mucho más interiorizado. Como decía antes, cuando estamos en el pico de oxitocina de un enamoramiento o en el momento dulce de una amistad no pensamos que esa sensación de felicidad absoluta se pasará, pero que no lo pensemos no quiere decir que no lo sepamos. Preferimos ignorarlo y nos engañamos a nosotros mismos pensando que esta vez será diferente, que no pasará, que lo vamos a hacer bien para que esa desafección no ocurra como las otras veinticinco veces anteriores porque, como decía Richard Feynman, es facilísimo engañarse a uno mismo.
¿Dónde estarán mis pegatinas de muñecas? ¿Y mis tebeos de Esther? ¿Y el disco de Hombres G con Jerry Lee Lewis en la portada? ¿Dónde está esa fe inquebrantable en que mi primer novio era “el amor de mi vida”? ¿Qué pasó con todo lo que adoraba y dejó de gustarme? Cuando tenía 33 descubrí que me gustaba escribir. ¿Y si deja de gustarme? Y ¿me quedarán cosas nuevas, ganchos nuevos, por descubrir y entusiasmarme con ellas? Espero que sí.
Yo tengo claro porque me gusta leerte cada domingo, porque lo que escribes conecta muchas veces con las cosas que me pasan por dentro 😊
Que no te gusten las alcachofas lo puedo entender porque en genes creo que mucha gente no ha probado bien las alcachofas. A mi al principio no me gustaban. Pero cuando fui a vivir a Valencia entendí que no había comido alcachofas ricas y bien cocinadas. Ahora son mi verdura favorita. Unas alcachofas con un huevo frito me parece la felicidad. Dales una oportunidad, te estás perdiendo una delicia gastronómica 😉