Enero, ese mes que a mucha gente se le ha hecho eterno, a mí se me ha hecho corto. El invierno siempre se me pasa demasiado rápido, desaprovecho esas noches tempranas porque creo que durarán para siempre y, de repente, ya es febrero y cuando salgo de trabajar todavía es de día. Escribo esto arrastrando todavía los estertores de la gripe y doy gracias a mi yo que toma notas sobre lo que lee porque de otra manera, con el embotamiento mental que tengo, sería incapaz de acordarme de qué me pareció cada una de mis lecturas.
Al lío.
Empecé el mes con Cuando los inviernos eran inviernos. Historia de una estación, de Bernd Brunner, que llevaba en mi estantería desde los Reyes del año pasado porque, claro, no se puede leer un retrato de lo que significa, o significaba, el invierno en mayo. Bernd Brunner recoge en este volumen distintos aspectos sobre esta estación, reflexiones que van desde cómo el hombre se ha enfrentado al frío, la nieve o la oscuridad a lo largo de la historia, pasando por las diferentes tradiciones asociadas a los días fríos, los deportes invernales, los hábitos de los animales, la flora, la fauna, cómo el arte ha reflejado el invierno, cómo lo sentimos, cómo lo interpretamos, las leyendas, los ritos, etc. En todo el libro está presente la sensación de que el invierno se está acabando, que lo estamos perdiendo y con él muchas otras cosas aparte del frío y la nieve.
«Es realmente bello, la niebla se pliega en leves nubes de nieve, el las atraviesa con su mirada, y la nieve cubriéndolo todo, crea de nuevo un sentido de alegría» (Goethe en una carta a la señora Charlotte von Stein el 9 de diciembre de 1777)
No voy a engañar a nadie y decir que las reflexiones de Brunner enganchen como, por ejemplo, El país donde florece el limonero, de Helena Attlee, o La edad de los prodigios, de Richard Holmes, por poner un par de ejemplos. A Brunner le falta gracejo para enganchar al lector, para ir un poco más allá de una correcta descripción, más o menos detallada, de materias relacionadas con el invierno. Algunos pasajes son más interesantes, en otros se aburre hasta él y, a veces, cuando parece que está cogiendo vuelo y hasta él lo está pasando bien, se frena en seco, corta el hilo y salta a otra cosa. Es un libro solo para amantes duros del invierno como yo que quieran aprender algunos datos curiosos o anécdotas relacionadas con su estación favorita. He aprendido, por ejemplo, que los esquíes más antiguos de los que se tiene constancia datan del 6300 a.C. y tienen grabada en la parte delantera una cabeza de alce o que para la confección de un muñeco de nieve intervienen no menos de cien mil millones de copos de nieve o que el primer telesquí del mundo se inauguró en Davos en 1934.
«Los inviernos inventan a detenerse, a repasar las cosas una vez más, o tal vez solo a concentrarse en lo esencial. El invierno muestra nuestras limitaciones y nos revela lo vulnerables que somos. Aunque no represente ya el desafío existencial que implicaba antaño, el invierno nos muestra que existe un mundo opuesto a la abundancia del verano».
A mi siguiente lectura creo que llegué por Read Like the Wind, una newsletter de libros del New York Times que me encanta porque cada sábado te mandan un par de recomendaciones de lecturas pero nunca son novedades y además siempre tienen títulos como «un par de novelas para gente que odia a su suegra» o «para los que creen que los gatos deberían mandar en el universo», cosas así. Ahí he descubierto grandes lecturas y creo que Adiós, hasta mañana, de William Maxwell, surgió de ahí. Estoy casi convencida de haber leído otra novela de Maxwell, Vinieron como golondrinas, pero no he encontrado ninguna anotación sobre ella en mis cuadernos, así que estoy un poco despistada. La cuestión es que Adiós, hasta mañana es la última de las seis novelas que Maxwell publicó en su vida. Es de 1980.
