Hablaba por teléfono asomada a la cristalera de mi salón y me veía desde fuera, podía verme como si un dron estuviera volando entre mi edificio y el de enfrente y me estuviera grabando. Mi pantalón negro de estar en casa con una mancha misteriosa de lejía en la pierna izquierda, una camiseta que llevaba puesta tres días y una sudadera beige que nunca ha favorecido a nadie, con las mangas demasiado largas y los cordones de la capucha desparejados porque si pienso en arreglarlo nunca encuentro el momento. Hablaba por teléfono y, desde ese dron imaginario me veía fuera de mí, escapándome de mi propio cuerpo. Un buen pico de ansiedad es una sensación muy extraña: yo lo percibo como si, de repente, un insecto despertara en mi interior y fuera creciendo hasta ocupar todo mi ser por completo. Esta vez fui consciente del momento exacto en que el insecto se despertó. Estaba sentada al ordenador, trabajando, intentando mantener bajo control veinticinco frentes abiertos mientras tosía y moqueaba por los restos de la gripe, cuando la lectura de un nuevo mail lo despertó.
La lectura del mail y sus consecuencias hicieron que los infinitos pares de ojos saltones del bicho se abrieran al mismo tiempo. Lo sentí en el centro del pecho y abrí la boca para que el aire que yo estaba intentando que llegara a mis pulmones lo durmiera de nuevo. No funcionó y grité. Pegué un golpe en la mesa y me puse de pie. De la puerta de entrada al ventanal del fondo del salón y vuelta hacia la puerta de entrada di dos, tres, cuatro paseos murmurando «por favor, por favor, por favor, no no no». Sabía que no iba a funcionar pero tenía que hacer algo, acallarlo, calmarlo como fuera. Supe en ese momento que esa noche ya no iba a dormir. El bicho, una vez despierto, escudriñó mi interior con su miríada de ojos saltones para decidir por dónde podía empezar a crecer. Sus patas, tentáculos capaces de adquirir longitudes imposibles y de ejecutar los giros más inesperados, comenzaron a desplegarse por mi interior. Empecé a tiritar, alargué las mangas de mi sudadera beige para que me cubrieran las manos y me abracé a mí misma buscando un calor que sentía escapar de mi poco a poco. Seguí caminando, además de cubrir la distancia entre la puerta y el ventanal empecé a recorrer el pasillo hasta el fondo y vuelta otra vez. Sentía las patas tentáculos subir por mi pecho poco a poco, trepando y ocupando todo el espacio. «No pasa nada, cálmate, no pasa nada. Ya sabes cómo va esto, tranquilízate». Pensé que ojalá no estuviera sola en casa, que mis hijas estuvieran allí conmigo, para calmarme, pero según pasaba por delante de las puertas de sus habitaciones y miraba hacia sus camas, sus mesas, sus sillas, el bicho me susurró: «peroquémierdademadreeresqueestáspensandoenteneratushijascercaparapasarlestusmierdas». Grité. Grité para sacarlo, para vomitarlo, para que me dejara en paz y poder descansar. Sabía que no funcionaría, pero grité para aliviar la presión, para que las patas tentáculos salieran por mi boca y dejaran de presionarme el pecho. Poco después ya había colonizado mi cabeza y hasta el último resquicio de mi cráneo, toda yo era el bicho acomodándose en mi interior y lo que quedaba de mí, lo poco cuerdo que quedaba de mí, se asía a mi cuerpo por un hilo muy fino y muy invisible que flotaba sobre mi cabeza.
Así me veía desde fuera, así imaginaba que se me veía desde ese dron que no existía, volando entre mi edificio y el de enfrente, mientras yo hablaba por teléfono con un amigo primero y con mi hermana después y les decía «estoy fuera de mí». Hablamos un buen rato, yo me hubiera quedado horas y horas, porque al bicho no le gusta que llegue alguien y te calme y te muestre la realidad tal y como es y no como él te está haciendo creer que es. Aún así las palabras de ambos tuvieron cierto efecto terapéutico e hicieron que cuando mis hijas llegaron a casa no me encontraran en el sofá, debajo de la manta, acunándome y llorando.
De todos modos yo sabía que la calma no duraría. Busqué drogas por casa, claro. No tenía. Nos sentamos a cenar. Traté de comer algo pero no me cabía, no había sitio para alimentos en mi interior. Aun así la cháchara de la sobremesa adormeció al bicho y al terminar estaba tan exhausta que, por un momento, ilusa de mí, pensé que sí dormía quizás el cansancio sería más fuerte que el bicho y la ansiedad cedería, se desinflaría como un globo pinchado y podría descansar.
