Hace un par de semanas, en el Festival de Cannes, Meryl Streep contó que en la famosísima escena del lavado de pelo en Memorias de África, Redford empezó a lavarle el pelo mal. Se acercó entonces Roy, el jefe de peluquería y maquillaje de Meryl y le dijo: «A ver chaval, esto se hace así y le enseñó a masajear mientras frotaba». Redford aprendió rapidamente y Meryl confiesa que a la quinta toma ya estata enamorada. Después dice “es una escena de sexo”. Lo sabíamos todas desde la primera vez que la vimos. Y añado más, no recuerdo ni una sola de las escenas de sexo que he visto en cientos y miles de películas pero jamás he olvidado esa, siempre vuelvo a ella.
Está nublado y llueve despacio y calmo. Por la ventana veo el patio y las copas de los pinos que sobresalen al otro lado de la casa. Tengo todas las ventanas abiertas porque hace un día de verano perfecto, no hace calor, no hace frío y llueve sin avasallar. Llevo un rato sentada aquí esperando a que me llegue la inspiración, algo sobre lo que escribir. Como siempre que me quedo estancada, vacía, he perdido el tiempo haciendo cosas como entrar en mi cuenta de hotmail, la primera que abrí en 1996 y que todavía mantengo, para borrar dos mil quinientos mensajes que tenía en spam. ¿Por qué lo he hecho? ¿Qué más da si ya no uso esa cuenta? Bueno, pues porque esa cuenta es como si fuera una casa que un día habité y en la que fui muy feliz y construí muchas historias y verla ahora llena de polvo y trastos inservibles no me gusta. Se que allí tengo guardados miles de correos que en su día me importaron, me emocionaron, fueron importantes. ¿Los releeré algún día? No creo, a lo mejor me dan vergüenza, pero tampoco quiero que se los coman las polillas o acaben sepultados debajo de toneladas de spam. He borrado por eso y porque no se me ocurre nada sobre lo que escribir.
He bajado al jardín a cortar rosas para poner en tres jarrones y he escrito a mis hijas para que se acuerden de regar las plantas. Creo que esto no lo he contado nunca, pero en mi casa de Madrid, en la que vivo con mis hijas, los descansillos de cada planta son enormes, con suelo de ese de losetas con piedritas y tienen grandes ventanales por los que entra muchísima luz. Por este motivo cada descansillo (hay ocho pisos) es un vergel de plantas que cada vecino tiene colocadas en la puerta de su casa. Cada vez que invito a alguien a casa lo que más le llama la atención es eso, el invernadero que hay en cada descansillo, y aunque suben en ascensor (vivo en un sexto) yo siempre les invito a bajar andando para que vean las plantas de todos los pisos. Cuando nosotros compramos la casa, hace diecinueve años, heredamos las plantas de la inquilina anterior. De esas ya solo queda una que a mí me parece feísima y me encantaría cargarme, pero nunca encuentro el momento. El resto de las de nuestra puerta las hemos ido colocando nosotros con distinto grado de éxito. «¿A qué edad te empiezan a importar las plantas?», me preguntó Clara hace dos años. Le contesté que no lo sabía porque en ese momento a mí me daban igual, pero en el último año he debido llegar a la edad correcta porque me he pasado el año trasplantando, regando y cortando hojas secas. Ahora sufro un poco sabiendo que he dejado nuestro vergel a cargo de mis hijas que, como es obvio, ni siquiera se fijan en las plantas.
Sigue sin ocurrírseme nada.
Esta semana he bajado en autobús a trabajar. Siempre elijo mal el asiento. Cuando quiero ponerme en el lado de ver el sol salir y que me caliente mientras dormito escuchando podcasts elijo la sombra; y por la tarde, cuando no quiero torrarme, vuelvo a equivocarme. Se que es un tema trivial, que se resolvería si lo pensara bien y lo intento. Entro, saludo al conductor y en mi cabeza sitúo el bus en la carretera para intentar saber dónde colocarme. No hay manera. Esto me lleva siempre a la sala rosa de mi colegio. Allí, a aquella sala con sillas de esas con una especie de paleta para escribir en uno de los brazos, nos llevaban para hacer tests psicotécnicos para algo que no recuerdo. Me aburría tanto… Pasaba rápidamente la parte de lectura, la de elegir sinónimos y palabras de la misma familia («¿Qué palabra no pertenece a esta familia: hospital, médico, enfermera, plátano?». Siempre me pregunté quién de todos mis compañeras fallaba en esto) y cuando aparecían los de números empezaba a rezongar y sentía cómo mi cerebro empezaba a quejarse. Al llegar a los de «gira espacialmente las figuras para ver cuál encaja» mis neuronas se plantaban: «Ana, esto no nos interesa lo más mínimo, nos da pereza suprema siquiera intentarlo, así que nos rendimos». Y ahí estaba yo, marcando a voleo las respuestas porque me veía incapaz de girar nada, no me podía importar menos. (Ahora que lo pienso, quizá había gente que no marcaba «plátano» porque su cerebro decía «mira, yo qué sé», y sin embargo se lo pasaba pipa con lo de las figuras espaciales). Bueno, pues con el bus me pasa lo mismo: podría pensarlo bien pero no quiero.