En Adiós, hasta mañana, Maxwell nos lleva a los años 20 en Lincoln, un pequeño pueblo de Illinois rodeado de granjas. El narrador, ya anciano, nos cuenta su niñez feliz en una gran casa en el centro del pueblo con su padre, su madre y su hermano y el cambio de vida que supuso la muerte de su madre (de gripe) pocos días después de nacer su hermana. Es esta voz narrativa, de la que desconocemos su nombre, un recurso estilístico extraño porque si bien durante la primera parte, de la que no adelanto más para no reventar la novela, nos cuenta su vida, sus recuerdos, lo que sintió, hacia la mitad de la novela esa voz se convierte en un narrador omnipresente que ya no habla solo de lo que él recuerda sino de lo que ocurrió o cree que ocurrió con otros personajes de la historia, especialmente con Cletus, su nuevo amigo en el barrio al que se muda tras la muerte de su madre. Ese giro que se anuncia con un «imaginemos que» deja al lector, al principio, un poco descolocado, como si al abrir la puerta del siguiente capítulo se hubiera equivocado de casa, pero luego todo va encajando en esta novela de paso a la «adultez», bastante triste, que a mí me ha gustado mucho.
«A las personas adultas les cuesta bastante tener reacciones afectivas medianamente equilibradas. Los niños simplemente sienten lo que sienten y yo sabía que era no era el ojo derecho de mi padre. Ambos éramos productos de la época. Dudo que siga existiendo el síndrome del padre–duro hombre de negocios y el hijo–hipersensible–con tendencias artísticas. Los padres se han vuelto comprensivos y dan besos a sus hijos cuando les apetece, por mayores que sean. Y ya no se sabe bien qué quiere decir hipersensible, teniendo en cuenta la enorme cantidad de cosas que afectan a nuestra sensibilidad».
El 15 de enero me leí del tirón Sobre la tiranía. Veinte lecciones que aprender del siglo XX, de Timothy Snyder, y me quedé en shock. El autor americano, del que ya he recomendado en otras ocasiones Tierras de sangre, su ensayo sobre la historia de Ucrania, escribió este breve librito en 2017 cuando comenzó el primer mandato de Trump. Advertía entonces de todo lo que se le venía encima a Estados Unidos, y al Mundo, si no se oponía la resistencia necesaria a lo que el tirano, Trump, pretendía hacer. El 15 de enero, mientras iba leyendo las 20 lecciones escritas en 2017, iba pensando: «madre mía, se ha cumplido todo, han pasado 8 años y estamos aún peor». Quedaban entonces 5 días para que el nazi de Trump volviera a ser presidente y desde entonces todo se ha acelerado.
Snyder hace, por supuesto, la comparativa entre la subida al poder de Hitler y los nazis y lo que está ocurriendo ahora mismo en el Mundo con el auge de la ultraderecha, de los NAZIS con mayúsculas. No es una comparativa sacada de contexto ni exagerada y lo estamos permitiendo igual que lo permitieron los alemanes de los años 30.
«No somos más sabios que los europeos que vieron cómo la democracia daba paso al fascismo, al nazismo o al comunismo durante el siglo XX. Nuestra única ventaja es que nosotros podríamos aprender de su experiencia».
Snyder da una serie de lecciones que deberíamos cumplir todos, ¿Pero yo qué puedo hacer?, para intentar parar lo que se nos viene encima. No voy a repetir aquí las veinte lecciones, te las dejo resumidas en inglés, pero sí quiero señalar algunas que me parecen fundamentales y que veo ya peligrar aquí. Por ejemplo, la número 2 es Defiende las instituciones:
«Son las instituciones las que nos ayudan a conservarla. Ellas también necesitan nuestra ayuda. No hables de “nuestras instituciones” a menos que las hagas tuyas por el procedimiento de actuar en su nombre. Las instituciones no se protegen a sí mismas. Caen una tras otra a menos que cada una de ellas sea defendida desde el principio. de modo que elige una institución que te importe - un tribunal, un periódico, una legislación, un sindicato - y ponte de su parte»,
Esto, que es una obviedad, es algo que estamos dejando caer porque «el parlamento no me representa», «la justicia está vendida», «los partidos políticos son todos iguales» y puede ser cierto, pero esas instituciones, el poder legislativo, el judicial y la participación en elecciones son los que nos mantiene a salvo de la tiranía. Podemos mirar a Estados Unidos para ver qué ha pasado allí cuando ha llegado alguien con la clara intención de destrozar todo eso. Como dice Snyder: «El error consiste en presuponer que los gobernantes que han accedido al poder a través de las instituciones no pueden modificar ni destruir esas mismas instituciones -aunque eso sea exactamente lo que han anunciado que van a hacer».