Me acosté y me puse a leer Empeñados en ser felices, de Miguel Munárriz. Qué ironía estar leyendo un libro sobre la felicidad de la amistad alrededor de los libros mientras me sentía fuera de mí misma, fuera de esa persona que siempre encuentra consuelo en los libros, en tumbarse a leer y desconectar de todo. Me costaba respirar y un cosquilleo incomodísimo me recorría las entrañas mientras me arrebujaba bajo el edredón intentando abstraerme en la lectura y calmarme. «No pasa nada, no pasa nada». Leí y leí y leí hasta que me descubrí dormida. Con muchísimo cuidado cerré el libro y estiré el brazo lo justo para dejarlo en la mesilla y apagar la luz. Cada movimiento muy despacio, sin pensarlo mucho, de manera maquinal pero sigilosa para no agitarme, para no pensar. Apagué la luz, cerré los ojos y la miríada de ojos saltones se abrió de golpe y todas las patas tentáculos empezaron de nuevo a recorrerme desde la punta de los dedos de mis pies hasta la coronilla. No me moví, esperando que la parálisis absoluta de mi cuerpo me permitiera acostumbrarme a esa picazón interna. No era nuevo, sabía que si lo dejas correr en algún momento te haces a vivir con ello todo el tiempo. No funcionó. Cada vez era peor, más intenso, más doloroso, más grande, más invasivo, más fuerte. Sentía que no cabía en mí, estaba siendo expulsada de mí misma. Di vueltas en la cama, la recorrí de un lado a otro, me tapé, me destapé, escuché January at the Mountain Cabin, A Winter’s Day in the Black Forest y Walking through the Ruins of Great Zimbabwe. Hice todas las respiraciones profundas y no profundas que los narradores indicaban, intenté sentir el cuerpo de mi peso sobre el colchón, pensar en la ropa que llevaba puesta el primer día del viaje a Washington, imaginé el peor escenario posible y me convencí de que podría sobrevivir a él, respiré más, di vueltas, fui al baño, me lavé la cara, bebí agua y al final, llorando, me rendí. Cogí el edredón, lo arrastré por el pasillo y me fuí al salón. Estaba exhausta, agotada, lloraba sin consuelo de agotamiento y del esfuerzo de intentar mantenerme conectada, dentro de mí misma, y no soltarme por completo dejando que el bicho se adueñara de mí. Ya no podía más.
Envuelta en el edredón, me asomé otra vez al ventanal. Eran las 4 de la mañana y en el edificio de enfrente no había ni una sola ventana encendida. Todos dormían. Lloré de envidia. Pasó un coche por la avenida. Otra vez lloré de envidia: alguien con un propósito, capaz de conducir sin estrellarse en una dirección y que seguramente no iba llorando. Me tumbé en el sofá, me tapé, cogí el mando a distancia y entre lágrimas encendí la tele y puse las Gilmore Girls. Ya que no iba a dormir, ya que el bicho había decidido mantenerme despierta, alerta y sin control durante horas, por lo menos pasaría esas horas viendo cosas bonitas, de colores, en un sitio imaginario en el que todo se resuelve. Se hizo de día. Dormité 40 minutos. Volví a la cama esperando poder dormir algo más. No funcionó.
Cuando me levanté, el bicho seguía ahí, yo seguía fuera de mí y llamé al médico.
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Estas cosas son muy difíciles de explicar, y tú lo has hecho de maravilla. Desde fuera todo se ve más sencillo. Hay para quienes nuestro cerebro es a veces nuestro propio enemigo saboteador, paralizante.
Espeluznante y precisa descripción del proceso. Es bastante increíble que seamos tan distintos en muchas cosas y suframos estos procesos de la misma manera.
Resulta escalofriante reconocerse en ese bucle de agarrarte a la teoría y seguir intentando todas las estrategias que alguna vez funcionaron y que no lo hagan. Supongo que ese es el punto en el que hay que atizarse una pirula si la tienes. Nunca lo hice pero, el dolor de cabeza tampoco se quita solo con respiraciones profundas…
Lo siento, Ana. Espero que redujeras y pusieras a hibernar al bicho lo más rápidamente posible.