— Quiero caerle bien a todo el mundo— me dijo alguien el otro día.
— ¿En serio? — le pregunté.
— Sí, no me importa que me odien pero no quiero caer mal.
Lo he estado pensando. Para empezar, una cosa es caer bien, otra caer mal, otra que te den igual y luego más allá está el odio y más allá aún el barranco de la indiferencia. La persona que me comentó eso me dijo que había muchas cosas que no se atrevía a decir o hacer porque necesitaba caerle bien a la gente, al público. Le sigo dando vueltas y me resulta muy marciano. Es evidente que todos preferimos caer bien y que la gente comente «Oye, qué maja es Ana» a que nos pongan a parir y digan que somos estúpidos. Por supuesto, pero es imposible caerle bien a todo el mundo. Como dice mi amiga María: «no puedes gustarle a todo el mundo, no eres una cama». Yo soy consciente de que a mucha gente le caigo mal, lo entiendo. Tenemos opiniones diferentes, no les gusta mi manera de ser, mi personalidad, mi sentido del humor o cómo redacto mails. Las razones por las que nos caen mal otros son infinitas y no podemos controlarlas. Sin embargo, las razones por las que caemos bien sí que son controlables, creo yo: les gustas, les apetece estar contigo, se alegran cuando te ven porque les gusta cómo eres. Esto no implica necesariamente que les guste todo lo que haces o piensas, pero sí quién eres o la parte que conocen de ti. Forzar quién eres o dejar de serlo para intentar caer bien a todo el mundo y, como decía Roberto Carlos, tener un millón de amigos, a mí me parece un plan con muchísimas fisuras, pero ahí estaba ese alguien: constreñido por ese deseo.
Lo que sí entendí es que prefiriera ser odiado a caer mal. Contra el odio puedes revolverte, odiar de vuelta o, mejor aún, ser indiferente. Pero si le caes mal a alguien no puedes hacer nada, solo darte la vuelta y marcharte: ahí no es.
¿Qué más? No he ido a la Feria del Libro y voy a decirlo: no me gusta la Feria del Libro de Madrid. No me gusta, no me resulta acogedora, no me gusta comprar libros ahí, no estoy cómoda y, como vecina del Retiro que soy (y aunque sé que está mal) me molesta toda esa gente ahí. Hace algunos años me sentía un poco culpable por pensar así, por no ir a comprar allí, pero es que no me gusta. Cuando lo he pasado mejor en la Feria ha sido firmando: eso sí que es una experiencia increíble que no creo que repita nunca.
La próxima sesión del Club de Escucha Podcasts Encadenados, será el próximo domingo, 16 de junio a las 19:30. Anímate, si te apuntas hoy tienes una semana gratis para participar y ver si te gusta.
Sigue lloviendo. Ahora más fuerte. Me he puesto sudadera pero llevo sandalias. Cada vez que me miro los pies con las que llevo puestas me acuerdo de La Palma en 2018. Hicimos una ruta eterna, la ruta de los volcanes y lo pasé fatal a la bajada. Entre pinares, bajábamos y bajábamos por una pendiente interminable acolchada por una capa de agujas de pino canario. Estaba cansada, aburrida y me estaba poniendo de mal humor. A. lo notó y me dijo: «¿Te acuerdas de una película en la que Sean Connery era un científico en la selva amazónica y llegaba Lorraine Bracco para verle?». «No, no me acuerdo», le contestó mi cerebro que en ese momento estaba concentrado en enfadarse muchísimo con la Ana que el día anterior había decidido que esa marcha era un buen plan. A., que hizo como si no me hubiera escuchado empezó a contarme la película de manera bastante detallada mientras yo pensaba: «¿Por qué me está contando esto? ¿Pasaba algo en un volcán? ¿Había pinos? ¿Pasaban calor?». Cuando llegó al final, me paré y le dije: «¿Y? ¿Por qué me has contado eso?»
