La puerta del baño
Mis hijas no cierran jamás la puerta del baño. Da igual la hora del día, de la noche, que sea por la mañana, por la tarde o al amanecer, que estemos en enero, noviembre o mayo, que estén solas en casa o todas juntas, que yo haya gritado como una energúmena para decir que la cierren, que les haya suplicado, que me haya hecho la digna. Da igual, la puerta de su baño siempre está abierta de par en par. Si alguna vez, una o dos creo que han sido, llego a casa cuando sé que no hay nadie y encuentro esa puerta cerrada siempre sospecho que ha entrado un ladrón o un asesino y al escuchar mis llaves en la cerradura se ha encerrado en el baño a esperar que yo pase y asesinarme. Luego recuerdo que esa puerta la cerré yo antes de irme, mientras pensaba en como desheredarlas, y se me pasa el susto.
¿Por qué no cierran jamás la puerta? No lo sé. Cuando eran pequeñas tenía sentido, no sabían que las puertas se cerraban, su mecanismo les resultaba ajeno y cuando empezaron a entenderlo, puede que estuvieran un poco aterrorizadas por esas advertencias absurdas que hacemos los padres: ¡cuidado con la puerta que te pillas los dedos! Creo que ningún niño ni persona del mundo ha dejado de pillarse los puertos en alguna ocasión por esa advertencia pero hay una etapa de la maternidad en que te encuentras aterrorizada por esa posibilidad y lo gritas mucho. A lo que iba, puede que de pequeñas incluso la cerraran más que ahora. Ahora está siempre abierta de par en par, no entornada, ni ligeramente abierta ni prácticamente cerrada. No, abierta de par en par. Paso por el pasillo y veo mi reflejo en el espejo del lavabo, los cepillos de dientes esparcidos por el lavabo, la pasta de dientes mal cerrada, el bote de lentillas, las toallas colocadas en el toallero como si alguien las hubiera dejado caer desde otro piso, los cepillos de pelo en equilibrio en el borde del mueble, el rollo de papel higiénico encima de la papelera y en el soporte del rollo, el cilindro de cartón marrón que, como todos los que tenemos hijos sabemos, es kriptonita para los adolescentes. Es decir, ni siquiera puedo consolarme pensando que dejan la puerta abierta para que admire lo ordenado que tienen el baño, no. La puerta abierta para que su caos tenga vida externa fuera de esas cuatro paredes. Alarde. Recochineo. Desafío. He tratado de conseguir que cierren la puerta de mil maneras distintas. Pidiéndoselo por favor, rogándoles, suplicándoles, preguntándoles porqué les cuesta tanto, que incapacidad física, mental o espiritual les impide al salir del baño, extender el brazo, agarrar el picaporte, tirar de la puerta y cerrarla. No he recibido explicación. He intentado comprarlas, por supuesto. «Os doy 50 céntimos cada vez que pase por delante del baño y esté la puerta cerrada» «eso es poco y además, ¿cómo vamos a repartírnoslo? no sabes quien la ha cerrado». Me he hostilizado y he gritado reproches de madre «DE VERDAD QUE OS COSTARÍA CERRAR LA PUERTA, SOIS UNA DESAGRADECIDAS Y SE ME QUITAN LAS GANAS DE HACER NADA CON VOSOTRAS». He dado portazos tan fuertes que ha temblado el tabique y he mirado videos en you tube para aprender a quitar las bisagras de una puerta con la intención de cualquier día quitar la puerta y que lo disfruten «¿Queréis la puerta abierta? Pues tomad puerta abierta» (De esta medida solo me separa el pequeño problemilla de donde dejo la puerta después de quitarla). Nada funciona.
Me resigno claro. ¿Qué voy a hacer? Desheredarlas sería una opción si tuvieran algo que heredar. A veces se me olvida y casi no me doy cuenta pero, la mayoría, me crispo cuando atravieso el pasillo. ¿Por qué no la cierran? Me pongo casi existencial. ¿Son mis hijas así de egoístas? Pues claro, me respondo. Como todos. Para ellas dejar la puerta del baño abierta es algo banal, intrascendente, nimio, baladí. ¿Qué más da? Bien, a ellas no les importa, lo entiendo pero ¿por qué no entienden que para mí sí es importante? No importante como el amor, la salud, la hipoteca o que no me hablen en el desayuno pero algo significativo para mí, para mi salud y bienestar emocional. Notar como me hierve la sangre diez veces al día ante su indiferencia no tiene que ser bueno para mi corazón y ya tengo una edad. Claro, que a lo mejor esa indiferencia hacia lo que es importante para los demás se la he pasado yo de alguna manera, a lo mejor es culpa mía.
Bah, no. Ese es el típico pensamiento de madre que se autoflagela y yo no hago eso.
Mis hijas no cierran jamás la puerta del baño y, como ya conté una vez, comen en platos de postre porque para sacar los grandes hay que abrir las dos puertas del armario. No puedo hacer nada. Solo me queda desahogarme. Menos mal que tengo un blog.