Otro mes de leer poco pero, claro, no se puede llegar a todo. No puedo pretender celebrar un 80 cumpleaños con un multitudinario viaje familiar, celebrar una boda y comprarme la casa de mis sueños y, además, tener tiempo para estar tranquila y leer. Si no trabajara sí que hubiera tenido tiempo pero, por ahora, esa posibilidad, la de compaginar una vida de emociones con tardes de lectura interminables, no está al alcance de mi mano. Sobre por qué ahora que tengo dos hijas adultas que no me necesitan todo el tiempo leo menos que cuando eran dos canijas demandantes no tengo todavía una explicación, pero sigo buscándola.
Al lío.
En agosto, mientras estaba disfrutando de mis vacaciones francesas, leí Campesinos y señores, de Theodor Kallifatides, primer volumen de una trilogía que en los años 70 publicó contando la vida en Grecia de un pequeño pueblo, Yalos, durante la Segunda Guerra Mundial y años posteriores. El arado y la espada es la segunda parte y en ella, con la guerra ya terminada y los alemanes huyendo del país, para los habitantes de Yalos parece abrirse una nueva época de paz y tranquilidad, a salvo de opresores. Esa esperanza compartida será muy breve, tal y como teme el tío Stelios, uno de los habitantes más reconocidos de Yalos y que actúa casi como espíritu del pueblo. Es el personaje que recuerda cómo era la vida antes de la guerra, él mantuvo el ánimo frente a los alemanes y ahora, ya mayor, contempla el futuro con miedo porque lo que ve venir no es la paz sino la guerra civil entre el gobierno fascista apoyado por Inglaterra y las milicias comunistas que creyeron que terminada la guerra llegaría su momento.
En El arado y la espada Kallifatides deja de lado el humor costumbrista que hacía sonreír en el primer acercamiento a Yalos. Aquí la amargura por la inevitabilidad de la tragedia preside la narración.Toda la novela desprende una desesperanza que encaja con el ambiente que vivimos ahora mismo, cada día la ilusión de que pase algo bueno, de que las cosas mejoren va encogiéndose y cada día cuesta más creer, aunque sea solo un poco, que podemos hacer algo por la Humanidad, la sociedad, tu comunidad de vecinos o tu panda de colegas.
«El purismo, la exigencia de integridad, es una de las características principales de todo partido revolucionario joven, y es una exigencia que en general ha ocasionado más mal que bien. El sueño revolucionario inmaculado no es más que un sueño autoritario, una visión religiosa. Estos sueños semirreligiosos son los que conducen al culto a la personalidad, los que fomentan el mito del líder infalible, del Salvador. Combatir estas ideas debería ser una de las misiones más obvias de todos los partidos revolucionarios, pero no es fácil.»
El retrato de personajes, del tío Stelios, el maestro, los tres hijos del albañil, la tía María, el niño Minos que ya no lo es tanto y del propio pueblo sigue siendo magistral, en cada palabra se nota que a Kallifatides le duele su país.
«Llega una edad en la que los demás desaparecen, la tierra se va acercando cada vez más, uno casi puede oír las grietas de la vejez en su propio cuerpo. Te despiertas por la noche, te sientas en la cama, el resto está durmiendo, pero no te atreves a dormir porque la muerte acecha entre las mantas.»
Recomiendo esta trilogía aunque hay que leerla con mesura porque no sé si leída del tirón puede ser demasiado griega. El tercero lo dejo para el 2025.
Acabo de darme cuenta de que dos de los autores que leí en agosto han vuelto a mis manos en noviembre porque este mes también repetí con Leila Guerriero. Compré en Cercedilla Los suicidas del fin del mundo, ensayo que la escritora argentina publicó en 2005. Estos veinte años se notan: en esta crónica de la «epidemia» de suicidios de jóvenes que ocurrió en Las Heras, una remota localidad de la Patagonia, está todo el saber hacer de Leila, pero en su brote más tierno. Todo está en esta historia de una población alejada de cualquier parte y azotada por un viento que no cesa nunca: el empeño en conocer los lugares, en visitarlos y describirlos, el intento de ser objetiva, de no juzgar y simplemente contar, las preguntas a los implicados, insistentes, inquisitivas, que en manos o en la pluma de otros podrían sonar impertinentes, innecesarias, irrespetuosas, pero que en las manos de Leila son algo que dice «quiero conocerte, quiero saber tú historia, quiero escuchar tu versión». Todo está ahí, pero al leerlo después de La llamada me ha parecido que aquí Leila estaba solo apuntalando el andamio de su estilo, explorando con confianza pero no con el aplomo que demuestra 20 años después, cuando ya tiene el oficio muy pulido. No quiero decir que hace dos décadas no fuera ya una periodista increíble ni mucho menos... pero ahora es mejor.
«Afuera el viento era un siseo oscuro; una boca rota que se tragaba todos los sonidos: los besos, las risas. Un quejido de acero, una mandíbula.»
Me ha gustado ir con Guerriero a Las Heras, a esa pequeña ciudad desértica, inhóspita, barrida por un viento que no descansa, que se escucha todo el tiempo. Un pueblo que a ella le parece un sitio del que huir, pero que para mucha gente es un lugar al que llegar y quedarse aunque luego se convierta en una trampa. Las historias de los suicidas son terribles por ellos, por lo que dejan detrás: la completa desolación de sus familiares y amigos que se dedican a dar vueltas y vueltas al último día, a la última vez que los vieron, buscando una señal que en su momento no vieron y que, de haber visto, habría servido para salvarles la vida. ¿Por qué se mató si habíamos quedado, si tenía planes, si parecía feliz? Me ha recordado a una campaña que hubo hace unos años, lanzada por una ONG británica, en la que se mostraban los últimos vídeos de personas que poco después se suicidaron. Todos parecen contentos, felices, queridos, algunos juegan con sus bebés, con sus hijos, ríen, cantan, bailan... y poco después decidieron que ya no podían más.
«- No, te quiero decir. A mí nunca se me pasó por la cabeza. Pero si tenés la tendencia, y si nadie se da cuenta, podés llegar a la muerte, aunque seas joven, adolescente, adulto, tenés la tendencia suicida. Está en el inconsciente, y además como que la muerte es parte de la vida. Yo supongo que todos tenemos esa tendencia. Es que vivir cuesta, y generalmente se piensa que morir no cuesta nada. Acá en Las Heras se generalizó ese pensamiento y hay que volver a desnaturalizarlo para volver a trabajar ese tema. Acá la gente naturaliza todo: el embarazo adolescente, el suicidio, la violencia. La gente naturaliza cosas graves. No es bueno que se haga natural. Y también hay que respetar la decisión de quitarse la vida. Respetar a esa persona que decidió quitarse la vida, porque es su decisión. Y las decisiones hay que respetarlas.»
Hay que leer a Leila Guerriero porque escribe no ficción como muy poca gente en español: muy bien.
Y con esto, hasta los encadenados de diciembre, mes en el que releeré el libro que me hubiera gustado escribir: Invierno, de Rick Bass.
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Desde que leí tu recomendación sobre Invierno lo tengo pendiente. Y me idea es empezarlo en enero, mientras (espero) ver la nieve caer desde mi ventana alemana. Un abrazo
Me encanto otra vida por vivir de Theodor Kallifatides y ahora estoy con el Asedio de Troya que también me esta gustando, seguiré tu recomendación y cuando la acabe empezare la de Campesinos