«Porque sabía que te estabas enfadando porque estás cansada y quería distraerte».
Al llegar al final de la ruta, me quité las zapatillas y me hice una foto con los pies negros del polvo de la excursión y las sandalias que llevo ahora. No olvido aquel día.
Hablando de pies, el fin de semana pasado descubrí que mis dos hermanos tienen los dedos de los pies larguísimos, casi parecen de manos. Me dió muchísima grima y me sorprendió darme cuenta ahora, cuando llevo conviviendo con ellos 42 y 50 años. La gente nunca deja de sorprenderme.
Por primera vez en mi vida he ordenado mi biblioteca por orden alfabético. En un arrebato, saqué todos mis libros de la estantería, los limpié y volví a colocarlos. Eso fue ayer. Esta mañana he vuelto a ordenarlos porque he descubierto que, tal y como los había distribuido ayer, mis libros y autores favoritos quedaban muy lejos de mi cabeza al dormir. No he podido soportarlo y ahora siguen por orden alfabético, pero con Auster, Ford y Ginzburg más a mano. Y, además, desde la cama veo a Oz, Steinbeck y Tallón. Mucho mejor así.
He terminado de escribir las cartas a las fundadoras: me ha llevado casi cinco meses escribir treinta y ocho cartas. Lo he disfrutado muchísimo. A pesar de que en mi día a día escribo a mano (en mi cuaderno del trabajo, la agenda, el diario que tengo en mi mesilla y en el que cada noche garabateo líneas que no creo que relea nunca), se me había olvidado la sensación de escribir una carta a pluma, con tiempo y calma. Se me había olvidado, pero creo que es como montar en bici: aprendes enseguida a hacerlo con seguridad, con ritmo, disfrutando. Mis hijas nunca sabrán lo que es eso, es una sensación que no recuperarán nunca porque jamás han escrito cartas, y pensando sobre esto me he acordado del sereno que había en el barrio donde vivía de pequeña y que se llamaba Serafín. Nunca le conocí o, mejor dicho, sí le conocí pero no lo recuerdo. Lo que se de él es porque mi madre me ha contado que cuando llegábamos de Los Molinos la noche del domingo, con nosotros tres dormidos, mi padre gritaba: «¡Serenoooo!», y Serafín venía, abría el portal y les ayudaba a cargar a uno de nosotros hasta casa.
Cartas manuscritas, serenos, plantas heredadas en descansillos que parecen de Cuéntame, paseos olvidados... me ha quedado todo muy nostálgico.
Arrecia la lluvia. Ha empezado a tronar, a lo mejor tengo que ponerme calcetines. Las cosas que (me) pasan son éstas y te las cuento cuando no se me ocurre nada, solo la vida.
Cuando cuentas la vida, hay algo espontáneo e íntimo que enriquece el post, algo de momentos y sensaciones , y siempre te sale muy muy bien, tu sinceridad al decir que no se te ocurre nada mientras sabes que esperamos el post del domingo, lo acerca más a los lectores, es como si nos estarías diciendo: y ahora que os cuento ? , pues yo te imagino con la mirada en la lluvia y la pluma en la mano ❤️
Mi nota es sobre ese espectro q has descrito del amor-caer bien-indiferencia-caer mal-odio. Por supuesto es preferible siempre el odio a la indiferencia o a caer mal. El odio es un sentimiento muy fuerte, q como pescadilla q se muerde la cola, a veces puede estar muy cerca del amor. Como MIni mi hija tiene maniana examen de latín, os voy a poner a Catulo, q me encanta y precisamente habla de eso:
“Odi et amo. quare id faciam fortasse requiris.
Nescio, sed fieri sentio, et excrucior.”
(en resumen: "odio y amo... por qué me hago esto? No lo sé, pero me estoy torturando")
Tenía esta cita en mi carpeta de adolescente, es muy amor-desamor romántico de esa época.
Hoy en día, a estas edades, estamos más en la fase indiferencia absoluta o "me cae mal", q obviamente no gusta, pero no se puede caer bien a tod@s, está claro. Un punto interesante es q a mí me puede caer bien alguien q piense muy distinto y mal alguien de mi cuerda... lo veo como algo más de "química"...
muxus!
di