Ese día de septiembre
Ya es ese domingo de septiembre en el que, por fin, se acaba el verano y empieza lo mejor del año. Septiembre, octubre, noviembre, diciembre, enero, febrero y marzo. El resto, para mí, es un trámite de sol permanente y calor innecesario que atravieso como buenamente puedo, saltando de piedra en piedra como en Humor Amarillo o aferrándome de liana en liana para llegar hasta septiembre. Hoy no tengo inspiración para escribir pero tengo tiempo. Y hoy he leído esto de Jennifer Egan: Try to make writing habitual. I think that if we’ve learned one thing in the last two years, it’s that we are very trainable creatures. If you’re out of the habit of writing, it feels really hard to do. And if you’re in the habit of writing it feels weird not to do it.
Para nadie, y para mi la primera, es una sorpresa que cada vez escribo menos. ¿Por qué? Porque no se me ocurre nada sería una buena justificación. Porque no tengo tiempo sería otra bastante buena. Porque me parece que ya lo he dicho todo también cabría como razón para mi sequia escritora. Pero como dice Egan, nada de eso importa. Si hubiera esperado a tener mucho sobre lo que escribir y horas a mi disposición nunca habría empezado este blog. Puede que ahora sea más autoexigente con lo que escribo. Cuando empecé era joven, sabía que no me leería nadie y ¡que más daba lo que yo dijera! Ni siquiera me importaba si estaba bien o mal escrito porque estaba segura de que estaba mal. ¿Cómo iba a estar bien si jamás había escrito nada?
Hoy también he visto esta viñeta sobre la inseguridad personal, sobre como jamás va a marcharse o dejar de estar a tu lado así que lo mejor que puedes hacer es convivir con ella. La viñeta me ha hecho pensar pero creo que sería más acertado representar la inseguridad personal como una multitud de personajes y no solo uno. Una habitación llena de inseguridades, caracterizados como la familia de los Barba papá (otro cambio con respecto al inicio de este blog es que entonces era joven, ahora sé que mis referencias culturales serían indescifrables para la gente joven que cayera por aquí. Es un problema poco importante porque no caen), de los que te vas haciendo amigo a lo largo de tu vida. La inseguridad física sería de color rosa y con collar de perlas, la inseguridad en tus relaciones sería verde, la inseguridad a la hora de dar tu opinión sería azul y así sucesivamente. La inseguridad existencial que te acosa por las noches esa sí sería negra. De todas ellas, tras un primer encontronazo incómodo, como los son todos en las fiestas, te irías haciendo amiga poco a poco hasta tenerlas dominadas y poder vivir con ellas manteniéndolas a raya. Con algunas, como la inseguridad en tu aspecto físico, acabarías rompiendo la amistad y olvidándola.
A lo que iba, ¿escribo menos por inseguridad? No. Volviendo a Egan, escribo menos porque no me pongo y no me pongo porque no encuentro el momento y no encuentro el momento porque creo que necesito mucho tiempo o una idea clara antes de sentarme. Nada de eso es cierto. Esto se llama Cosas que (me) pasan y no va de nada más que de las cosas que me pasan o se me ocurren o quiero dejar por escrito. Hoy pensaba, como decía al principio, en que ya es ese día de septiembre en el que pienso que este será el último año en el que a final de mes me iré a Madrid. ¿Es la primera vez que lo escribo? No, porque ya tengo una edad en la que casi todo lo que me pasa o he pensado ya me ha pasado antes. ¿Hasta que edad la mayoría de lo que te ocurre en la vida es nuevo? Esa sería una buena manera de ver la vida, cuando todo empieza a repetirse y solo hay breves destellos de novedad quizá es momento de considerarse mayor. Esta sensación que tengo hoy, domingo de fiestas, es exactamente igual a la que llevo teniendo toda la vida. ¿Puedo escribir sobre ella? Claro pero repaso el blog y mi yo de 2020 lo clavó:
«Ahora ya es septiembre y Los Molinos se va apagando de nuevo. Se escuchan obras de fondo pero la efervescencia sonora del verano va desapareciendo cada día un poquito más, como si alguien fuera apagando poco a poco los interruptores de una casa justo antes de salir: ya no hay casi tráfico, no hay cortacésped, no hay barbacoas ni música. Ahora lo que se oye es el sonido de septiembre que no se parece a ningún otro. Ha vuelto (o quizás siempre estuvieron aquí pero solo ahora, cuando lo demás desaparece, se pueden escuchar con claridad) como cada año, el canto de unos pájaros determinados que no sé cuales son pero que me lleva a mis ocho, nueve años, a cuando vivíamos todavía en la casa de mis abuelos y al escucharlos me ponía triste porque sabía que pronto tendríamos que volver a Madrid».
Hace dos años escribía también
«Los pájaros en septiembre, el ruido de la puerta de la oficina de correos que huele a expectativa, el viento en las ramas del pino del jardín, la moto del cartero, el sonido de los pasos en las calles de tierra, las campanas de la iglesia, el tren de menos viente y el de las y veinte. Eso es lo que tiene Los Molinos y por eso quiero vivir aquí. No se explicarlo mejor.»
Todavía no vivo aquí todo el año pero ya me queda muy poco para conseguirlo. Por ahora me quedo hasta fin de mes. Egan tiene razón. Solo tenía que ponerme a escribir y dejarme llevar mientras la inseguridad sobre si lo que escribo o no escribo importa a alguien se pasea por el jardín.