Paloma, la madre de mi amigo Juan, olvida todos los libros que lee. Tiene la casa forrada de estanterias, a veces con ejemplares comprados hasta tres veces. No es una cuestión de edad: le ha pasado siempre. Mis hermanos, más jóvenes que yo, tampoco recuerdan lo que han leído. Cuando les pregunto por alguna lectura me dicen: «recuérdame de qué iba». Hasta hace poco yo presumía de recordar todos los libros que he leído, pero en los últimos meses me he dado cuenta de que ya no es así. Se me olvidan las lecturas. No las que me han gustado mucho o las que leí hace veinte años, pero no consigo recordar la trama o la historia de novelas que, a lo mejor, leí hace cinco o seis años. ¿Por qué se me olvida lo que leo y no la frase, de la que todavía me avergüenzo, que dije en una reunión en octubre de 2016? No sé si es la edad, los efectos secundarios de la medicación que en su día tomé para la depresión o que acumulo tantísimas lecturas que mi cerebro tiene que hacer una selección y dejar espacio solo para lo que le parece memorable. Esto me asusta y me alegra a partes iguales. Me asusta que lo que leo no me deje huella y me alegra pensar que ahora mismo, por ejemplo, me puedo lanzar a releer todas las novelas de Patricia Highsmith, las de Amos Oz o Los gozos y las sombras, que sé que en su día me deslumbraron.
Volver la vista atrás, de Juan Gabriel Vásquez, se vino en mi maleta la última vez que estuve en casa de Tallón. En el fragor de la fiesta y mientras recorría sus estanterías a ver qué le robaba, me dijo: «¿Has leído éste? Llévatelo. Te va a encantar». No sabía si me lo decía para evitar un robo o porque en realidad lo pensaba, pero me lo traje y ya veré si se lo devuelvo.
Me ha gustado muchísimo. A veces, cuando escribo estas frases tan sencillas y tan simples (que no es lo mismo) para dar mi opinión sobre un libro, pienso que debería sonar más sesuda, más profunda, más «inteligente»… pero esto no va de hacer crítica literaria de altura sino de dar mi opinión sobre lo que leo, así que lo repito: Volver la vista atrás me ha maravillado por lo que cuenta y cómo lo cuenta.
Vásquez cuenta en esta ¿novela? la historia del director de cine Sergio Cabrera y su familia, especialmente la de su padre, Fausto Cabrera. El primer novio que tuve era muy cinéfilo, o se lo hacía, y por esa razón (y porque no teníamos a dónde ir a pasar las tardes aparte de mi coche y un parque) íbamos mucho al cine. La estrategia del caracol, la película de Cabrera más famosa, la vi con él y, al contrario de lo que me pasa con los libros, la recuerdo con detalle. Quizá fue porque me sorprendió muchísimo o porque fue una de las primeras películas que vi producidas en Latinoamérica..
La maestría de Vásquez es deslumbrante. Escribe como si no costara esfuerzo, como si el relato de esas vidas fuera sencillo de hilar, como si todo fluyera sin vueltas ni vericuetos. Si tuviera que ponerle una etiqueta a esta novela diría que Volver la vista atrás es una novela de aventuras: la infancia de Fausto, la Guerra Civil, Francia, Costa Rica, Venezuela, Colombia, China, París, de nuevo España. Familia, amor, traiciones, política, cine, televisión, odios, penas, injusticias, muerte, revolución… todo. Es una saga familiar llena de ideas y de amor por esas ideas, por unos ideales que se persiguen con ahínco y con pasión, que se pelean hasta donde hay que pelear por ellos, hasta el momento en que te das cuenta de que estaban equivocados o de que ya no te representan y te rindes. Hay más valor y más inteligencia en saber abandonar unos ideales que en perseguirlos hasta la muerte, creo yo.
«Sergio se justificó: Si uno desprecia la política, acaba gobernado por lo que desprecia».
«Volver la vista atrás es una obra de ficción, pero no hay en ella episodios imaginarios», dice Vásquez en la página 473. Me mareo solo de pensar en cómo afrontar la escritura de algo así, en cómo hacer de unas vidas reales una novela creíble, que funciona sin un pero, una historia que te atrapa y de la que no quieres salir. Quieres seguir con Sergio, acompañarle, ayudarle, espiar a toda la familia. Me parece tan impresionante que me dan ganas de llorar.
Apunté este poema de Manuel Altolaguirre:
Hubiera preferido ser huérfano en la muerte, que me faltas tú allá, en lo misterioso, no aquí, en lo conocido.