Trump destrozó el Tribunal Supremo en el primer mandato, le costó 4 años, ahora en 10 días está destrozando todo lo demás y eso puede llevar a lo impensable, puede llevar a que «cualquier convocatoria electoral pueda ser la última, por lo menos la última para el votante durante el resto de su vida». Parece una exageración, pero a mí me sorprendería cero que en Estados Unidos no volvieran a convocarse elecciones en una larga temporada. «Imposible, Ana, eres una exagerada». Veremos.
Hay que leer a Snyder. Hay que leerlo ya y hay que ponerse las pilas a hacer todo lo que él indica: votar, pelear por las instituciones, asumir nuestra responsabilidad por lo que pasa en el mundo, participar en la vida pública, en un sindicato, una asociación de vecinos, lo que sea, tener ética profesional sea cual sea tu profesión y ser responsables de la información que consumimos.
«Comprende las cosas por ti mismo. Dedica más tiempo a los artículos largos. Financia el periodismo de investigación suscribiéndote a los medios impresos. Sé consciente de que una parte de lo que se ve en Internet está ahí para perjudicarte. Infórmate sobre las páginas web que investigan las cámaras de propaganda (algunas de las cuales proceden del extranjero). Asume la responsabilidad de la información que intercambias con los demás».
Hay que pagar por informarnos.
«Nos parece normal pagar al fontanero o al mecánico, pero exigimos noticias gratis. Si no pagáramos al fontanero ni al taller mecánico, no podríamos aspirar a beber agua ni a utilizar el coche. Entonces, ¿por qué creemos que podemos construir nuestras valoraciones políticas sobre la base de una inversión cero? Recibimos en función de lo que pagamos».
Y por último me ha encantado la lección número 19: Sé patriota.
«Un patriota quiere que la nación esté a la altura de sus ideales, lo que implica pedirnos que seamos la mejor versión de nosotros mismos. Un patriota debe estar preocupado por el mundo real, que es el único lugar donde su país puede ser querido y apoyado. Un patriota tiene unos valores universales, unos estándares con los que juzga a su nación, deseándole lo mejor - y deseando que las cosas vayan aún mejor».
«Un nacionalista dirá que “eso no puede ocurrir aquí”, lo que equivale al primer paso hacia el desastre. Un patriota dice que eso podría ocurrir aquí, pero que lo impediremos».
Terminé el mes volviendo a Leila con su Opus Gelber: Retrato de un pianista . En esta ocasión, la obsesión de Leila Guerriero no es un momento de la historia contada a través de la vida de una persona como en La llamada, ni un suceso trágico como es el suicidio de varios jóvenes en un pueblo remoto en la Patagonia argentina. En esta ocasión su obsesión es Bruno Gelber, uno de los concertistas de piano más importantes del mundo (y al que yo no conocía de nada). Después de leer tres de sus obras pudo decir que yo ya imagino a Leila, cuando se pone a escribir, dedicando horas y semanas y meses y años a manosear hasta la extenuación el objeto de su obsesión para intentar comprenderlo por completo, desentrañar hasta sus más últimos y profundos secretos, encontrar la grieta que le permita penetrar más en ellos, descubrir sus engranajes y llegar a lo más profundo, a lo que nadie ha visto y ha contado. Se me ocurre también que Leila es como esos escaladores que se enfrentan a una pared que otros ya han trepado con la idea de descubrir una ruta nueva hasta la cima, una vía sin transitar, que nadie haya hoyado y que le permita configurar una nueva visión, un paisaje nuevo. A veces, en ese empeño se queda atrapada, con arañazos, heridas y cicatrices que le duran para siempre y sobre las que hace callo para enfrentarse al siguiente reto.
En este caso, como he dicho antes, la nueva obsesión a manosear, la nueva vía a descubrir es Bruno Gelber, al que Leila se acerca cuando él ya pasa de los setenta y tras una vida de continuos viajes, «he dado más de cinco mil conciertos y tocado en cincuenta y cinco países», vive semi retirado en un apartamento de un barrio regulero de Buenos Aires. Como hacía con Silvia Laburu, Leila entrevista a Bruno durante meses, la mayor parte de las veces en su casa, intentando que él le cuente la historia de su vida que lleva 40 años contando pero también algo más, algo nuevo. Él es un divo, un niño prodigio de 70 años, un enfermo de polio acomplejado por las secuelas que arrastra por la enfermedad desde su infancia, es un gay afectado y orgulloso de sus amores que al mismo tiempo protesta por el orgullo gay y su, para él, exhibicionismo innecesario. No pierde detalle de lo que ocurre a su alrededor y repite siempre las mismas historias. Nunca cambia de idea. Es una pura contradicción, es generoso y tiránico, cariñoso y rencoroso, es un esteta y un snob, pero a su mesa sienta a todo el mundo. Es autosuficiente y dependiente. Es divertido y al mismo tiempo provoca esa tristeza del payaso triste que se sabe solo. Manipula, ordena y manda. Está solo y defiende su soledad a toda costa pero, al mismo tiempo, necesita multitudes a su alrededor.
