Esta semana ha llovido, han llegado las nubes y yo me he descubierto sonriendo mientras iba de camino al trabajo. «Al levantarme esta mañana he pensado: “qué mierda de día, seguro que Ribera está feliz”; y mira, aquí estás; no hay más que verte para comprobar que así es», me dijo una compañera en el ascensor. No he podido hacerme ninguna foto en el ascensor del curro porque esta semana me ha tocado todos los días el que está forrado como si fuera una celda de un videojuego, con unas planchas negras unidas por cinta adhesiva amarilla y negra. Que yo sepa no hay obras en nuestro edificio ni he visto grandes mudanzas, así que no sé si han decidido disfrazar ese ascensor así para evitar que veamos nuestras caras de desesperación cada mañana y nos planteemos salir huyendo.
Esta semana le regalé un huevo Kinder a un compañero de trabajo que tiene edad para ser mi hijo. Un compañero que, para describirme a otra persona, le dijo: «Es una chica flaquita que lleva el pelo como Justin Bieber». La descripción me encantó porque me hizo muchísima gracia; yo jamás me hubiera reconocido en esas palabras.
Esta semana me puse de puntillas para abrazar y felicitar a otro hombre que cumplía 38. Cuando él nació yo casi terminaba la EGB. Él es guapo y me considera sabia, me pide consejos, me cuenta su vida. Tampoco me reconozco ahí, en ese papel. Cuando le contesto siempre pienso: «Vaya sarta de obviedades le estoy soltando». Pero él siempre me dice: «Tienes razón». Tampoco me reconozco en ese papel.
«Todos somos extraños para nosotros mismos, y si tenemos alguna sensación de quienes somos, es sólo porque vivimos dentro de la mirada de los demás». (Paul Auster)
Esta semana no, la anterior di un paseo por Los Molinos y me encontré con una casa nueva en la que todo son cristaleras. Me paré y desde la calle veía la cama, las sillas del comedor, el sofá, la enorme pantalla de televisión (no comparto para nada esta tendencia a tener televisiones de un tamaño que me recuerdan a los tapices de los grandes palacios reales) la cocina, su isla, la silla del dormitorio para dejar la ropa que no vuelve al armario. No había nadie en la casa y pasé un rato pensando en las personas que han encargado esa casa. «Quiero construir una casa pero quiero que se parezca muchísimo a un escaparate». Ni aunque me la regalaran me metería a vivir ahí. Para mí, mi casa es un refugio, debe ser el lugar en el que estar a salvo, el lugar desde el que observar la vida sin exponerme. Quiero una casa con ventanas, claro; con mucha luz, pero también una casa en la que acurrucarme con una pared que me proteja, no un cristal por el que exhibir mi vulnerabilidad o por el que ser vigilada por un paseante como yo. Siempre que veo este tipo de casas me acuerdo de la que tenía Robert de Niro en Heat. Desde el primer momento sabes que todo saldrá mal, no se puede ser un delincuente y vivir en un escaparate. (Puedo entender que te hagas una casa así, todo cristalera, si heredas una parcela frente al mar porque tu abuelo Marcelino anduvo espabilado hace 80 años y se la ganó a Joaquín, el del bar, en una partida de tute. Es una parcela recóndita, rodeada de bosque y con vistas al mar y nadie puede verte a no ser que pase por la costa en un petrolero... Ahí, si quieres construir una jaula acristalada, pues bueno, te lo acepto. Cualquier otra cosa es catetada).
Esta semana leí un extracto de las memorias de Al Pacino dedicado a su infancia. Me encantó. Los padres de Al Pacino se separaron cuando él era muy pequeño, dos o tres años. Su madre se quedó devastada y la pobre mujer tiró con la vida como pudo. Su tristeza vital impregna cada frase del texto. El recuerdo más antiguo que Pacino tiene de ver a sus padres juntos fue un día en el que estaba en el cine con su madre y vió cómo ella miraba hacia el patio de butacas, siguió su mirada y vio a su padre. Él gritó: «¡Papá!», y su madre le hizo callar porque no quería que él los viera. El padre los vio y Pacino recuerda cómo, al salir del cine, caminaba por la calle entre su padre y su madre asido a la mano de cada uno. Su padre vestía el uniforme de policía militar (había estado en el ejército en la II Guerra Mundial) y el niño Pacino vio la pistola con empuñadura blanca que su padre llevaba en la cintura. Cuando rodó Heat pidió que la pistola que lleva su personaje fuera como ésa. Pacino fue un niño feliz, vivían con sus abuelos maternos y su abuelo hizo de padre. En el Bronx, el barrio en el que pasó su niñez, él tenía una pandilla de amigos con los que hizo todo tipo de gamberradas infantiles, pero cuando se convirtieron en adolescentes y esas travesuras pasaron a ser algo más, su madre, su frágil madre, no le dejaba participar. Le decía que no podía ir por mucho que sus amigos le llamaran desde la calle, le decía que al día siguiente tenía que ir al colegio y él obedecía aunque, como cuenta, la odiaba por ello.
