«El verdadero mal de la clase obrera viene de la extraña locura que la pierde: la moribunda pasión por el trabajo» - El derecho a la pereza, de Paul Lafargue.
Leo en el periódico que Biden cumple 80 años, el primer presidente octogenario de Estados Unidos. En el mundo, muerta la reina Isabel II, solo hay tres dirigentes octogenarios: los de Camerún, Palestina y Arabia Saudí. Después de leer el artículo y mientras remuevo el sofrito pienso que esto habría que limitarlo. No tiene ningún sentido que un presidente del gobierno tenga 80 años, que se presente a unas elecciones, que haga campaña. ¿Es edadismo? No. Es absurdo. Pretender que alguien con 80 años aguante el ritmo que exige esa responsabilidad es ridículo. Igual que creer que con 80 años, y porque tienes mucha experiencia y blablabla, conoces la realidad de tu país. No tiene sentido. Si por mí fuera, a los 70, como muy tarde, todos a casa. Como no depende de mí seguirá presentándose a las elecciones gente muy mayor que, aunque tenga buena voluntad, no tendría que presentarse. Y cuando digo gente quiero decir señores.
De esta idea llego a la siguiente: ¿Por qué la gente sigue trabajando con 70 años? ¿Por qué pudiendo estar en tu casa, tranquilamente, disfrutando de lo que te queda de vida y llevando una vida de ocio y familia, decides machacarte en un puesto de responsabilidad?
Y lo sé.
«When you make money you feel smart. It’s as simple as that. It does short of justify who you are as a person» (esto lo leí en un artículo del New Yorker )
Vivimos en un momento (a lo mejor siempre fue así pero yo no estaba aquí para verlo y, además, como soy mujer ni siquiera hubiera tenido un trabajo hace doscientos años) en el que nos han hecho creer que tu trabajo te define. De esta mentira cuesta la vida salir porque lo primero que te preguntan es en qué trabajas. A mí me interesa más saber qué es lo último que ha leído alguien pero claro, si pregunto eso, me expongo a que me miren como si fuera un bicho raro. Los trabajos me dan igual; solo me impresionan si eres astronauta, por el pánico que me da; neurocirujano, por admiración; o librero, por la idealización. Todo lo demás me da igual, me impresiona cero y se me olvida. No todo el mundo es como yo, a la gente le impresionan los trabajos y a mucha gente le impresiona el suyo, le impresiona tanto que se aferra a él como un koala y no quiere soltarlo nunca. «Es mi deber». Normalmente esos koalas están siempre en puestos de responsabilidad y mucho dinero pero también los hay a otros niveles.
¿Por qué? Porque la sensación de creerse imprescindible les obnubila, es embriagadora. Y si hay algo en esta vida que sea una mentira absoluta es la sensación, que todos hemos sentido alguna vez, de creernos imprescindibles en nuestro trabajo, en nuestra familia, con nuestros amigos, en cualquier ámbito. Si hay algo que ningún ser humano es, es ser imprescindible y sin embargo todos lo hemos creído alguna vez, todos hemos pensado «es que si no estoy yo…». Si no estás tú lo hará otro, o la circunstancia vital que sea se resolverá de otra manera y no pasará nada. (Solo en el caso de las criptomonedas y que tú solo tengas la clave de no se qué eres imprescindible para recuperarlas, pero mira: si tienes criptomonedas te mereces perderlas).
Todos somos prescindibles pero a mucha gente le cuesta verlo y por eso les cuesta irse de vacaciones, desconectar, delegar o jubilarse. Últimamente hablo mucho de mi mayor deseo en la vida. «¿Qué tal Ana?» «Pues nada, aquí, un día menos para jubilarme». Hablo con mis compañeros de trabajo, la mayoría mucho más jóvenes que yo, y les digo: «¿Sabéis qué? Dentro de 15 años estaré jubilada… Si llego hasta ahí, estaré en casa, disfrutando de mi ocio mientras que a vosotros todavía os quedarán 25 años de curro». Es un golpe bajo, lo sé, pero es así. Hay otra gente que cuando hablo de jubilarme como mi gran proyecto de vida me contesta: «¿Pero qué dices? Te vas a aburrir». Confieso que hubo un tiempo en el que era idiota y también pensaba eso, que sin trabajar te aburrías. Era idiota y joven. Concretamente tenía 24 o 25 años. Y fue cuando mi amigo Juan dejó de trabajar después de probarlo seis meses: «A mí esto no me gusta, así que lo dejo» Él no se aburre. No se ha aburrido nunca y yo sé ahora que tampoco me aburriría. Tendría, como él, mi tiempo libre muy ocupado con miles de cosas que quiero hacer o con mucho tiempo libre dedicado a no hacer nada. Sería maravilloso. Será maravilloso.