Bruno se resiste al «manoseo»de Leila. Muchas veces, mientras leía, tenía la sensación de que él jugaba con ella, como juega un león con su cachorro. Le deja que se acerque, le tira la bola, se la quita, deja que ella se confíe para luego repetir por enésima vez la misma anécdota o negarse a ir más allá de lo que ya ha contado en mil entrevistas. Frente a la frustración de Leila, él la atrae con sus llamadas, sus requerimientos y sus cariños a los que ella, sabiéndose atrapada, siempre responde porque cree que en algún momento encontrará la grieta hacia lo más profundo. El libro acaba cuando Leila se da cuenta de que eso no pasará nunca.
En Los suicidas del fin del mundo la narración viajaba desde el presente hacia el pasado para contaros qué pasó con los jóvenes que se suicidaron. En La Llamada todas las conversaciones entre Silvia y Leila avanzaban desde el secuestro de la primera hasta el presente. En Opus Gelber, Leila y el lector dan vueltas alrededor de Bruno, bailando al son que él maneja, con su música. Llega un punto en que el lector quiere susurrarle a Leila que no siga, que lo deje, que se rinda, que la está mareando y que de ahí no sacará nada. Llegué al final casi mareada de tanta vuelta sobre lo mismo, pero tiene su sentido porque puede que ese sea el efecto que quiera transmitir la autora. Bruno Gelber es un genio que absorbe toda la energía a su alrededor creando un torbellino del que es difícil escapar. O del que solo escapas cuando él te expulsa.
«El rostro es una réplica perfecta del que reproducen cientos de fotos en las que tienen un aire antiguo muy elaborado: una frente amplia desde la que brota el pelo en tonos artificiales, rojizos; una nariz pequeña y respingada; mejillas llenas. Pero el centro, la esencia, la usina son los ojos: bajo las cejas circunflejas que terminan en una línea, los ojos pequeños, marrones, de párpados sombreados en degradé, son los crudo, lo desnudo, lo invencible y traccionan hacia el resto una expresividad inaudita. Una máquina que irradia deleite, estupor, embeleso, curiosidad, burla, asombro, goce, perfidia. Pero nunca turbación, pero nunca duda, pero nunca –jamás– duda».
Ojalá saber describir como Leila. Escribir como ella.
Ya estamos en febrero, un mes más corto, el mes de mi cumpleaños. Veremos si Trump no acaba con el mundo antes de que llegue el momento de los encadenados de febrero.
Este sábado son los Goya y habrá despelleje el domingo solo para suscriptores. Ese mismo día también habrá sesión del club de escucha. Como parece que te gusta leer Cosas que (me) pasan. ¿Has pensando en suscribirte? Si te suscribes hoy, tienes una semana gratis para probarlo todo y ver si te merece la pena. Me encantaría que lo hicieras y te lo agradecería infinito. Tendrías acceso a este despelleje y a todos los demás, al club de escucha y al chat. Si, además, te haces miembro fundador, piénsalo ¿cuándo has sido fundador de algo?, hasta recibirás una carta manuscrita y varias tarjetas necesarias para tu vida con frases como “Me quiero ir a casa a leer” o “Desde tan abajo no explico”. ¿Cuándo fue la última vez que abriste el buzón y había una carta para ti?
Me ha gustado mucho este encadenados. Y hablando de despelleje, me hubiera encantado leer tus pensamientos sobre el vestido de la mujer de Kanye West en los Grammys
Totalmente de acuerdo. Hay que leer a Timothy Snyder y, sobre todo, hacer caso de lo que dice. Sensación horrible de estar en un tren que avanza a toda velocidad hacia un precipicio. Si entre todos no logramos pararlo, lo tenemos muy negro. Por mi parte, he empezado a enviar cartas al Parlamento europeo exigiendo que hagan algo sobre algunos temas que me parecen cruciales. Te responden, eso sí, pero no estoy segura de que reaccionen. Hay que seguir resistiendo, como sea.