
Otro día que se me ha echado encima la hora de escribir. Hace un rato que me he levantado de la tumbona en el jardín, la he plegado y guardado en la caseta. He entrado en casa, me he preparado medio sándwich de nocilla y he subido a mi cuarto a por el ordenador. Llevo cuarenta y cinco minutos en el sofá, viendo la luz del sol filtrarse entre la hojas del castaño, leyendo newsletters atrasadas y soñando con el día en que el ordenador esté siempre en la mesa de mi estudio y yo lea las newsletters con un cuaderno al lado para tomar notas. ¿Podría hacerlo ahora? Sí, pero tendría que subir a por el cuaderno, sentarme en la mesa del comedor y luego, al terminar, dejar el cuaderno en un sitio indeterminado que no sería su sitio de “el cuaderno en el que tomo notas que tengo en la mesa al lado del ordenador” y el recuerdo de lo escrito allí no funcionaría igual.
Otro día en el que no sé muy bien sobre qué escribir. La semana pasada fue fácil: tenía un colectivo al que odiar y eso siempre dispara mi creatividad y mi ingenio, o eso me creo yo. No es que me haya quedado sin colectivos o gente a la que odiar, eso es imposible. De hecho, esta semana, mi hostilización con cierta persona me ha llevado a declarar que «sus sentimientos me importan menos que los de Netanyahu»... Pero todavía no está maduro el tema como para dejar que mi creatividad hostilizada corretee feliz y desbocada por los pastos de la escritura a la contra. Por los pastos felices y desbocados han corrido esta mañana los perros. Están gigantes. Haya y Russell o Rasel o Roosevelt como le llama mi madre a pesar de que fue ella la que le cambió el nombre elegido democráticamente en la familia, Run, por Rusell. Cuando nos reímos de ella, dice «al perro le da igual, no sabe leer» y le contestamos que «ya, pero no es sordo y al pobre lo tienes loco». No se lo toma bien. ¿He comentado que mi madre no tiene sentido del humor? No por ser un hecho sabido y comprobado cientos de veces en mis 52 años de existencia, deja de asombrarme cada vez que vuelvo a constatarlo. Por otro lado, hoy me ha dicho: «Eres como los perros. En cuanto hay algo de comida te lo comes». Ese comentario tan, digamos, desafortunado y destinado únicamente a meterse conmigo, ha sido provocado porque mientras estaba cortando queso, me comía algunos trozos. Ya se sabe: uno para el plato, otro para mí. Que ella hubiera estado persiguiéndome un poco antes para que probara la ensaladilla, los calabacines al horno y los pimientos caramelizados porque «yo no pruebo nunca lo que cocino», por algún motivo, se le había olvidado. A cambio, me ha pedido que le arreglara la bici estática y, a pesar de haberlo intentado, la he roto aún más. Me pregunto qué cumbres de la épica familiar alcanzará con esta historia de la bici. «A mí me gustaba levantarme por la mañana y pedalear media hora, pero claro, Ana la rompió definitivamente». Al tiempo.