Hay que leer Volver la vista atrás. Ya. Hoy. Corre.
Ahora que me siento a escribir me doy cuenta de que mi otra lectura del mes, Fragmentos, de Mara Mahía, es también una novela con un poso de realidad. ¿Cuánto? No lo sé. De Mara ya había leído Secretos y La dueña del Plaza, sus dos novelas anteriores que junto con Fragmentos conforman una trilogía que recorre, o no, partes de la vida y de los recuerdos de Mara.
Fragmentos recupera personajes de las novelas anteriores y está construída con parches, con trozos, con escenas y con muchos párrafos de 102 palabras porque este número obsesiona ¿a la narradora? ¿A Mara? Me pasé las primeras doscientas páginas intentando separar el grano de la paja, tratando de adivinar qué era verdad y qué era mentira, hasta que me di cuenta de que me estaba saboteando a mí misma y que ese detalle no era importante. Pensé entonces que cuando leí Secretos y La dueña del Plaza no conocía a Mara y no me importaba cuánto había de realidad y cuánto de ficción. Con Fragmentos lo que había cambiado es que ya conocía a Mara. Nos encontramos en persona en enero de 2022, cuando viajé a Berlín y la avisé. Me contestó: «Ana, me encantaría que nos viéramos pero no voy a engañarte: estoy pasando una época oscura y no puedo hacer planes». Le respondí que lo entendía perfectamente y que hiciera lo que le apeteciera. Le apeteció y encontró las fuerzas y nos abrazamos con ganas en una mañana de un domingo ventoso y gélido en una plaza berlinesa antes de irnos a comer a un vegetariano en el que no paramos de hablar. Por eso sé que a Mara, como a su protagonista, le apasiona nadar, pasear a su perro y que vivió en Nueva York... Lo demás da igual.
«Ya entendí que arrepentirse es una emoción pesarosa, sin más utilidad que hundirse un poco más».
Fragmentos suma historias de varias mujeres, porque las protagonistas de Mara siempre somos nosotras con nuestras complejidades, vericuetos y diferencias. Está ella o su alter ego, su madre, su abuela, Rosalinda (la dueña del Plaza), Juno, Marie y la tía Leonor. Lo que más me ha gustado, como en las anteriores, es el retrato de Nueva York en los noventa, cuando sé que Mara vivió allí. Esa mezcla de sorpresa, miedo y continuo descubrimiento que, poco a poco, se va transformando en rutina, en sentirte en casa y en descubrirte a ti mismo al mismo tiempo que las calles de la ciudad se van volviendo tu paisaje favorito, aquel que sientes más tuyo, más suyo en su caso. Llegar a un lugar, o a una edad, en el que descubres quién eres, qué quieres y a quién quieres querer. La parte que menos me ha gustado son las cartas de la tía Leonor: el género epistolar es complicado y es muy fácil deslizarse hacia lo obvio, hacia lo demasiado bonito para ser creíble. Ahora que lo pienso, puede que sea porque cuando escribimos cartas ordenamos nuestras vidas para hacerlas inteligibles al otro, al destinatario, y encajamos las piezas para que todo tenga sentido para un observador externo. No quiero decir que las cartas de Leonor no sean creíbles: la sensación que tuve fue la de haber atravesado una puerta y encontrarme en un mundo de fantasía expulsada con brusquedad de la parte más cruda, más real, del relato de Mara.
Mi consejo es leer Fragmentos, pero antes ir a por Secretos y La dueña del Plaza y regocijarse en esta trilogía.
No he leído nada más. Bueno sí, New Yorkers atrasados, ahora mismo estoy con el del 3 de octubre. Ahora que lo pienso ¿se me olvidarán los artículos que leo? ¿Me acordaré de estos dos libros dentro de seis meses? En cualquier caso, me alegro de llevar quince años escribiendo sobre lo que leo, quién sabe dónde estaría mi memoria si no hiciera estas lecturas encadenadas.
A mí me pasa desde hace unos cuatro años.
No recuerdo a los personajes de los libros que leo, y tendría que esforzarme para recordar detalles de la historia. Mi teoría es que tuve un divorcio muy feo y desde entonces mi sesera está perjudicada.
Acabo de cumplir 50 años y si comento que no recuerdo ciertas cosas o que me duele la rodilla siempre hay quien me dice que es la edad. No lo creo. Mi madre tiene 74, lee más que yo, y recuerda la descripción de cada personaje y escenas con detalle, y a ella no le duelen las rodillas y a mí siempre.
Es que uno debe leer mil libros para darse cuenta que los importantes eran 20.