Admiro mucho a la gente que sueña con jubilarse y se marcha del trabajo, cuando le llega el momento, como si cruzara la pasarela de Lluvia de estrellas, saludando con la mano con una actitud que dice: «ahí os quedáis». Admiro a la gente que se jubila con reticencias, «no sé como lo voy a llevar», y a los dos días está feliz y te dice «es lo mejor que he hecho en la vida». Sospecho de todo aquel que no tiene este sueño, que te dice que su trabajo le encanta, que no podría vivir sin trabajar. Hay algo raro ahí; más que raro, algo que me entristece. Querer seguir trabajando es aferrarte a pensar que tu trabajo te define o al poder que ejerces (si es que eres muy jefe) o, como comentaba antes, a la sensación de sentirte imprescindible. Y es una sensación tan engañosa, tan falsa. Hay pocas cosas menos agradecidas que un trabajo: te vas y te olvidan, te jubilas y te sustituyen, te mueres y, con suerte, mandan una corona. A la semana, el hueco que creías haber dejado no es que esté ya ocupado, es que nadie se acuerda de que en algún momento existió.
Jubilarse es un verbo que no utilizas hasta que rozas los cincuenta. De repente se convierte en una meta, en un anhelo que comparte espacio mental con otros dos: que tus hijos se independicen y que te toque la lotería. Con esas tres bolas juegas a hacer malabarismos imaginarios para ver cómo podrían encajar y alcanzar la meta, el triunfo en el juego: vivir sin trabajar. Jubilarse suena a júbilo, a bullicio, a alegría, a levantarte cuando el sol ya te pega en la cara y a echarte la siesta sin remordimiento, suena a museos por la mañana y a coger aviones los martes o los jueves por la tarde, suena a ir al mercado a las 11, suena a no saberte el calendario laboral o si ese día es lunes o viernes. Suena aperitivo, merienda y hacer cola sin prisa. Suena a deber cumplido, a tocar la pared en el escondite inglés, a sonreír y descansar. Como dice el padre de G, cuando te jubilas, “te vas a volar la cometa”.
Si queréis algo que os haga feliz, y un poquito envidiosos, seguid a jubilados en redes sociales. Ellos sí que saben.
Podcasts encadenados
Siempre digo lo mismo: ojalá los españoles supiéramos contar nuestras vidas como aprenden a contarlas los americanos. An American Life es un episodio de un podcast que me encanta, Rumble Strip, que cuenta historias de los habitantes de Vermont. La host, guionista y productora, Erika Heilman tiene una sensibilidad que a mí, muchas veces, me deja al borde del llanto. En este episodio nos presenta a Vaughn Hood, el peluquero de su hermana, que resulta que tiene una vida que ya quisiera Forrest Gump. Hood es tan bueno contando su historia que solo se le escucha a él, su emoción, sus recuerdos. Nunca habéis escuchado a nadie hablar de la guerra de Vietnam así. Un episodio maravilloso.
Comparto tus ansias por jubilarme pero confieso que a veces me da miedo. Más que miedo, pavor. No a dejar de trabajar, eso no. Con eso sueño cada mañana cuando tengo que madrugar para acudir a mi puesto. Me da pavor llegar y no poder disfrutarlo. Que, de repente, aparezca una enfermedad, algo maligno que me chafe las ganas de dar la vuelta al mundo y disfrutar de mi tiempo (o perderlo sin remordimientos). Así que estos últimos años que me quedan por trabajar se me están haciendo los más largos de toda mi vida laboral, eternos. Gracias por estos post. Son oro puro. Chimpún 😉
Me ha chiflado leerte. Yo sueño con jubilarme. Y mira que me gusta lo que hago. Mi única preocupación es llegar con colchón. Así que aquí estoy pensando a lo Natalia de Santiago en el interés compuesto. Voy a por eso podcast.