Antes de sentarme aquí a escribir sobre la nada, he estado leyendo en la tumbona. Ha sido la primera sobremesa de jardín y a los perros, Haya y Russell o Rasel o Roosevelt les ha costado un poco entender la dinámica. El jueves tuve que renunciar también a una siesta en el columpio porque era imposible que entendieran que si yo estoy tumbada por debajo de la altura de su cabeza eso no significa que les invite a tumbarse encima de mí o lamerme la cara como si me estuvieran desmaquillando. Hoy han empezado, otra vez, con la doble limpieza facial antes de ponerse a pelear, cada uno a un lado de mi tumbona. He optado por la misma estrategia que con los niños: voy a ignorarles que ya se cansarán. No ha funcionado y al final he tenido que enfadarme cuando Haya, en vez de rodear mi tumbona para pillar a Rusell, Rasel o Roosevelt, ha optado por trepar sobre mí y desde ahí saltar a pillarle. No ha sido agradable. 30 kilos de princesa perruna cayendo sobre mi pecho para desde ahí impulsarse han sido suficientes para levantarme y gritarles. Se han mostrado muy sorprendidos por mi enfado, pero hemos llegado a un entendimiento. Han comprendido la dinámica de la siesta en el jardín y se han tumbado a mis pies a vigilar las moscas y las mariposas en lo que yo terminaba El insólito peregrinaje de Harold Fry, un librito que andaba por mi casa y que no tengo ni idea de dónde había salido. Es una novelita simpática, que no te cambia la vida, pero que entretiene y es muy mona. El protagonista recibe una carta y lo que lee en ella le empuja a salir de su casa y comenzar a caminar. Cuando lo he terminado he pensado en que cada vez hago menos cosas que impliquen salir de casa. Ayer cené con Juan: «cena de besties», como dicen mis hijas. Nos pusimos al día, luego bajamos a por cena sin parar de hablar, volvimos a su casa, cenamos sin dejar de charlar y, después, en su super televisión vimos el documental de Bruce sobre su última gira. Al terminar lo comentamos y llegué a casa a la 1 de la mañana. Pero eso no es salir de casa, podría ir en pijama. Salir de casa, para mí, significa hacer un plan: ir a comer a un restaurante, quedar con alguien con anticipación, ir al cine, al teatro, a una exposición, una presentación de libros, una conferencia, comprar algo. No hago nada de eso desde hace meses. Me da muchísima pereza. Hoy, en la tumbona, con el libro ya cerrado y los perros tirados a mis pies, pensaba si es que me he hecho tan profesional del «no» que ya ni siquiera aparece la posibilidad de hacer alguno de esos planes. También puede ser que como ando todo el día ajetreada física y mentalmente, cuando llega el fin de semana o el momento de salir de trabajar, lo único que mi cuerpo y mi mente quieren es irnos a casa, no se ven con fuerzas para nada más. No soy una ermitaña, claro. La semana pasada estuve en Vitoria, dando una charla y socializando lo suficiente como para cubrir el déficit de dos o tres meses, y la anterior viajamos al País Vasco. También comí con un amigo hace diez días, pero, en general, lo único que quiero es estar en casa.
Ayer, cuando estuve en Orbela, sola, sentada tranquila en el jardín pensé en cómo será mi vida cuando esté allí instalada. Traté de imaginar mis rutinas: cuando me despierte ¿a qué ventana me asomaré para ver qué día hace? ¿Me tomaré el té en la cocina o en el comedor? ¿Por qué puerta saldré hacia el lavadero? ¿Qué ventana abriré primero cuando ventile la casa? Si mis hijas no están, ¿subiré para algo al piso de arriba? ¿Cuál será la última luz que apagaré cuando me vaya a dormir? ¿Dónde colgaré el abrigo? ¿Dónde dejaré la mochila del ordenador cuando vuelva de trabajar? Eso sí lo sé. En el estudio. Al lado de la mesa en la que estará el cuaderno de tomar notas, mis plumas, mis lápices y la vista de mi jardín. Cuando viva allí que nadie cuente conmigo para ningún plan. Eso sí, admitiré visitas, invitaré a desayunos tempraneros o redesayunos tardíos, aperitivos transformados en comidas, meriendas interminables, tés ingleses con sándwiches y bizcochos, cenas y hasta cervezas y vinos con patatas sentados en las escaleras de piedra.
Ha pasado una hora desde que empecé a escribir. Todavía no se ha hecho de noche. Oigo pájaros y el tictac del reloj del salón. Otro domingo salvado. Echo de menos escribir todos los días.
PS: Ya está disponible la charla que di en Vitoria la semana pasada. A ver qué te parece.
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Veo que mi madre tiene bastante en común con la tuya... Además de leer el periódico del día anterior en papel mientras desayuna, carece de sentido del humor. Es algo de lo que sus hijos no eramos conscientes, creo, hasta que su hermana pequeña lo dijo en voz alta: "es que V nunca ha tenido sentido del humor". Demoledor. Supongo que se conocen de más tiempo y en otras circunstancias, pues tienen 86 y 84 años. Difícil cambiar a esa edad pero, de vez en cuando, mi madre hace el esfuerzo, y se lo festejamos entre risas. ¡Y que siga haciéndolo!
Me encanta cuando no tienes tema, Ana.
A mi también me gusta estar en “la cueva” y socializar cuando creo que lo necesito o cuando no queda otra.
Me identifico.