Cuando tenía cincuenta y un años y se estaba preparando delante del espejo antes de recibir un premio recordó un día concreto, un día en el que mientras se bañaba sus amigos le llamaron desde la calle y su madre no le dejó ir y se dio cuenta de que gracias a su madre él estaba ahora ahí a punto de recoger un premio a su carrera, haciendo lo que le gustaba y vivo. Petey, Cliffy y Bruce hacía tiempo que habían muerto por drogas.
La madre de Pacino murió cuando él era un veinteañero, se suicidó con pastillas.
I believe she saved my life.
Esta semana también leí sobre búnkeres del fin del mundo. Una periodista de The New Yorker bucea en el Idealista de las cosas raras y se dedica a visitar unos cuantos. No lo había pensado pero, claro, no es fácil conseguir visitarlos porque los que los venden ya están hartos de que los que muestran interés lo hagan por una curiosidad morbosa y no con la verdadera intención de comprarlos. A mi me aterra el fin del mundo, claro, supongo que como a todo el mundo, pero no veo que encerrarme en un búnker vaya a aliviar ese terror o el sufrimiento que, imagino, ese cataclismo traerá al planeta. Si acaso, como mucho, alargará la agonía de sufrirlo porque en algún momento tendrás que salir y darte cuenta de que lo queda en la faz de la Tierra son unos cuantos chalados como tú comiendo latas de melocotón en almíbar, bebiendo agua potabilizada con pastillas y el pelo como un estropajo. No lo veo muy alentador, ni siquiera lo suficientemente alentador como para invertir en un búnker; casi prefiero una casa escaparate y, al menos, disfrutar de las vistas del fin del mundo.
Esta semana asentí con admiración cuando leí a Marta Peirano. Qué envidia me da la gente brillante. Es una envidia que no es verde, es dorada porque está llena de purpurina de admiración y de preguntas escritas con rotuladores de colores: ¿Cómo se es tan brillante? ¿Es esfuerzo? ¿Es algo innato? Si me pusiera con ahínco a intentarlo, ¿conseguiría acercarme a esa brillantez?
Marta escribió una columna más desalentadora que pensar en los búnkeres.
Y por eso no es la realidad lo que está en crisis, sino el acuerdo. El contrato social. El diccionario que establece los significados de las cosas, el manual que determina qué es cada cosa y qué lugar ocupa en la jerarquía cotidiana de la comunidad. Y la culpa de esa crisis no es de la propaganda ni la desinformación. Es la disonancia cognitiva de seguir hablando de valores democráticos frente a la realidad del capitalismo, el expolio y la desigualdad.
No tenemos los mismos derechos y oportunidades. Estudiar no garantiza un trabajo, y trabajar no garantiza un salario. El salario no garantiza una vivienda. Pagar impuestos no garantiza el acceso a los servicios básicos. Cumplir con las responsabilidades no garantiza tener derechos, y tenerlos significa cosas distintas cada día. No somos todos iguales ante la ley.
Nadie espera que el poder se haga responsable de nada. Las instituciones no operan de forma abierta y accesible. Los líderes y funcionarios públicos no rinden cuentas a la comunidad. Esta disonancia cognitiva es el tumor que socava nuestras bases, afectando nuestra integridad y nuestro futuro. El miedo podría hacernos fuertes, pero no tenemos miedo, sino una angustia de futuro que fomenta la competencia y la división ciudadana. Estamos enfermos de nihilismo, injusticia y confusión.
Ojalá Marta Periano todos los días y no el rebaño de columnistas de la obviedad que se encantan a sí mismos.
