Tengo fantasías con hombres. Con hombres concretos, con nombres y apellidos. Hombres que no conozco y que no me resultan especialmente atractivos pero con los que me construyo fantasías. Ninguno me gusta y no pretendo, en el hipotético caso de que mis fantasías se hicieran realidad, gustarles a ellos. Las fantasías están para disfrutarlas, juguetear con ellas, montarlas y desmontarlas, adornarlas y repensarlas, no para conseguirlas. Si los astros se alinearan y mis fantasías se hicieran realidad lo único que me gustaría es que encontraran mi fantasía entretenida, medianamente interesante y que se echaran unas risas conmigo.
Tengo una lista bastante amplia de hombres y fantasías, pero voy a empezar por los que son ciencia ficción. Son fantasías posibles pero muy poco probables. Ellos están vivos, yo también y, si se da una confluencia de planetas muy rara, puede que nos encontremos.
El primero de ellos me abriría la puerta de su casa a la que yo llegaría hecha un flan. Fantaseo con haberme tragado un par de copas de vino antes de llegar o ir a pelo y que sea lo que tenga que ser, pero este punto no lo tengo decidido aún.
Me abre la puerta de su casa con una gran sonrisa. No una de cortesía sino una sonrisa de «eres justo la persona que quería ver ahora mismo y me alegro de que estés aquí». Lleva unos vaqueros oscuros y un jersey de lana de punto gordo, con cuello redondo y sin camisa. Debajo debe llevar una camiseta guarrera, una de esas de publicidad o de «recuerdo del viaje de fin de carrera»: es un tío al que le da la igual la ropa que lleva puesta.
La casa tiene los suelos de madera oscura y están gastadísimos. Lleva mucho tiempo viviendo en ella y respira como él. No es una casa de esas que se parecen a otras mil. Hay cosas colgadas en el perchero, cosas de esas que dejas ahí hasta que se desintegran o, por fin, reconoces que ya no entras en ese abrigo o que ese sombrero pasó de moda hace 15 años y, en el fondo, nunca te gustó.
Después de dejarme pasar vamos a su estudio. Él se sienta en su sillón y yo en un sofá que hay cerca. Me siento como una niña buena y lo primero que hago es balbucear algo así como: «Estoy cumpliendo una de mis fantasías», a lo que él responde con una carcajada y una pregunta sobre mis fantasías. Tenía que haberlo previsto, pero no es así y me lanzo a contar que hace años escribí en mi blog que... blablablabla.
Entonces se me enciende la luz y le digo: «Ja. Es la típica situación de uno de tus libros». Estoy pensando que seguro que me ha ofrecido algo de beber (¿café? ¿té?) Animada por la carcajada le he preguntado si no tiene vino. No: mejor yo he llevado de regalo una botella de vino que en ese mismo momento saco del bolso envuelta en una bolsa de papel marrón.
Hablaríamos de casualidades. Le preguntaría si cree que hay que ser valiente para escrutar tu vida y ver todas las casualidades que te han llevado a hacer lo que sea que estás haciendo en ella. Valiente para comprobar si alguna vez te dio tanto miedo seguir una casualidad que saliste corriendo. O a lo mejor no, a lo mejor las casualidades no son más que un entretenimiento mental.
Le preguntaría por qué escribe libros malos. O, mejor dicho, si sabe que son malos cuando los escribe y si se asombra cuando, a pesar de saber que son malos (horribles algunos... aunque esto sólo se lo diría mediada la botella), su editor le dice que es maravilloso. ¿Se siente un fraude? ¿O, quizás, piensa: «bueno, ya he escrito cosas buenas, puedo permitirme alguna mierda»?
Querría saber qué lee, si tiene curiosidad por cómo suenan sus libros en otro idioma. Le contaría que una vez estuve a punto de tener su teléfono. Eso seguro que le interesaría y me preguntaría por ello, lo que me llevaría a una súper historia de casualidades. Le contaría que he leído casi todos sus libros y que, quitando un par de ellos que tengo claramente diferenciados, los demás forman una especie de universo compacto en mi cerebro. Sería incapaz de decir qué personaje va en cada libro pero podría escribir una historia uniendo pasajes de sus distintas novelas.
Le contaría que un pasaje de uno de sus libros me ha servido para ligar un par de veces o tres. Ja. Esta es una buena historia. Al contar esta historia ya estoy tan cómoda que me he descalzado y tengo los pies en el sofá, hablo gesticulando con todo el cuerpo.
Poco a poco se ha hecho de noche y tengo que marcharme. No me echa, pero es que yo tengo otro compromiso o sale mi avión o no sé qué: la cuestión es que tengo que irme. Busco mis zapatos por debajo del sofá, me pongo de pie y él me acompaña a la puerta. Charlamos sobre fumar mientras bajamos las escaleras y yo trato de no resbalar, caer y hacer el ridículo. Estoy bastante orgullosa de mi actuación.
Me pongo el abrigo y salgo a la calle. Justo antes de irme me giro para despedirme, agradecerle haber cumplido una de mis fantasías y asegurarle que ha sido mucho mejor de lo que yo había imaginado.
Camino por la calle pensando que debería haberle dicho:
«Paul, me perturban tus ojos saltones».
Este post se publicó originalmente en diciembre de 2015. Fue el primero de una serie de ellos dedicados a distintos hombres fantásticos. Le tengo un especial cariño. Siempre vuelvo a Paul.
Me había alegrado pensando que nos traías una galería de fantasías, pero veo que será con cuentagotas, ja, ja, ja...
También me alegra saber que no soy la única que fantasea, ufff!
Este ejercicio de recuperación de tus textos está siendo muy interesante.