Esta semana escuché esta canción en bucle. A la persona que me la descubrió le escribí esto:
«Aquí estoy, llorando a todo llorar de la emoción. Esta canción me lleva a un sitio en el que siento tristeza pero es una tristeza cómoda, una que puedo abrazar y de alguna manera disfrutar porque, como decías, tiene algo esperanzador, como si se colara algo bueno en ese momento de tristeza. La estoy escuchando ahora y me lleva, por ejemplo, a cuando paso muchos días con mis hijas y luego nos separamos, algo que llevamos muy bien y que no es ningún drama, pero que siempre me deja un poso de tristeza porque cuanto más mayores se hacen más me gustan y estaría todo el día hablando con ellas sin parar. Eso tiene un poso de tristeza pero al mismo tiempo es bonito porque quiere decir que nos queremos, que nos llevamos bien, que “lo he hecho" bien con ellas; y el recuerdo del tiempo juntas y saber que volveremos a repetirlo en unos días o semanas es bonito. No sé, algo así».
Varias noches esta semana escribí notas a oscuras en el móvil para esta newsletter. No todas tenían sentido, esta es la última que tengo apuntada. Te la copio tal cual.
«Le.dije a alguien “tienes cara de cansdo” que me parece la máxima expresión de gotmirntl. E curioso ue cuando alguien tiene car de canso...nunca dice antes “estoy agtado”.
Esta semana un amigo ha dicho de mí: «Ana tiene muchas cosas buenas, una de ellas es que nunca te va a hacer una pregunta incómoda. Si quiere, te va a incomodar muchísimo, pero nunca será con una pregunta como: ¿si me quedara en silla de ruedas me querrías igual? o ¿Follarte un clon de tu pareja es infidelidad?»
Y esta semana encontré esta cita de Sam Shepard en sus Crónicas de motel.
«Siempre me pongo raro con el Veranillo. Ya lo he notado otras veces. Mi organismo entero se siente estafado. Justo cuando el cuerpo empezaba a enamorarse de las doradas hojas del chopo que caían planeando. Del olor de leña de madroño quemándose. El Veranillo desgarra de parte a parte el salvaje encanto del otoño. No tengo ganas de rondar por ahí quitándome hasta la camisa. Lo que quiero son gruesas capas de mantas canadienses y un buen fuego. Y perros. Y noches frías, frías»
No queda nada para las noches frías en las que me acurrucaré en mi casa.
Esta tarde tenemos club de escucha. Vamos a hablar de Pack one bag con su creador David Modigliani. Anímate, suscribete y asi pruebas la suscripción y ves que merece muchísimo la pena porque creo que te gusta leer Cosas que (me) pasan. Puedes suscribirte para apoyar lo que hago, recibir el contenido extra y participar en El club de Podcasts encadenados y en el chat. Me encantaría que lo hicieras y te lo agradecería infinito. Si, además, te haces miembro fundador, piénsalo ¿cuándo has sido fundador de algo?, hasta te recibirás una carta manuscrita. ¿Cuándo fue la última vez que abriste el buzón y había una carta para ti?
Me encanta leerte los domingos mientras desayuno.
Toda una reflexión tiene lo de la casa con cristaleras, si la gente lo hace "para que le vean" o "para ver" (yo diría lo segundo, yo quiero VER). Hace anios se montó un drama aquí en Londinium con un edificio de esos justo enfrente de la Tate Modern, que tenía una terraza para ver las vistas sobre la ciudad justo delante de este edificio. A mí todo el debate me pareció divertidísimo (creo q escribí sobre ello), pq esta gente se compra un pisazo acristalado frente a uno de los destinos más turísticos dentro de una de las ciudades más turísticas del mundo, y entonces se dan cuenta de q no les gusta q el populacho les observe cuando hacen kefir o pesas. Idiots. Al populacho nos encanta mirar en las casas de los ricos: a mí por ejemplo, ver las paredes forradas de libros en las casas victorianas cuando paso de noche: son maravillosas. El gobierno debería obligarles, como labor social, a dejar siempre las cortinas descorridas. Yo no tengo cortinas pq quiero ver árboles, supongo q tengo suerte pq no tengo nada demasiado enfrente q me puedan ver, pero supongo q si ponen interés sí q me podrían ver. AHora, qué hago yo en casa? leer, hablar por teléfono, pasar horas frente a un portátil, quemar cosas en el horno, pasearme en bragas... si a alguien le interesa eso, pasen y vean. Para mí, q un colgado mirase eso no es suficiente justificación para ponerme cortinas q me tapen el parque. Si viviera en el edificio acristalado frente a Tate Modern (ojalá), igual me pondría un albornoz, pero en la casa esa de "Heat" te aseguro q ... fuck it!